Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Algo que no dejaba rastros pero mataba a voluntad, tanto mercaderes de paso, leñadores, granjeros o ganado, como vigilantes grupos de soldados formados por los mejores hombres del duque. Incluso un clérigo de Tempus de alta graduación, que viajaba con una abundante y bien armada guardia de corps a caballo, había desaparecido en algún punto de la carretera al oeste de Manto de Estrellas, y se creía que todos habían sido víctimas del misterioso asesino. ¿Se trataría del «Despertar del Wyrm» del que hablaban las profecías?
Tal vez, pero jinetes montados en grifos contratados para sobrevolar toda la zona no habían descubierto señales de grandes cavernas, árboles chamuscados o partidos, ni ninguna otra señal de la presencia de un animal de gran tamaño... ni tampoco de campamentos de bandidos, bien mirado. Ni tampoco los pocos guardabosques que todavía se atrevían a aventurarse cerca de los árboles habían visto nada, y, uno a uno, también éstos iban desapareciendo. Sus informes hablaban de un terreno que parecía vacío de cualquier animal del tamaño de un zorro o una liebre; los helechos habían cubierto los antiguos senderos abiertos por los animales.
Así pues el gran duque había abierto de mala gana sus arcas mientras todavía le quedaban súbditos a los que cobrar impuestos para volverlas a llenar, y había alquilado la clásica solución: un grupo de aventureros, en este caso espadachines a sueldo que habían sido expulsados del servicio de los acaudalados tethyrianos por una variedad de razones, y que se habían reunido bajo el Estandarte del Fuego Helado para hacer fortuna en tierras situadas más al este, donde sus pasadas indiscreciones serían menos conocidas.
El dinero que ofrecía Horostos era a la vez abundante y necesario. Los miembros del Estandarte eran diez en total, y entre sus filas se encontraban un par de magos y dos sacerdotes guerreros, pero aun así avanzaban con precaución. Aquél era un territorio desconocido para ellos, en tanto que la muerte está familiarizada con todos los terrenos, y los frecuenta con asiduidad.
Por este motivo, de varias sillas de montar pendían ballestas tensadas pero sin proyectil, aunque aquello no era muy conveniente para las cuerdas, y todos cabalgaban muy atentos. El bosque seguía mostrándose delicioso... y desierto.
—No hay ciervos —refunfuñó en una ocasión Arvas, y sus compañeros asintieron, advirtiendo lo silenciosos que se habían quedado todos. A la espera del ataque.
Un buen trecho al oeste de Manto de Estrellas el camino describía una curva alrededor de un expuesto contrafuerte de roca, un afloramiento que señalaba hacia el mar y a lo alto como la proa de un enorme barco enterrado. En cuanto el sol empezó a ponerse y la compañía del estandarte comprendió que debía dar media vuelta, decidieron hacer de la rocosa proa su campamento.
—Ese de ahí es un lugar tan bueno como cualquier otro que nos puedan proporcionar los dioses, a falta de una colina de cumbre pelada. Uno que vigile la carretera y el fondo de los farallones, y dos de cara al bosque que discurre por allí. Atad los caballos allá abajo y ocultos a cualquiera que intente usar la carretera por la noche, y habremos acabado —gruñó Rolian.
Paeregur emitió un gruñido inarticulado por toda respuesta, pero el tono del gruñido sonaba poco convencido. El silencio del miedo cubrió pesadamente el campamento esa noche, y la cena se consumió entre cuchicheos.
—Nunca habíamos estado tan cerca de la muerte —masculló el halfling mientras se envolvían en sus capas, depositaban las armas a mano, y contemplaban cómo las estrellas salían a reflejarse sobre las aguas.
—¿Quieres dejar de hablar sobre morir? —siseó Rolian—. Nadie puede acercarse sin ser visto. Hemos colocado una buena guardia, las armas y escudos están preparados para un despertar rápido... ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Salir de aquí y regresar a Tethyr —respondió Avran en voz baja; sin embargo, el campamento se había quedado tan silencioso que casi todos oyeron sus palabras. Varias cabezas se volvieron, con el entrecejo fruncido, pero nadie respondió.
