Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Los encargados permanecieron un rato en el exterior, a la espera de escuchar un estampido aterrador, o ver una humareda, o incluso cuerpos arrojados por las ventanas... pero la diversión que esperaban no llegó nunca.
Debe de fastidiar mucho a la mayoría de los hechiceros el hecho de que, no obstante todos sus hechizos, no puedan obtener la inmortalidad. Muchos intentan convertirse en dioses, pero pocos lo consiguen; algo por lo que debemos estar muy agradecidos.
Sambrin Ulgrythyn, gran sabio de Sammaresh
Panorama desde la colina Viento Tempestuoso,
publicado aproximadamente el Año del Portal
A lo lejos, al este de Westgate, justo mientras un elfo sonriente penetraba en una hostería esperando problemas, una neblina flotaba a través de un antiguo y denso bosque.
Era una neblina que chisporroteaba y tintineaba mientras avanzaba, moviéndose decidida por entre los árboles. En ocasiones se estiraba hasta asumir el aspecto de una figura casi humanoide que se movía a grandes zancadas, corpulenta y alta, gruesa y poderosa; en otras ocasiones se movía como una serpiente permanentemente sinuosa y saltarina. Ningún pájaro cantaba bajo su sombra, y nada se agitaba en las hojas secas del suelo. Únicamente sus propias brisas arremolinadas hacían mover las enredaderas y los jirones de musgo colgante por entre los que se abría paso; el silencio reinaba en el bosque que cruzaba.
No era ninguna sorpresa; una anterior voracidad tintineante había acabado con todo ser vivo de aquella parte del bosque para dar fe de su apresurado paso. La neblina tintineante había dejado atrás los despojos del Estandarte del Fuego Helado, y se había movido durante kilómetros por una carretera desierta hasta un lugar donde pocos habrían sabido distinguir los restos de un sendero salpicado de árboles jóvenes y cubierto de maleza que penetraba en el bosque.
La neblina flotó por las depresiones y curvas de aquel camino, pasando como humo ansioso por puentes de piedra a punto de desmoronarse, hasta el espeso prado verde en el que finalizaba la senda... y empezaban las ruinas.
Los contornos de viejos árboles gigantescos situados a ambos lados de la carretera cubierta de maleza daban paso a un revoltijo de carretas y carruajes pandeados cubiertos de hiedras. Más allá se veían bosquecillos, en cuyo centro había montículos cubiertos de vegetación que en una ocasión habían sido establos y cabañas. Más allá de los bosquecillos se alzaban árboles tan altos que nada podía crecer bajo ellos, y que proyectaban su densa sombra sobre las ruinas de un puente levadizo que cruzaba una profunda y fangosa hendidura que en el pasado había sido un foso. Del interior del foso se alzaban los pilares de piedra o dientes del interior del foso, que habían sido los resistentes contrafuertes de murallas en su mayoría derrumbadas ahora. Muros que en un tiempo habían contemplado con superioridad a Faerun desde una gran altura, formaban un imponente alcázar.
La fortaleza derruida mucho tiempo atrás era ahora más un bosque entremezclado con piedras caídas que una construcción. La neblina se movió decidida por entre la maraña de árboles inclinados y hierbas trepadoras que crecían en los espacios interiores, como si supiera qué estancias podía encontrar en cada sitio. A medida que avanzaba, las paredes se volvieron más altas. En algunas partes habían sobrevivido techos o partes de la techumbre, si bien todas las arcadas aparecían abiertas y sin puertas, y no se veían señales de que nadie —ni nada— viviera en su interior.
La neblina se detuvo con un suave tintineo en una habitación que en el pasado había sido grande y espléndida realmente. Unos agujeros en los muros dejaban entrever el bosque del exterior, pero todavía existía un techo, e incluso mobiliario. En el centro se alzaba un lecho con dosel, medio podrido y más grande que muchos pesebres; sus trabajados pilares dorados y el tisú de oro centelleaban por entre verde capa mohosa de la ropa de cama. No muy lejos podía verse un largo sofá, inclinado por el lado en que una pata se había roto, y algo más lejos varios taburetes criaban hongos con entusiasmo. Un poco más allá, al otro extremo del agrietado suelo de mármol, un espejo oval tan alto como un hombre y que empezaba a desconcharse montaba guardia junto a una hilera de alabeados guardarropas. Gotas de agua caían sobre lo que había sido una mesa magnífica, en otra parte de la estancia, y detrás de ella, en la parte posterior de la sala, donde el techo estaba en mejores condiciones, se veía un pretil en forma de aro. En el interior de la valla circular, cuya altura llegaba sólo a la rodilla, no había más que profunda oscuridad. Cuando la neblina reanudó la marcha, se encaminó directamente a este pozo.
A medida que se aproximaba, el aire por encima del pretil se llenó de repentinos fogonazos de luz.
El nebuloso ser vaciló, se elevó un poco más, y se aventuró más cerca del agujero.
El resplandor se alargó hacia la bruma, y fue acompañado por incandescencias similares que se arrastraron sinuosas por las paredes de piedra y el suelo circundante, para perfilar runas y símbolos hasta entonces invisibles.
