La Tentación de Elminster (35 page)

—Te doy las gracias —repitió—. El agua era exactamente tal y como dijiste que sería. Has de saber que soy Umbregard, antiguo súbdito de Galadorna, y que no he dejado de huir desde que aquel reino desapareció. Puedo hacer magia, si bien no puedo presumir de un gran poder, y he rezado a menudo a Mystra, la diosa de la magia que los humanos veneramos, durante mis viajes.

—¿Y qué le has pedido en tus plegarias? —inquirió la voz elfa en un tono de afable interés, desde algún punto muy cercano. De nuevo Umbregard sofocó el impulso de volverse y mirar de dónde salía.

—Guía sobre las cosas buenas y apropiadas en que se puede usar la magia, como el modo en que puede forjarse una vida alguien que no está interesado en usar conjuros como armas para amenazar o hundir en otros —respondió—. Antes de su caída, Galadorna se había convertido en un nido de víboras que se dedicaban a lanzarse conjuros, intentando abatir al contrario sin importar qué ruina o destrucción provocaban al hacerlo. Yo no pienso ser así.

—Bien dicho —coincidió el elfo, y Umbregard oyó cómo hundían y volvían a sacar la copa del estanque—. Sin embargo, es una caminata larga y pesada a través de este bosque sombrío para alguien de tu raza. ¿Qué te trajo aquí?

—Mystra me mostró el camino, y este bosquecillo de foscos —respondió él—. No sabía a quién encontraría aquí, pero sospechaba que sería un elfo que antes había vivido en Myth Drannor... pues alguien así sabría lo que es elegir un camino después de la desaparición de su hogar y de todo lo que le era más querido.

Percibió claramente un espasmo de dolor en la voz elfa cuando ésta contestó:

—Desde luego posees el don de hablar sin ambages, Umbregard.

—No es mi intención ofender —manifestó el mago humano, volviéndose con rapidez y tendiendo su mano.

Un elfo de la luna con una camisa azul oscuro abierta por delante y ceñidos pantalones de cuero acompañados de botas altas estaba sentado más o menos a un palmo de distancia, con la copa alzada en la mano. Parecía desarmado, aunque dos objetos pequeños —gemas negras en forma de lágrima que centelleaban como dos estrellas oscuras— flotaban en el aire por encima de su hombro izquierdo.

—Lo sé —dijo, y sonrió ante la expresión maravillada de Umbregard—. También yo soy conocido entre los míos por mi extraordinaria franqueza. En tu lengua, mi nombre es Quiebraestrella; una estrella cayó del cielo en el momento de mi nacimiento, aunque dudo que lo que fuera que anunciara tuviera algo que ver conmigo.

El mago humano lanzó una exclamación ahogada.

—Ése es uno de... —comenzó a decir, para luego interrumpirse.

—¿Sí? —inquirió el elfo, enarcando las cejas—. ¿O se te ha escapado un secreto que ahora debes intentar guardar?

—Ah, no... no. —Umbregard se sonrojó—. Es uno de los dichos de los sacerdotes de Mystra: «Busca a aquel por quien caen las estrellas, pues ése dice la verdad».

—¡Cielo santo! Parece que mi papel en el mundo ha sido ya dispuesto —observó el elfo con una sonrisa; apuró a continuación la copa y la depositó sobre la piedra con el mismo cuidado con que lo había hecho Umbregard. El recipiente desapareció al instante en medio de un silencio total.

—¿Qué verdades has venido a escuchar? —quiso saber el elfo, y en ese momento Umbregard comprendió que el tono jocoso en la voz de un elfo no es siempre señal de mofa.

Vaciló unos instantes, antes de manifestar:

—Algunas gentes de Galadorna decían que Elminster, que fue nuestro último mago de la corte, también había vivido en Myth Drannor hace mucho tiempo, y había realizado magia siniestra allí. Ya sé que es sobre un humano que pregunto, y que me tomo demasiadas libertades... ¿por qué deberías darme a conocer secretos?... pero debo saberlo. Si los humanos pueden vivir muchos años como sucede con los elfos, ¿cómo es ello y por qué? ¿En qué tareas deben emplear todo este tiempo?

—Empieza el flujo de preguntas —bromeó Quiebraestrella, alzando una mano—. Quédate ahí por ahora, no sea que el recuerdo de las respuestas que te dé se pierda en el torrente de tu siguiente pregunta, y la que venga a continuación, y así sucesivamente. —Sonrió y se recostó en la raíz de un árbol.

»En cuanto a la primera, sí, el mismo hombre llamado Elminster residió en Myth Drannor desde poco algo antes de la colocación del Mythal hasta algún tiempo después, y allí aprendió y realizó mucha magia. Aquellos que odiaban la idea de que un humano penetrara entre nosotros los elfos... pues fue el primero, o de los primeros... y muchas gentes que acudieron a Myth Drannor una vez que ésta quedó abierta a todo el mundo, y que envidiaban su poder, podrían haber calificado sus conjuros de «siniestros», pero lo cierto es que yo no puedo considerarlos así, ni tampoco sus motivos para realizar este o aquel encantamiento.