En lo alto, a medida que la negra noche descendía, las estrellas empezaron a aparecer en rápida sucesión.
—¿Qué es eso? —musitó Rolian al oído de Paeregur—. ¿Lo oyes?
—Claro que lo oigo —respondió el guerrero en voz baja, poniéndose en pie en silencio y girando despacio; la espada desenfundada brilló a la luz de la recién salida luna. Lo oía con más nitidez en dirección oeste, en algún punto muy cercano: un sonido tintineante sin rumbo fijo. ¿Una brida? ¿Una campanilla del instrumento de un trovador, o el arnés de un caballo díscolo? ¿O las diminutas criaturas sobrenaturales, que venían de visita?
Al cabo de unos momentos dio unos cuantos pasos cautelosos y en cuclillas por el promontorio rocoso, deambulando por entre las figuras inmóviles de sus dormidos compañeros. Un fino hilo de bruma flotaba sobre el borde del promontorio —algo extraño, aquello, ahora que salía la luna— pero no se veía nada más. Ni siquiera aves marinas o un búho. De hecho, ése era el motivo de que resultara tan espectral: el bosque estaba silencioso. No se escuchaban movimientos, gritos nocturnos o los chillidos de animales pequeños al ser atrapados por depredadores de mayor tamaño: nada. Paeregur meneó la cabeza perplejo, y se volvió despacio para regresar. Ahí estaba otra vez, aquel tenue campanilleo.
Giró de nuevo hacia el oeste y se convirtió en una estatua que escuchaba. Al cabo de un rato el tintineo desapareció. El alto guerrero se encogió de hombros, echó una ojeada a los caballos situados bajo aquella especie de proa... y se quedó paralizado.
¿Dónde estaban los caballos? Dio dos rápidas zancadas hasta el otro lado de la proa, por si se hubieran movido hacia el este del saliente —las riendas eran lo bastante largas para ello—, pero no: habían desaparecido.
—Rolian —gruñó, llamándolo con un veloz gesto de la mano, y corrió por la proa hasta su misma punta, donde la figura inmóvil y encapuchada de Arvas permanecía sentada mirando al mar, la espada sobre las rodillas. ¡Ja! ¡Vaya vigilante que había resultado ser!
—¡Arvas! —siseó, dejando caer la mano sobre el hombro del guerrero—, ¿dónde están los caballos? Como hayas estado bebiendo otra vez, te juro que voy a...
El hombro bajo su mano se desmoronó como un montón de hojas secas y ramitas, y el cascarón sin rostro de Arvas giró sobre sí mismo hacia él por un instante antes de desplomarse en forma de cenizas. El cráneo del hombre se soltó para rebotar en la bota de Paeregur antes de caer y resbalar carretera abajo con un sordo golpeteo.
Paeregur estuvo a punto de caer del farallón al retroceder horrorizado, pero no tardó en apartarse gateando para correr junto al más próximo de sus dormidos compañeros, cuyas mantas apartó con la punta de la espada. Una calavera le sonrió desde el suelo.
—Dioses —sollozó, lanzando la punta de su espada contra la siguiente capa. La hoja se enganchó en la prenda y la arrastró a medias, y una serie de huesos se derramaron en medio de una confusión de cenizas y devastación. El guerrero sintió por primera vez aquel terror que contrae el estómago. Deseó echar a correr y huir a cualquier parte, lejos de allí.
Rolian tardaba una barbaridad en llegar.
Paeregur echó una mirada a lo largo del promontorio hacia el lugar donde Rolian había estado sentado junto a él, de cara al bosque, donde le había estado musitando minutos antes. ¿Dónde se había...?