La neblina danzó en silencio unos instantes por entre estas llameantes lenguas de luz; luego descendió en picado, en una zambullida que la condujo justo al interior del pozo. Primorosas tracerías mágicas se hicieron visibles por un momento en un fogonazo cuando la bruma pasó como una flecha junto a ellas, como si quisieran azotarla y desgarrarla; pero, una vez que la bruma hubo desaparecido pozo abajo, aquellos desvaídos restos de hechizos guardianes volvieron de nuevo a la inactividad.
El pozo era bastante ancho y caía en picado, durante un largo y oscuro trecho, para finalizar en un desigual suelo de piedra, en uno de los extremos de una enorme y lóbrega caverna natural.
La neblina penetró en ella con la seguridad de quien se mueve por una oscuridad total hasta un lugar conocido. Tintineó con suavidad cuando su propio fulgor desmayado reveló algo más adelante: un alto y vacío asiento de piedra situado de cara a ella.
La bruma se detuvo antes de llegar a aquel trono en el que cabía un hombre, y flotó sobre un semicírculo de grandes y complicadas runas grabadas en el suelo frente al asiento. Si el trono hubiera sido el asiento central de una falúa que mirara al frente, las runas habrían formado la redondeada proa de esa falúa.
La vaporosa masa pareció detenerse meditabunda unos instantes; luego la brisa de sus movimientos se aceleró de improviso hasta convertirse en un enérgico remolino, que empezó a girar sobre sí mismo al tiempo que lanzaba chispas y tintineaba. A medida que iba adquiriendo velocidad, empezó a levantarse polvo que giró con él; los guijarros se arremolinaron bajo su impulso, y el torbellino se convirtió en una cambiante columna astada.
Le crecieron brazos, que volvió a absorber, luego jorobas o bultos en movimiento que podrían haber sido cabezas o también otras cosas, antes de que despidiera un único fogonazo, y se oscureciera.
Ningún remolino ni bruma sinuosa brillaba ahora en la oscuridad. Allí donde había estado la neblina se alzaba la fantasmal figura transparente de una mujer alta y delgada cubierta con una sencilla túnica, pies y brazos desnudos, los cabellos una maraña despeinada que le llegaba hasta las rodillas, la mirada más bien extraviada. Alzó los brazos en actitud triunfante o de regocijo, y una risa enloquecida brotó de ella, áspera, atiplada y estridente, que rebotó en las agrietadas paredes de roca.
—¿Te atreves a dudar de las visiones que envía nuestra Señora que Canta en la Oscuridad? —inquirió la voz con sequedad desde detrás del velo—. Eso me suena peligrosamente próximo a la herejía, o incluso al escepticismo.
—N... no, Hermana Pavorosa —respondió una segunda voz femenina, un poco demasiado precipitadamente—. Mi buen juicio me falla... Es un defecto personal, no un acto de escepticismo o descortesía hacia la Cantante de la Noche. Y no entiendo por qué este santuario debe erigirse en las profundidades de un bosque, en el que nadie habita y nadie sabrá de su existencia o localización.
—Es necesario —respondió la voz velada—. Túmbate sobre la losa. No estarás encadenada; tu fe quedará demostrada por tu permanencia sobre ella mientras el oso-búho se alimenta. Debes ofrecerte a él sin resistencia, y no temas nada. Mis hechizos te mantendrán con vida, te devore lo que te devore; y, sin importar lo doloroso que parezca, ni las heridas que padezcas, volverás a ser tú misma una vez terminada la ceremonia. Yo he sobrevivido a tal ritual, y también lo han hecho unas cuantas escogidas aquí presentes. Hacer esto es una señal de auténtico honor; la sangre de alguien tan leal es la mejor consagración que podemos ofrecer a la Pavorosa Señora de Todos.
—Sí, Hermana Pavorosa —musitó la sacerdotisa menor, y el temblor de su cuerpo quedó bien patente en su tono de voz—. Mi mente per... permanecerá indemne mientras contempla cómo algo me devora. —Su voz se elevó en lo que casi era un agudo alarido de terror al pensarlo.
—Bien —ronroneó la voz velada con calma—, eso depende de ti. La losa aguarda. Tú, la más querida de todas aquellas a las que he guiado, haz que me sienta orgullosa de ti en este día, no avergonzada. Te estaré observando... y también lo hará alguien que es mucho, mucho más grande de lo que ninguna de nosotras llegará a ser.
—¡Por la sonrisa de Mystra, me siento muy bien! —exclamó Beldrune perplejo, mientras estiraba y agitaba los dedos a modo experimental—. Realmente me siento más joven; todos los achaques han desaparecido. —Se columpió hasta una posición sentada, se frotó la cara alrededor de los ojos, y por entre los dedos dirigió a Tabarast una mirada penetrante.
»Es la hora de la verdad, colega de lo arcano en quien tanto confío —dijo con firmeza—. Los hechiceros de cierta categoría no suelen "encontrar" nuevos conjuros en las últimas páginas, hasta entonces en blanco, de sus libros de hechizos. ¿De dónde salió realmente?
