La Tentación de Elminster (31 page)

Gran parte del banco se hizo añicos y regó el suelo del templo con fragmentos de madera en tanto que el gigantesco proyectil ejecutaba una voltereta lateral desde el techo abovedado. Ilbryn Starym ni siquiera tuvo tiempo de huir cuando los restos del asiento se precipitaron sobre el banco situado justo frente al que él ocupaba y enviaron trozos de madera en todas las direcciones. El elfo fue arrojado por los aires y se precipitó en medio de la bola de fuego mágico que él mismo había conjurado, para ir a chocar violentamente contra la pared trasera del templo. Resbaló despacio y a trompicones por la pared, mientras sus alaridos se iban apagando.

El se encontró de improviso precipitándose al suelo, y sonrió salvajemente; esto debía de significar que o bien Dasumia estaba perdiendo el conocimiento o abandonaba su hechizo en favor de una acción desesperada. Lanzó entonces a sus látigos la urgente orden de elevar por los aires a su cautiva, de modo que pudiera proporcionarle el mismo tipo de caída si ella lo vencía, o si su propio aterrizaje era demasiado... duro.

¡Dioses! El mago comprendió que tenía huesos quebrados, incluso antes de rodar sobre sí mismo como una especie de elefante agónico e intentar gatear para ponerse en pie. El gateo no funcionó, pero sí consiguió ponerse derecho mediante la técnica de arrojar su enorme masa a un lado. Logró darse la vuelta a tiempo de ver cómo sus látigos se balanceaban de repente vacíos, su prisionera liberada de las ligaduras.

Instantes después, un dolor frío, gélido, penetró en su costado y volvió a salir, y el mago comprendió adónde había ido la mujer. No se molestó en intentar volverse y mirarla, y así encontrarse con una espada chorreando su propia sangre y darle a ella un mejor blanco que acuchillar, sino que se concentró en hacer caso omiso del dolor e invocar un nuevo hechizo. La hoja volvió a atravesarlo, pero El sabía que su enorme tamaño impedía que la hechicera pudiera rebanarle el cuello; ella no podía alcanzarlo sin efectuar tal escalada que él no tenía más que venirse abajo sobre ella para ganar definitivamente este combate. Se arrojó hacia atrás y escuchó su sobresaltado juramento y el sonido metálico de una espada al rebotar sobre la piedra; fue entonces cuando empezó a girar, desplazando toda su masa a un lado. Si el arma estaba lo bastante cerca, podía arrojarse sobre ella y enterrarla. Su mirada se encontró con los aturdidos ojos de Dasumia; la mujer se llevó una mano a la boca, echó una veloz mirada a la espada caída tan cerca de él, y desapareció, segundos antes de que El completara su hechizo.

Se trataba de un conjuro de sangre. El mago echó la cabeza hacia atrás y aulló de dolor. Mientras la magia curaba sus heridas, era como si tuviera un río de fuego recorriendo su gigantesco cuerpo; fuego que llameó, rabió, y se esfumó veloz a medida que la curación se completaba. El hechizo también podía transportarlo a donde fuera que se encontrara la sangre que acababa de derramar: al suelo debajo de él, sobre la espada situada unos pasos más allá ¡y hasta las manos de la reina, dondequiera que ella estuviera!

El hechizo centelleó, el templo a su alrededor se retorció, y de repente se encontró detrás del altar, donde una Dasumia agazapada lo contemplaba con sobresaltada sorpresa. Él extendió los brazos para agarrarla en caso de que intentara huir, y se desequilibró a propósito para caer sobre ella. Dasumia dio otra voltereta hacia atrás, arañando con los talones la flotante Mano Negra de Bane, y El fue a estrellarse a pocos centímetros de aquel cuerpo que se alejaba a toda prisa. Trató de sujetarla, pero no consiguió alcanzarla, y seguía resoplando y revolcándose e intentando hacer girar su enorme corpachón de modo que su brazo pudiera atraparla, cuando ella se detuvo contra el muro trasero del templo y lanzó otro hechizo, obsequiándole con una triunfal sonrisa felina.