El tintineo, que volvió a dejarse oír —sólo que ahora, desde el interior de la cortina de oscuros árboles que ellos habían estado contemplando— sonó casi burlón. Una leve neblina se arrollaba por entre sus troncos, y Rolian...
Rolian estaba de pie ante aquellos árboles con la espada en el pliegue del brazo y las cintas de su alzapón en las manos, en la eterna pose con las piernas abiertas de los hombres que realizan sus necesidades en los bosques, el rostro vuelto hacia la oscuridad. Paeregur empezó a tranquilizarse, pero un nuevo temor no tardó en oprimirle la boca del estómago. Rolian estaba muy quieto, demasiado quieto.
—¡Fuego Helado, despertad! —rugió Paeregur con todas las fuerzas que pudo reunir; las mismas rocas resonaron con el grito, y le llegó un débil eco de las profundidades del bosque. Corría mientras rugía, de vuelta hacia la cresta de la protuberancia en dirección a Rolian... aunque ya sabía lo que iba a encontrar.
Se detuvo detrás de la figura inmóvil e intentó ver más allá de ella. ¿Colmillos? ¿Ojos? ¿Espadas acechantes? Nada; la luz de la luna fue suficiente para mostrarle que no había nada más que los árboles. Extendió la espada con suavidad.
—Rolian...
El guerrero se desplomó en dirección a los árboles y se partió en tres pedazos antes de caer el suelo; la espada rebotó lejos entre las hojas secas, y Paeregur se quedó contemplando un par de botas vacías y una maraña de ropas arrugadas. ¡Por los sanguinarios dioses vampiros!
El alto guerrero retrocedió dos pasos y volvió a girar. ¿Era él el único que quedaba con vida? ¿Había algún...? pero no. Casi chilló de alivio: el mago Lhaerand estaba de pie, el rostro contraído por la irritación, como también lo estaba el gigante que los acompañaba, el lento pero leal Phostral, cuya armadura lo convertía en una montaña reluciente bajo la luz de la luna. Dos. Dos de todos ellos.
—Algo ha matado a todos los otros —les dijo Paeregur con voz tirante—. Algo que puede matar en un instante, y en silencio.
—¡Oh! —refunfuñó Lhaerand, irritado—. Entonces ¿eso qué es?
Volvía a oírse el tintineo, sólo que más fuerte e insistente ahora, como si se alzara triunfal sobre ellos. De improviso la niebla regresó, deslizándose junto a sus pies y arrastrando su propia gelidez con ella mientras flotaba por el promontorio. Paeregur entrecerró los ojos.
—Lhaerand —dijo de repente—, ¿puedes arrojar fuego?
—Sí, desde luego —contestó el mago—. ¿Contra quién? No...
—¡Contra eso! —chilló Paeregur, y el temor convirtió su voz casi en un grito agudo—. ¡Ahora!
Como si pudiera escuchar sus palabras, la niebla se espesó hasta convertirse en un humo brillante, y atacó, sinuosa, a Phostral. El gigantesco guerrero ya había alzado la espada y avanzado para desafiarla antes de que sonara el grito de Paeregur; sus compañeros sólo pudieron ver su espalda, y oír un débil suspiro —¿no era eso un chisporroteo, en medio del suspiro?, ¿un borboteo?— justo antes de que la espada cayera de su mano. El guantelete la acompañó, sin que apareciera nada debajo: el avambrazo terminaba en un muñón. Luego, despacio, Phostral se volvió hacia sus compañeros.
El yelmo estaba vacío, toda la cabeza consumida por completo, pero algo lo llenaba o al menos lo mantenía en su puesto, sobre el acorazado pecho del guerrero. El cuerpo que había sido Phostral avanzó a trompicones hacia ellos, moviéndose despacio y vacilante. El mago retrocedió y empezó a tartamudear un conjuro.
