Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Nethrar había conocido tabernas peores en su época, pero los días de las bailarinas gólem que se comían sus honorarios para enriquecer a Ilgrist habían pasado, y los tugurios en los que habían hecho algo más que danzar habían desaparecido con ellas. Sin embargo, La Copa seguía allí, y los que se sentían demasiado asustados para afrontar sus placeres solos siempre podían alquilar a un trío de guerreros de aspecto hosco para protegerlos y hacer que parecieran, al menos a sus propios ojos, miembros veteranos de una banda de aventureros embarcada en algún peligroso asunto.
Y también estaban las señoras. Una de ellas, enfundada en seda azul y una falsa coraza cuyas hileras de finas cadenas y sinuosidades de cuero mostraban mucho más de lo que ocultaban, se acababa de acomodar en el borde una mesa no lejos de donde Beldrune y Tabarast acariciaban vasos de granate corazón de fuego puro y se gruñían mutuamente: «¿Bien envejecido? ¡Seis días, como mucho!».
Por encima de sus vasos, los dos magos contemplaron cómo la descarada belleza cubierta de sedas se inclinaba profundamente sobre los dos jóvenes de la mesa que había elegido, proporcionándoles un panorama por el que muchos hombres de más edad y más sobrios habían perdido la cabeza con anterioridad. Ambos hechiceros carraspearon a la vez.
—Hace un poco de calor aquí —observó Tabarast con voz débil, pasándose el dedo por el cuello de la túnica.
—¿También en ese lado de la mesa? —gruñó Beldrune, los ojos clavados en la mujer de azul. Chasqueó un dedo, y, por entre el alboroto de charlas y carcajadas, cantos y el ruido de vasos rotos, los dos magos pudieron escuchar de repente una voz ronroneante, como si les hablara al oído.
—¿Delver? ¿Ingrath? Esos nombres resultan... excitantes. Los nombres de hombres osados, de héroes. Sois héroes osados, ¿verdad?
Los dos jóvenes guerreros rieron nerviosos y farfullaron algo, y la descarada belleza vestida de azul musitó:
—¿Hasta qué punto os sentís osados esta noche vosotros dos? Y... ¿hasta qué punto heroicos?
Los dos hombres volvieron a reír, con cierta cautela, y la belleza murmuró:
—¿Lo bastante heroicos para prestar un servicio a vuestra reina?, ¿un servicio personal?
Vieron cómo introducía la mano en el interior del corpiño y extraía una larga y gruesa cadena de monedas de oro unidas que captó y retuvo sus ávidas miradas cuando ella hizo centellear el anillo real de Galadorna decorado con la figura de un unicornio.
Dos pares de ojos se abrieron desmesuradamente, y se elevaron despacio y más sobrios desde las monedas y las curvas hasta el rostro que las coronaba, donde encontraron una mueca picara seguida por una lengua que se asomaba veloz por entre unos labios entreabiertos.
—Venid —les dijo ella—, si os atrevéis, a un lugar donde podemos... divertirnos más.
Los hechiceros que observaban la escena vieron cómo ambos hombres vacilaban e intercambiaban rápidas miradas. Entonces uno de ellos dijo algo, elevando las cejas de un modo exagerado, y los dos rieron con cierto nerviosismo, vaciaron de un trago sus jarros, y se levantaron. La reina arrolló la cadena de monedas a la muñeca de uno de ellos y lo arrastró juguetona por entre el estruendo y el atestado laberinto de mesas, cortinas de cuentas y arcadas que formaba la columna vertebral de La Copa.
Seda azul y cuero flexible pasaron ondulantes muy cerca de las narices de Beldrune y Tabarast. En cuanto el segundo guerrero hubo pasado majestuoso por su lado —ojos anhelantes, brazos velludos y todo lo demás—, los dos magos se bebieron sus corazones de fuego, se miraron, enrojecieron al mismo tiempo, se pasaron el dedo por el cuello de la túnica, y volvieron a aclararse la garganta.
—Ah... —dijo Tabarast con voz cavernosa—, me parece que es hora de ver el fondo de más de un jarro... ¿no lo crees?
—Justo lo que pensaba —asintió Beldrune—. Tras un barrilito o dos de cerveza primero, la verdad...
Oculto en la oscuridad, detrás de una columna de La Copa de las Tinieblas, un elfo cuyo rostro parecía tallado en frío mármol contempló cómo la reina Dasumia de Galadorna remolcaba a sus dos trofeos fuera del tumulto. Cuando hubieron desaparecido tras una esquina, Ilbryn Starym volvió la cabeza para mirar con desdén a los dos ancianos hechiceros ruborizados, que no advirtieron su presencia. Luego se escabulló en dirección a la salida que sabía que la reina utilizaría, teniendo buen cuidado de permanecer a bastante distancia por detrás y bien oculto.
Rhoagalow le había llevado la noticia de otro asesinato y de un acuchillamiento cuya víctima tal vez sobreviviría, y, como recompensa, Elminster le había entregado un barrilito de Burdym Gran Reserva procedente de las bodegas reales, indicándole que se fuera a algún lugar seguro a bebérselo.