Umbregard abrió la boca para hablar, pero Quiebraestrella lanzó una risita y alzó veloz una mano para acallarlo.

—Aún no, por favor; no hay que forzar las verdades desnudas e importantes.

El mago enrojeció; luego sonrió y se acomodó, indicando con un gesto al elfo que siguiera.

En los ojos de Quiebraestrella había un brillo cuando volvió a hablar.

—Los humanos que dominan suficiente magia o, más bien, que creen que ya han llegado a dominar magia suficiente prueban muchos modos de sobrevivir a su acostumbrada esperanza de vida. La mayoría de éstos, ya sean lichdoms o elixires, son imperfectos porque distorsionan la naturaleza esencial de quienes los utilizan. Durante el proceso se convierten en seres nuevos; si bien muchos, yo entre ellos, los considerarían seres «inferiores». Si me preguntas cómo podrían vivir más tiempo, te diría que el único modo honrado de hacerlo... aunque te cambiaría seguramente igual que los otros modos... es el que ha seguido Elminster o le han hecho seguir. No sé si él lo buscó ardientemente y se esforzó por conseguirlo, o lo forzaron o empujaron a ello. Sirve a Mystra como siervo especial, y cumple sus órdenes a cambio de la longevidad, una posición especial, y, por si eso fuera poco, poderes. Creo que lo llaman un «Elegido» de la diosa.

—¿Cómo fue elegido para ese servicio? —inquirió Umbregard despacio—. ¿Lo sabes?

—No lo sé —respondió el elfo—, pero sí sé cómo ha continuado en él durante lo que para los humanos es muchísimo tiempo: por amor.

—¿Amor? ¿Mystra lo ama?

—Y él la ama a ella. —En el desconcertado rostro del mago humano se pintó claramente la incredulidad, o más bien el escepticismo, por lo que Quiebraestrella añadió con dulzura—: Sí, más allá del afecto y la amistad y los incontenibles deseos de la carne, es amor sincero, profundo y duradero. Cuesta creerlo hasta que se ha sentido de verdad, Umbregard, pero escúchame: existe un poder en el amor mayor que la mayoría de las cosas que pueden afectar a los humanos... o elfos u orcos, bien mirado. Un poder para el bien y para el mal. Al igual que todas las cosas con tanto poder, el amor es muy peligroso.

—¿Peligroso?

—El amor es una llama que enciende las cosas —respondió el elfo con una débil sonrisa—. Resulta más peligroso para los magos de lo que puede resultar cualquier hechizo mal conjurado.

Se inclinó al frente para posar una mano sobre el brazo de Umbregard, y le dijo casi con ferocidad, mientras sus miradas se encontraban:

—Un conjuro que sale mal puede simplemente matar al mago; el amor puede rehacerlo y empujarlo a rehacer el mundo. El gran amor de nuestro Ungido lo empujó a buscar un nuevo camino para Cormanthor que lo rehízo... y, como dirían la mayoría de los míos, acabó por destruirlo. Yo era todavía joven una noche calurosa, y había ido a nadar para divertirme, sin magia propia que pudiera advertirse, algo que sin duda me salvó la vida entonces, cuando la gran señora de los Starym, Ildilyntra, que había amado al Ungido y había sido amada por él, se mató a sí misma para intentar provocar también la muerte de él, arrastrada por su amor por nuestra tierra, igual que le sucedía a él... y ambos se volvieron insensibles en sus esfuerzos merced a su amor mutuo, negado pero no obstante floreciente.

El elfo de la luna suspiró y meneó la cabeza.

—No puedes imaginar la tristeza que me embarga cuando vuelvo a oírlos en mi mente, discutiendo... Y tú eres el primer humano después de Elminster en conocer lo que sucedió esa noche. Tenlo muy presente, Umbregard: hablar de este secreto a otros de mi raza puede significar tu muerte inmediata.

—Lo tendré en cuenta —musitó el mago—. Sigue.

—No hay mucho más que contar —prosiguió el otro con una sonrisa irónica—. Mystra escogió a este Elminster para que le sirviera, y él ha cumplido bien, allí donde otros no lo han hecho. Los dioses nos hacen a todos distintos, y somos más los que fracasamos que los que triunfamos. Elminster ha fracasado a menudo, pero no así su amor, y se ha mantenido firme en su tarea. Valentía, creo que lo llaman vuestros bardos.

—¿Valentía? ¿Cómo puede temer nada alguien que lleva armadura y tiene la ayuda de un dios? Sin temor contra el que combatir y al que reconquistar una y otra vez, ¿dónde está la valentía? —quiso saber Umbregard, al que la excitación volvía osado.

Algo similar al afecto bailó en los ojos de Quiebraestrella cuando contestó:

—Existen muchos dioses; el favor divino destina a un mortal a correr más peligros que sus compañeros «más corrientes», y en contadas ocasiones puede considerarse una defensa segura contra los peligros de este mundo o de cualquier otro. Únicamente los estúpidos confían tanto en los dioses como para dejar por completo de lado el temor, y descartar o no querer ver los peligros. A menudo he contemplado la valentía entre los de tu raza; parece ser algo para lo que los humanos tienen talento, aunque con mayor frecuencia aun veo en ellos temeridad o una necia despreocupación por el peligro que otros con peor juicio podrían denominar valentía.