Al instante la gigantesca figura acorazada giró hacia él y se desplomó de cara —o sobre el lugar donde debería haber estado su cara— en tanto que un blanco remolino se elevaba de su interior, entre tintineos. Paeregur gritó aterrado y blandió la espada, aunque sabía que de nada le serviría; Lhaerand por su parte aulló y echó a correr a lo largo del promontorio, con aquella criatura nebulosa persiguiéndolo decidida entre campanilleos.
El mago ni siquiera intentó volverse y presentar batalla. Corrió tan deprisa como pudo y saltó, alto y lejos, por encima de los farallones situados al otro lado de la carretera... desde donde aulló todo el camino de descenso hasta destrozarse en el fondo.
De modo que eso era una muerte provocada por la desesperación. Paeregur tragó saliva. ¿Hasta qué punto sería mejor una muerte heroica?
¿Y cómo lo sabría cualquier juglar, una vez él no fuera más que huesos y cenizas?
El remolino regresó por el promontorio despacio, tintineando casi con picardía... como si jugara con él.
El larguirucho guerrero alzó la barbilla y levantó la espada. Cuando consideró que la niebla se encontraba lo bastante cerca, lanzó su estocada y saltó a un lado; luego se plantó para asestar un violento golpe del revés a través de su tintineante blancura.
No le sorprendió que la espada no encontrara nada, aunque su filo pareció llenarse de una hilera de chispas que se apagaron rápidamente.
Describió un círculo, tropezando con el casco de alguien que estuvo a punto de hacerlo caer, y volvió a atacar con la espada. Una vez más la clavó en el vacío, se echó a un lado, jadeante, para apartarse de la amenazadora neblina, y volvió a hundir el arma con la misma total falta de efecto. La bruma se arremolinó, para saltar sobre su cabeza, y él se apartó para impedir que le cayera encima; pero el ser continuó su sinuoso ataque, curvándose alrededor de la impotente espada para lanzarse al frente por encima del brazo que empuñaba el arma.
En el último instante, giró hacia él en lugar de pasarle rozando, y un dolor abrasador estalló en su interior. En medio de su aturdimiento, Paeregur se dio cuenta de que chillaba y retrocedía tambaleante al tiempo que azotaba inútilmente el aire vacío con su brazo.
Su único brazo.
Nada quedaba de la otra parte excepto una masa retorcida de carne abrasada y cuero, todo ello fundido en una pieza. No había sangre... pero tampoco quedaba brazo. El brazo que empuñaba la espada. Paeregur miró enloquecido a su alrededor en tanto que el jirón de niebla pasaba flotando junto a él casi burlón, y descubrió su espada caída sobre una masa acurrucada que había sido un sacerdote de Tymora. Pues sí que les había sido propicia la Señora de la Fortuna. Corrió vacilante, pues no estaba acostumbrado a que un lado de su cuerpo resultara más liviano que el otro, y recogió la espada.
No había acabado de incorporarse cuando el dolor abrasador regresó otra vez y cayó pesadamente sobre sus posaderas, contemplando cómo una bota vacía volaba por los aires. Aquella cosa le había arrebatado la pierna.
Luchó por incorporarse, por moverse, y el tacón de la bota que le quedaba golpeó en vano contra el desigual suelo rocoso, mientras agitaba la espada, desafiante. La niebla se acercó, y él se convirtió en un desesperado remolino que giraba de un lado a otro acuchillando continuamente el aire. Estrelló el arma contra el suelo en dos ocasiones, una con tanta fuerza que le melló la punta, pero no le importó. Iba a morir allí; ¿de qué le servía una hoja impecable a un muerto?
La neblina volvió a atacarlo en una zambullida casi exultante, en tanto que su tintineo sonaba con más fuerza a su alrededor mientras él se retorcía y asestaba desesperados mandobles. Cuando el terrible ardor regresó, lo hizo en el muslo que seguía intacto y se encontró rodando sobre sí mismo indefenso, azotando el vacío con la inútil espada. Una extremidad cada vez... Aquello se dedicaba a jugar con él.