Se produjo un fogonazo. El giró la cabeza a tiempo de ver cómo una de las monstruosidades flotantes se balanceaba y retorcía, para estallar luego en una Vertiginosa esfera de afilados fragmentos de metal, fragmentos que abandonaron su danza para fluir en un torrente que descendía directo hacia él.

El mago colocó un pesado brazo frente a sus ojos y garganta, y alargó el otro a ciegas, encontró la forcejeante figura de la hechicera, cerró la mano sin piedad y, arrastrándola como una muñeca de trapo, la alzó frente a él a modo de escudo.

Mientras los desgarradores fragmentos se le clavaban en tres o cuatro partes del cuerpo, El oyó cómo Dasumia lanzaba una exclamación ahogada que quedó repentinamente acallada. Al bajar el brazo que había usado como protección, vio que la mujer se mordía el labio; la sangre resbalaba por su mentón, y tenía los ojos cerrados y el rostro contraído. Se estremecía, atravesada en una docena de sitios por afilados pedazos. Las motitas de magia blancoazulada que escapaban de su cuerpo podían ser involuntarias... o podían ser algo más. Mientras observaba, uno de los fragmentos se inclinó, se balanceó, y luego se partió y cayó, visiblemente más pequeño. Otro parecía fundirse en el cuerpo de la mujer, y otro... ¡Dioses!

El inesperado dolor hizo que Elminster soltara a su oponente, cuyo maltrecho cuerpo cayó sobre su enorme masa corporal, y el auténtico dolor empezó. Una quemazón... Una columna de humo se elevaba del lugar donde ella yacía totalmente estirada sobre el montículo de carne que era su cuerpo, y la mujer se hundía despacio en él.

¡Ácido! Había convertido su sangre en ácido, y éste lo corroía a él y a los pedazos de metal. Bueno, los dioses que los observaban sabían muy bien que él tenía grandes cantidades de carne de las que podía desprenderse tranquilamente, pero de todos modos tenía que librarse de la hechicera. La agarró, la arrojó con todas sus fuerzas contra la Mano de Bane que seguía flotando, y tuvo la satisfacción de contemplar cómo se aplastaba contra ella sin fuerzas y quedaba allí inmóvil unos instantes antes de que su propio peso la hiciera desplomarse fuera de la vista detrás del altar. Hilillos de humo se elevaron en espiral de la mano cuando unos restos de ácido la atacaron también a ella.

El se recostó con expresión sombría y suspiró. Puede que ella estuviera inconsciente, pero él no tenía fuerzas para acabar con su vida. Tal vez si la empujaba al interior del pozo y hacía caer aquellos dos bancos sueltos encima de ella...

No, no podía ser tan cruel. Por lo tanto, cuando la mujer despertara, Elminster Aumar moriría. Casi se había quedado sin conjuros y seguía atrapado en aquella figura grotescamente agigantada, sin duda incapaz de pasar por los pasillos que lo habían conducido hasta allí. Poca cosa más podía hacer para detener a la señora ama a quien Mystra lo había enviado a servir; la magia de aquella mujer superaba por completo la suya, del mismo modo que la de él aventajaba la de un novicio. La hechicera resultaría un magnífico y capaz servidor de Mystra, un Elegido mucho mejor que él, si fuera lo bastante dócil para obedecer a otro.

Cerró los ojos para no ver el emblema de Bane y luego invocó una imagen mental de la estrella blancoazulada de Mystra.

—Dama de los Misterios —dijo en voz alta, y su voz resonó en el ahora silencioso templo—, uno que ha sido vuestro siervo os invoca en su necesidad. Os he fallado, y he fallado en mi servicio a una tal Dasumia, pero en ella veo una fuerza que os podría servir muy bien en mi lugar. Socorred a esta Dasumia, os lo ruego, y...