Tabarast de las Tres Maldiciones Cantadas miró a su espalda con expresión severa, por encima de la parte superior de sus lentes llenos de marcas de dedos.
—No envejeces con elegancia, mi muy estimado Drun. Detecto en ti una creciente tendencia, decididamente nada atractiva, a mostrar una manifiesta incredulidad con respecto a las declaraciones de tus mayores más sensatos. Elimina ese defecto, muchacho, mientras mantengas todavía relaciones amistosas con gentes que puedan resultarte consejeros de más edad y sabiduría, pues es seguro que, dada tu edad y saber, éstas son pocas, y serán aun menos de ahora en adelante.
El hechicero de más edad se alejó unos pasos, mientras se rascaba pensativo el puente de la nariz, y luego continuó:
—Es cierto que lo encontré en una página que siempre había estado en blanco, que durante estas últimas tres décadas he deseado llenar con un hechizo lo bastante potente para ser digno de figurar allí. No sé cómo fue a parar allí, pero creo, sólo puedo creerlo, que la sagrada Mano de la Señora tiene algo que ver en ello. Y no me vengas con tu acostumbrada historia, escupitajos y alientos contenidos incluidos, de la total y completa negativa de Mystra a facilitar magia a los mortales.
Beldrune parpadeó, Tabarast aguardó, poniendo buen cuidado en no sonreír.
—Muy bien —repuso el mago más joven tras una pausa que pareció más larga de lo que realmente fue—, pero ahora me dejas con muy poco que decir. Me temo que algunos silencios se van a alargar mucho.
Entonces sí sonrió Tabarast... instantes antes de inquirir en tono inocente:
—¿Es eso una promesa?
Por fortuna, un rejuvenecido Beldrune del Dedo Torcido resultó tan rematadamente mal tirador en el lanzamiento de almohadas como lo había sido el Beldrune anciano.
Aunque no se veía ni una criatura en las profundas sombras del bosque de foscos, allí donde sus troncos estaban tan pegados que parecían briznas gigantes de hierba, el solitario humano percibía que alguien lo vigilaba. Alguien que estaba muy cerca. Tras tragar saliva, decidió arriesgarse.
—¿Es éste el lugar que los hombres llaman «Árboles Enmarañados»? —preguntó al aire con tranquilidad, al tiempo que se sentaba en la enorme curva recubierta de musgo de un tronco caído, y colocaba a un lado el desgastado bastón.
—Lo es —fue la severa respuesta que recibió, procedente de una voz tan suave y melodiosa que sólo podía ser elfa.
Umbregard, en una ocasión de Galadorna, resistió el instintivo deseo de girar hacia el punto del que parecía provenir la voz, para ver quién podía estar allí. En su lugar, sonrió y extendió las manos, las palmas vacías hacia arriba.
—Vengo en paz, sin fuego ni ninguna mala voluntad o deseo de saquear. He venido sólo en busca de respuestas.
Una profunda risita cantarina llegó hasta sus oídos, seguida por las palabras:
—Eso es lo que todos buscamos, amigo... y los más afortunados entre nosotros conseguimos encontrar algunas. Sé mi invitado durante un tiempo; te sentirás a salvo y a gusto. Levántate y rodea esos dos árboles entrelazados a tu derecha, allá en la hondonada. Sus aguas, sospecho, serán las más puras que hayan traspasado jamás tus labios.
—Te doy las gracias —respondió Umbregard, y lo decía en serio.
La hondonada resultaba fresca y estaba tan oscura como una cueva; aquí las hojas se unían muy pegadas en lo alto, y ningún rayo solar conseguía llegar al suelo. Unos hongos que emitían un tenue fulgor facilitaban apenas luz suficiente para distinguir una piedra al borde de un pequeño estanque, y una copa de cristal aguardando sobre ella.
—¿Para mi uso? —inquirió el mago humano.
—Desde luego —contestó la pausada voz, resonando desde todas partes y ninguna al mismo tiempo—. ¿Temes hechizos esclavizadores, o ardides elfos?
—No —repuso Umbregard—. Más bien, no quisiera ofender a nadie tomando cosas por las buenas.
Levantó la copa —era fría al tacto, y en cierto modo más blanda bajo sus dedos de lo que debiera haber sido— la hundió en el estanque, y bebió. Mientras las ondulaciones se perseguían entre sí por la superficie, le pareció ver en ellas un rostro elfo triste y de ojos oscuros que lo contemplaba durante un momento. Pero, si de verdad había estado allí, desapareció en un santiamén.
El agua era buena, y parecía a la vez estimulante y calmante. El hombre dejó que resbalara por su garganta, cerró los ojos, y se entregó a un silencioso disfrute.
En algún lugar un pájaro cantó y recibió respuesta. Todo estaba muy tranquilo. Se sentó muy erguido, sobresaltado, temiendo por un terrible instante haberse dormido bajo un hechizo elfo, y depositó con cuidado la copa otra vez sobre la piedra donde la había encontrado.