Ahora el mago de la corte de Galadorna se encaminaba con pasos cansinos en dirección a su cama, esperando con ansia poder disfrutar de unas cuantas horas seguidas de contemplación de la oscuridad y de auténtica meditación sobre cómo llevar a cabo el gobierno de un pequeño reino infestado de odios. Con un poco de suene tendría lugar otro intento de asesinato durante las primeras horas de la madrugada. Eso sí que resultaría divertido.
El estado de ánimo de Elminster no estaba para demasiadas bromas en aquellos momentos, pues además le dolía terriblemente la cabeza tras haberse pasado todo el día tratando con comerciantes de lengua viperina. Por si esto fuera poco, no parecía conseguir sacarse una idea de la cabeza; un rumor que corría por Nethrar cortesía de los dos magos chapuceros de la torre Moonshorn, que parecían haberlo seguido hasta allí, según el cual «Dasumia» era el nombre de la temida hechicera llamada Señora de las Sombras; ¿podrían acaso estar relacionadas ella y la reina?
Hmmm. El volvió a suspirar, por tal vez la milésima vez en aquel día, y por la fuerza de la costumbre echó una ojeada al pasillo lateral al que lo había conducido el corredor por el que andaba.
Entonces se detuvo en seco y le dedicó una larga y atenta mirada. Alguien que le era muy familiar cruzaba el pasillo más abajo, usando un corredor paralelo al suyo. Era la reina, vestida con sedas azules y cueros y cadenas como una bailarina de taberna, y conducía a dos jóvenes, guerreros a juzgar por sus atavíos, cuyas manos y labios se movían febrilmente por el cuerpo de la mujer mientras ésta los guiaba fuera de la vista, y en dirección a una parte de la Casa del Unicornio que Elminster aún no había visitado nunca. Un escalofriante temor se removió en su interior al reconocer en aquellos dos ardientes hombres a sus antiguas herramientas contra ella, Delver e Ingrath.
Su dolor de cabeza empezó a martillear mientras se recogía la túnica y echaba a correr, tan silenciosa pero velozmente como le era posible, pasillo abajo hacia el punto por el que había visto desaparecer a Dasumia. Era mejor no usar un hechizo de camuflaje, por si su señora ama había dejado tras de sí un detector de hechizos activo.
La reina no se esforzaba en ocultar su presencia. La risa aguda y tintineante que usaba como falsa adulación resonó con fuerza en el mismo instante en que El llegaba a la esquina y empezaba a avanzar de columna en columna.
A continuación se escuchó una bofetada, la voz de Delver explicando una ocurrencia cuyas frases el mago no pudo captar, y más risas. El abandonó el sigilo por la prisa al ver que el pasillo que habían utilizado finalizaba en una arcada. Llegó justo a tiempo de ver cómo el amoroso trío abandonaba el otro extremo de la vacía y resonante habitación a través de otra arcada.
Una habitación oscura y en desuso condujo a otra, mediante una sucesión de arcadas sin puerta, y El tuvo el cuidado de permanecer fuera de la vista de cualquiera de ellos que pudiera volver la cabeza, en tanto que permanecía totalmente inmóvil cada vez que los ruidos cesaban delante de él. Había conseguido mantenerse a una distancia de una sola estancia cuando alguna jugarreta de las fluctuantes corrientes de aire hizo que las voces de aquellos que seguía sonaran desconcertantemente fuertes.
—Por todos los dioses guerreros, ¿adónde nos llevas, mujer?
—Oh,
su majestad
, quería decir mi amigo... Esto se parece sospechosamente a un camino para descender a las mazmorras.
Dasumia volvió a reír, con un profundo y sincero placer esta vez.
—Mantén esa mano donde está, audaz guerrero... y no, no seáis corteses caballeros. No vamos ni a pasar cerca de las mazmorras. ¡Tenéis mi real promesa al respecto!
El se deslizó hasta la siguiente arcada como un gato al acecho y miró por el borde, a tiempo de escuchar el tamborileo de una cortina de cuentas, invisible tras la esquina, al abrirse. Una fuerte luz llameó al exterior desde el otro lado; El se arriesgó, cruzó a saltitos la estancia hasta aquella esquina, y volvió a arriesgarse: al otro lado del espacio abierto que había recorrido se veía otra cortina. Podía ocultarse tras ella y observar la zona iluminada, si atravesaba aquel espacio al descubierto en el momento preciso para no ser visto.
¿Ahora? Echó a correr como una exhalación, se detuvo, e intentó que su respiración volviera a ser inaudible, todo en cuestión de segundos; luego usó los siguientes segundos, y los que vinieron después, para contemplar con asombro el lugar al que la reina había conducido a sus presas.