Un repentino frío abrasador hizo que profiriera un grito inarticulado. Sintió que empezaba a temblar de un modo incontrolable a medida que una magia con un poder como nunca había experimentado antes lo invadía. Paralizado, aguardó el golpe mortífero que Dasumia le tuviera preparado, pero éste no llegó; en su lugar una acogedora calidez empezó a reemplazar al hielo, y sintió que se relajaba, al tiempo que se veía invadido por un extraño hormigueo. Estaba curado, perdía tamaño y peso y volvía a ser él otra vez, y un rostro que apenas podía distinguir por entre el torrente de lágrimas se inclinaba sobre su persona.

Entonces oyó una voz que le hablaba con ternura, una voz que pertenecía a la reina Dasumia de Galadorna pero que ya no poseía la fría crueldad de Dasumia.

—He aquí que has pasado la prueba, Elminster Aumar, y sigues siendo el primero y el más amado de mis Elegidos... incluso aunque tu cerebro esté demasiado podrido para darse cuenta de que se desvirtúa un ritual de Bane, llevando placer a su altar en lugar de dolor, y derramando la sangre de alguien que lo hace voluntariamente. —Siguió una risa afectuosa y musical, y luego las palabras—: Me siento orgullosa, esta noche.

Unos brazos cariñosos lo envolvieron, y Elminster gritó asombrado al sentirse elevado por los aires, en un veloz vuelo que debería haberlos estrellado a ambos contra el techo pero que no lo hizo, y que en lugar de ello los condujo hasta las estrellas.

El tejado de la Casa del Unicornio estalló y las torres se desmoronaron, en tanto que una columna de fuego plateado se elevaba rugiente hacia el cielo nocturno. Mientras los hombres de la almenas chillaban y maldecían, algo helado y tintineante que había estado enrollado con avidez alrededor de una espira muy próxima a sus cabezas huyó en una nebulosa parábola, para alejarse volando bajo sobre las calles de Nethrar, agazapado en la noche.

Un fuego plateado danzaba sobre las oscuras aguas, proyectando débiles reflejos sobre tapices de un negro profundo ribeteados de color morado. En lo más alto de aquellos tapices, estaban bordados con hilo morado sus únicos adornos: unas crueles sonrisas en cierto modo femeninas.

Las negras aguas de la fuente de visión se agitaron, y la escena del fuego plateado elevándose del castillo desapareció.

Alguien que se encontraba muy cerca del agua dijo con voz excitada:

—¿Lo viste? Sé cómo podemos usar esto.

—¡Dímelo! —le espetó una voz gélida, que el nerviosismo tornaba chillona, y que a continuación bajó el tono para decir en otra dirección y con más calma—: Cancela el servicio de las Vísperas Llameantes. Estaremos ocupadas... y no se nos molestará hasta nuevo aviso. Tenlo presente, Hermana Noche.

Y así fue como Galadorna perdió a su reina y a su mago de la corte en la misma noche, menos de diez días antes de que los ejércitos de Laothkund descendieran de las colinas arboladas para incendiar Nethrar, y destruir para siempre el Reino del Unicornio.

Segunda parte
Amanecer en una carretera tenebrosa
11
La salida de la luna, juego helado, y un destino funesto

Los aventureros sirven ante todo para eliminar monstruos, aunque más tarde o más temprano se convierten en monstruos peores, y entonces hay que contratar a otros nuevos para que lleven a cabo lo que debe hacerse.

Ralderick Soto Venerable, bufón

Cómo gobernar un reino, desde los torreones al estercolero,

publicado aproximadamente en el Año del Pájaro Sangriento.

—Parece bastante tranquilo, ¿no? —dijo el guerrero con voz grave, paseando la mirada desde las alturas de su silla de montar por el bosque de hiexels, hojas azules y vetustos y nudosos árboles phandar que bordeaban ambos lados de la carretera. Se escuchaba el canto de los pájaros en las lejanas profundidades de su penumbra, y pequeñas criaturas peludas correteaban aquí y allá entre las hojas muertas que tapizaban sus tocones mohosos y los troncos caídos salpicados de hongos. Dorados haces de luz solar se abrían paso en algunas zonas del bosque, para iluminar pequeños claros donde los matorrales luchaban entre sí por obtener la luz, y las enredaderas envueltas en moho eran más escasas.