—Entonces, ¿qué es la valentía? —inquirió Umbregard—. ¿Permanecer en el sendero peligroso?

—Sí. Mantenerse en el puesto o la tarea, con la misma diligencia de siempre, sabiendo que en cualquier momento la espada que pende sobre la propia cabeza puede caer, o ver cómo el fin se aproxima raudo y no abandonarlo todo para huir.

—Por favor, comprende que no es mi intención ofender, pero debo saberlo: si eso es la valentía —susurró Umbregard, el miedo pintado en los ojos ante su propia osadía—, ¿cómo es que Myth Drannor, Cormanthor, cayó, y tú sigues vivo?

La sonrisa que Quiebraestrella le ofreció como respuesta estaba llena de tristeza.

—Una raza y un reino necesitan idiotas obedientes que sobrevivan, tanto como necesitan héroes valientes y, muy pronto, difuntos. —Se puso en pie e hizo un movimiento con la mano que podría haber sido un adiós—. Ya puedes imaginar cuál de ellos soy. Si alguna vez te encuentras con este Elminster tuyo cara a cara, pregúntale cuál de los dos es él... y tráeme la respuesta. Tengo que saberlo todo: es mi defecto. —Como una elástica pantera, abandonó en silencio la hondonada para penetrar en el bosque de foscos.

—¡Espera! —protestó el mago humano, incorporándose y trepando a trompicones por entre los árboles para seguir al elfo—. Tengo tantas cosas que preguntar... ¿Tienes que marcharte?

—Sólo para preparar un lugar donde un humano pueda roncar y una comida para ambos —respondió él—. Puedes quedarte y hacer todas las preguntas que se te ocurran durante todo el tiempo que desees quedarte aquí. Me quedan pocos amigos entre los vivos y a este lado de los Mares Hendidos.

Umbregard descubrió que temblaba.

—Me sentiría muy honrado de ser considerado tu amigo —dijo con precaución y se sintió sobrecogido—, pero debo preguntarte esto: ¿cómo puedes confiar tanto en mí? No hemos conversado más que el equivalente de unos instantes de tu tiempo, nada más; ¿cómo puedes evaluarme? Podría ser un asesino de elfos, un cazador de tesoros elfos, un destructor de todo lo elfo. Te doy mi palabra de que no soy tal cosa... pero me temo que las promesas hechas por los humanos a los elfos han resultado vacías demasiado a menudo.

—Este bosquecillo está consagrado a dos dioses de mi raza: Sehanine y Rillifane —contestó Quiebraestrella con una sonrisa—. Ellos te han juzgado. Contempla.

Los ojos del hechicero siguieron la dirección que indicaba la mano del elfo hasta el árbol caído cubierto de musgo y el bastón de madera allí apoyado. Umbregard conocía su familiar y desgastada superficie tan bien como su propia mano; aquel bastón lo había acompañado durante miles de kilómetros en su deambular por todo Faerun. Era viejo y estaba endurecido al fuego, y tenía los extremos recubiertos de cobre para impedir que se resquebrajaran. Sin embargo, a pesar de todo ello, mientras él había estado sentado charlando en la hondonada, al bastón le habían brotado abundantes retoños verdes a todo lo largo... y cada brote terminaba en una pequeña y hermosa flor blanca que refulgía en la penumbra.

En la gélida oscuridad, una mujer espectral acalló sus carcajadas y dejó caer las manos. Los ecos de su fría hilaridad rodaron por la caverna durante un tiempo, mientras ella paseaba la mirada por su oscura inmensidad como si la viera por primera vez.

Sus ojos eran dos llamas relucientes cuando por fin se movió, avanzando con felina y segura elegancia hasta una runa concreta. Tocó el símbolo con fiereza con un pie y contempló cómo se llenaba con un brillante resplandor blanco azulado; luego se irguió con los brazos cruzados y observó las volutas de humo que se elevaban desde el resplandor para formar una nube del tamaño de un hombre, una nube que de improviso adquirió la forma de otra cosa. Una imagen flotante sin piernas de un hombre de aspecto juvenil, suspendido sobre la runa que le había dado vida, contempló con expresión anhelante el trono vacío.

Cuando la imagen empezó a hablar, la espectral mujer rodeó las runas hasta llegar al trono y apoyó un brazo en aquel sillón.

El hombre llevaba ropajes de brillante color carmesí ribeteados en negro, y en sus dedos centelleaban anillos de oro cuyo brillo rivalizaba con el dorado llamear de sus ojos. Llevaba los cabellos castaños despeinados y lucía una barba incipiente, y su voz se elevó claramente con vehemente seguridad.

—Soy Karsus, tal y como tú eres Karsus. Si contemplas esto, significa que el desastre ha caído sobre mí, el primer Karsus... y tú, el segundo, debes continuar hasta alcanzar la gloria.

La imagen dio la impresión de avanzar pero en realidad permaneció sobre la runa. Agitó una mano con impaciencia y prosiguió:

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