La zona brillantemente iluminada situada detrás de las cortinas no era más que una antecámara; una arcada en la pared opuesta conducía a un lugar iluminado por un resplandor rojo de aspecto malévolo. Flanqueando la arcada había dos guardianes con armadura completa y los visores bajados, que empuñaban sables curvos; guerreros sin pies, cuyos tobillos se deslizaban a pocos centímetros del suelo de piedra sin tocarlo. Monstruosidades con yelmos, los llamaba la gente; armaduras animadas mediante la magia que podían asesinar con la misma pericia que soldados vivos.
El observó cómo avanzaban amenazadores, para detenerse a un gesto de la reina. Dasumia pasó entre ambos, arrastrando a sus guerreros vivos, y El se escabulló tras ellos con audacia, sin dejar de vigilar aquellos sables alzados. Antes de que llegara ante las monstruosidades con yelmo, éstas dieron media vuelta y, enfundando las armas sin hacer ruido, se alejaron flotando tras el trío. El cerró la marcha, avanzando con suma cautela ahora.
La habitación situada más allá era muy grande y oscura, pues su única iluminación provenía de un reluciente tapiz de color granate colocado en el otro extremo, un tapiz que exhibía un emblema negro más grande que muchas cabañas que había visto El: la Negra Mano de Bane.
El pasillo que recorría el centro del templo estaba bordeado de braseros, que se encendían espontáneamente a medida que la reina pasaba entre ellos. Era evidente que Delver e Ingrath empezaban a pensar mejor lo de su real noche de pasión; El los oyó tragar saliva con toda claridad al tiempo que aminoraban el paso y eran arrastrados por Dasumia.
Había bancos de iglesia a ambos lados del pasillo, algunos ocupados por esqueletos desplomados vestidos con túnicas, otros por cuerpos momificados o todavía en estado de putrefacción. Elminster se introdujo en una hilera vacía y se agachó hasta quedar a ras de suelo; sabía lo que iba a suceder.
—¡No! —chilló Ingrath de improviso, soltándose de las manos de la reina y girando en redondo para huir. Gimoteó desesperado un instante antes de que Delver se liberara de la cadena de monedas, iniciara su propia carrera... y lanzara un agudo grito.
Las dos monstruosidades con yelmo habían permanecido flotando tras ellos, las manos enguantadas extendidas y listas para cerrarse sobre sus gargantas; y aquellos dedos de acero los llamaban ahora, en tanto que los yelmos vacíos se inclinaban hacia ellos hasta casi tocarlos.
Entre gemidos de desesperación, los dos guardas se volvieron de nuevo hacia la reina. Dasumia estaba tumbada sobre el altar, incorporada sobre un codo y cubierta con bastante menos ropa de la que llevaba al entrar en el templo. Riendo, les hizo señas para que se acercaran.
Contra su voluntad, los dos guerreros se aproximaron tambaleantes.
¿Qué es lo mejor que un archimago puede hacer con sus hechizos? Usarlos para destruir a otro archimago, por supuesto... y a sí mismo en el proceso. Ya plantaremos alguna cosa útil entre las cenizas.
Rábanos, quizás.
Albryngundar de la Espada Cantarina
Consideraciones para un Faerun mejor,
publicado aproximadamente el Año del León
Tambores invisibles tronaron y retumbaron, iniciando un inexorable ritmo que estremeció el templo. El observó con suma atención cómo una enorme mano de Bane —algo mayor que un hombre y al parecer tallada en una especie de piedra negra— hacía su aparición por detrás del bloque del altar. Una aureola de finas lenguas de fuego jugueteaba entre sus dedos, y, cuando Dasumia descendió del altar con un ágil salto, Elminster distinguió dos largos látigos negros de metal recubierto de púas cruzados sobre el altar donde ella había estado tendida.
Los golpes de tambor aceleraron ligeramente su ritmo. Buscando un mejor punto de observación, El se subió la capucha de la túnica para ocultar el rostro y se alzó muy despacio hasta quedar sentado en el banco donde estaba, convertido así en otra figura caída en medio de los innumerables cadáveres. Sus descompuestos vecinos eran sin duda antiguas víctimas de rituales celebrados allí. Delver e Ingrath —y también cierto Elminster, posiblemente— podrían muy bien reunirse con ellos dentro de poco, si el mago de la corte de Galadorna no actuaba en el momento exacto y hacía justo lo que debía hacer a partir de ese momento.
Los dos guerreros se encontraban frente a Dasumia, y temblaban de miedo. Ella los tomó de las manos y les habló. El no captó sus palabras en medio del fragor de los tambores, pero era evidente que los tranquilizaba, y de vez en cuando los abrazaba y besaba, haciendo caso omiso —cosa que ellos no podían hacer— de los enormes monstruos acorazados que flotaban justo a sus espaldas.
La reina se volvió, tomó los látigos, y le entregó uno a cada hombre; luego se recostó de espaldas contra el altar y les gritó una orden al tiempo que alzaba las manos hacia el oscuro e invisible techo en un gesto de invocación.
Los dos guerreros hicieron chasquear los látigos en dirección a ella con gran reluctancia; sin fuerza, de modo que las tiras recubiertas de púas se limitaron a rozarla y rebotar al suelo, inofensivas. Elminster sí oyó esta vez la furiosa orden de la reina.