—No digas esas tonterías, Arvas —refunfuñó uno de sus compañeros—. Se parecen demasiado a la clase de señales que a los bandoleros emboscados les encanta seguir. Esa frase tuya suena a algo que debería finalizar con una flecha clavada en tu garganta... o con ese pedazo de carretera sobre el que se encuentra tu corcel alzándose para mostrar la cabeza de un titán u otro ser que se acaba de despertar.

—Me quedaré con el «otro ser», simpático aguafiestas —gruñó Arvas—. Lo que quiero decir es que no veo en los árboles marcas que hayan sido dejadas por garras al afilarse, manchas de sangre... esa clase de cosas, lo que debería alegrarte aun más.

—Podéis estar seguros de que el gran duque no nos contrató para cerrar el paso por la carretera del Manto de Estrellas mientras discutimos sobre cosas que preferiría que otros oídos no escucharan —interpuso otra voz en tono severo—. Arvas, Faldast... ¡cerrad el pico!

—Paeregur —dijo Arvas con voz cansina—, ¿has mirado esta carretera recientemente de arriba abajo? ¿Has visto a alguien, a alguien, que no seamos nosotros? ¿Bloquear la carretera contra qué, pregunto yo? Desde que se iniciaron las muertes, parece como si todo tránsito hubiera cesado por aquí. ¡Posiblemente por la época en que se te metió esa curiosa idea en la cabeza de que tienes derecho a darnos órdenes a los demás! ¿Lo ha provocado acaso esa nueva armadura, con su pesado yelmo apretándote el cerebro? ¿O ha sido ese nuevo alzapón tan prominente con el...?

—¡Ya es suficiente, Arvas! —exclamó alguien, con exasperación—. Por los dioses, es como si lleváramos a un borracho parlanchín con nosotros.

—Rolian —manifestó su camarada halfling, desde algún punto por debajo del nivel de los cintos humanos—, ¡tenemos a un borracho parlanchín con nosotros!

Se produjo un estallido general de risas —al que se sumó, si bien sarcásticamente, el mismo Arvas— y el Estandarte del Fuego Helado instó a sus monturas a iniciar el trote. Todos deseaban encontrar un lugar que pudiera defenderse bien para acampar antes del anochecer, o tener tiempo de regresar a Manto de Estrellas si no encontraban tal lugar, y ya no faltaban tantas horas para que las sombras se alargaran y el sol llameara e iniciara su descenso.

El gran duque Horostos se denominaba a sí mismo señor de las fértiles tierras de labrantío al oeste de Manto de

Estrellas, a lo largo de un farallón arbolado de una costa que ofrecía pocos puertos (y no buenos). En lo referente a reinos, era un territorio tranquilo y seguro, infestado por los acostumbrados osos-búhos y estirges de vez en cuando, alguna que otra banda de forajidos, buhoneros ladrones; problemas mínimos que unos cuantos soldados y guardabosques con buenos arcos podían manejar.

Pero parecía que últimamente, más o menos por la época en que habían finalizado las peores nevadas invernales y la gente consideraba iniciada la parte útil del Año del Despertar del Wyrm, el Gran Ducado de Langalos se había visto inmerso sin saber cómo en un gran problema.

Other books

Lowcountry Boneyard by Susan M. Boyer
The Tragedy of Arthur: A Novel by Phillips, Arthur
Revelation Space by Alastair Reynolds
Behind the Canvas by Alexander Vance
The Rose of Provence by Susanna Lehner
Someone Is Watching by Joy Fielding
Maxwell's Retirement by M. J. Trow
Bubble Troubles by Colleen Madden