La Tentación de Elminster (38 page)

publicado aproximadamente el Año del Lucero del Alba

Las tinieblas nunca abandonaban a Ilbryn Starym, y nunca lo harían, no desde el día en que el último pabellón de caza de los Starym había quedado destrozado por el fuego y la magia, tras la destrucción de las soberbias mansiones de Myth Drannor, y los Starym habían sido aniquilados para siempre.

Si alguno de sus parientes seguía vivo, él jamás había encontrado el menor rastro de él. En el pasado arrogantes y poderosos, la familia que había conducido y definido

Cormanthor durante una era se veía ahora reducida a un primo joven y tullido. Si el Seldarine sonreía, con su magia podría engendrar criaturas que perpetuaran el nombre de la familia... pero sólo si el Seldarine sonreía.

Una vez más, había sido aquel ser maldito, aquel humano sonriente llamado Elminster, cuyos hechizos habían salpicado todo el templo mientras luchaba contra la reina de Galadorna. Ilbryn había revivido un millar de veces aquellos instantes terribles en que rodaba por el templo, destrozado y envuelto en llamas. Llevar a cabo los conjuros que le retornarían la pierna y devolverían a su piel la tersura que había tenido arruinaría hechizos que nunca había llegado a dominar; hechizos que tanto le habían costado, para mantener en funcionamiento sus destrozadas entrañas. Años de agonía —si llegaba a vivir tanto— era lo que le aguardaba. Agonía en el cuerpo para igualar la agonía de su corazón.

—Muchas gracias, humano —gruñó al vacío.

El caballo le propinó una violenta sacudida, que provocó una ráfaga de dolor por todo su deforme costado, al atravesar un desgastado y accidentado puente. Al frente alcanzó a distinguir un letrero. Al sexto día de haber salido de Westgate, y de viajar solo por una carretera pedregosa, aquello resultaba una visión reconfortante, pues como mínimo le indicaba que se acercaba a algún lugar... aunque no supiera exactamente dónde se hallara éste.

—Piedras Onduladas —leyó en voz alta—. Otro prominente baluarte de la cultura humana. Qué inspirador.

Se envolvió en su amargo sarcasmo como si se tratara de una negra capa e instó a su caballo a iniciar el trote, bien erguido sobre la silla para resultar imponente cuando los ojos humanos empezaran a posar sus sorprendidas miradas en su persona: un elfo a caballo y solo, vestido de negro de pies a cabeza, que lucía las espadas y dagas de un aventurero, y, en las ocasiones en que dejaba que el hechizo desapareciera, con un lado del rostro convertido en una retorcida masa moteada de carne quemada.

El armamento no era más que para impresionar a los demás, para que sus hechizos sorprendieran aun más. Ilbryn posó una mano sobre una suave empuñadura de espada y la acarició, manteniendo el rostro duro y sombrío, cuando la carretera rodeó un espeso bosquecillo y Piedras Ondulantes apareció ante él.

No cesaba de vagar, siempre en busca de Elminster. Cazar y matar a Elminster Aumar era el apasionado objetivo que gobernaba su vida; aunque jamás habría una Casa Starym a la que regresar con la triunfal noticia de que había vengado a la familia a no ser que el propio Ilbryn la reconstruyera. Ahora casi le pisaba los talones al humano; lo percibía.

Se quitó de la mente las innumerables ocasiones en que ya había estado así de cerca y al final del día había cerrado los dedos en el vacío.

Vaya, una taberna; la Hermosa Doncella de Piedras Ondulantes. Probablemente la única taberna en aquella polvorienta población agrícola. Ilbryn detuvo el caballo, arrojó las riendas sobre su cabeza para llevar a cabo el conjuro que lo mantendría inmóvil como una estatua hasta que él pronunciara la palabra apropiada, e inició la amarga empresa de desmontar sin caer de bruces.

De todos modos, su pierna artificial tintineó como una carretada de espadas rebotantes cuando aterrizó, y se aferró a una de las correas de la silla durante largos segundos antes de poder eliminar el dolor de su rostro y erguirse.

Los dos ancianos del banco siguieron sentados tan tranquilos y lo contemplaron con calma, como si los viajeros desconocidos llegaran cada día a la Hermosa Doncella. Ilbryn les habló con amabilidad, pero sujetó las empuñaduras de una espada y de un puñal a modo de silenciosa promesa de futuros disgustos... si ellos querían camorra.

—Que este día os traiga buena fortuna —saludó ceremonioso—. Espero que podáis ayudarme. Busco a un amigo mío, para entregarle un mensaje urgente. ¡Tengo que atraparlo! ¿Habéis visto a un hechicero humano que tiene por nombre Elminster? Es alto y delgado, con cabello oscuro y nariz aguileña... y penetra en todas las tumbas de hechiceros por las que pasa.

Los dos ancianos del banco lo contemplaron con fijeza, el entrecejo fruncido, pero no dijeron una palabra. Un tercer hombre, de pie en la puerta de la taberna, dedicó a los dos ancianos sentados una mirada aun más peculiar que la que había dedicado a Ilbryn y dijo al elfo:

—¡Oh, él! Claro, ya lo creo que entró en Piedraquemada, y no tardó en salir, también. Se dirigió al este, por el Paraje Muerto.

—¿El Paraje Muerto?

—Claro; aquellos que entran nunca salen. No hay ni una sola ardilla o roedor entre el arroyo de Oggle y la colina Rairdrun, justo a este lado de Manto de Estrellas. Ahora usamos un bote para ir allí, si es que tenemos que hacerlo. Nadie toma la carretera, ni cruza los bosques, tampoco. Hará unos diez días o algo más, una estrafalaria banda de aventureros, y no la primera, tampoco, contratada por el gran duque en persona entró... y no volvieron a salir. Ni lo harán, o no me llamo Jalobal, que es, ejem, mi nombre. Podéis tenerlo por seguro: no los volveremos a ver, no. He oído que hay otro grupo de locos aún, que acaba de salir de Manto de Estrellas.

El elfo ya había dado media vuelta e iniciado su ardua pelea para volver a montar. Con un gruñido y un tirón que le arrancó un rugido de dolor por entre los apretados clientes, volvió a ocupar su asiento en la silla de alto respaldo y tomó las riendas para dirigirse hacia el este.

—¡Eh! —gritó Jalobal—. ¿No os vais a quedar?

—Jamás lo atraparé si me detengo y descanso en todos aquellos lugares de los que acaba de marcharse —respondió Ilbryn torciendo los labios en una sombría sonrisa.

—Pero en aquella dirección está el Paraje Muerto, tal y como os dije.

Con dos veloces tirones, el elfo soltó los dos pasadores de plata de su cadera que Baerdagh había creído de adorno y abrió lateralmente sus calzas. En el interior no había piel suave, sino una estriada masa de cicatrices que parecían la corteza de un árbol vetusto, de un amarillo enfermizo allí donde aún no se habían tornado grises. La retorcida marca de la quemadura se extendía desde la rodilla al sobaco... y por encima de la rodilla estaban los puntales y ataduras que sujetaban una pierna de metal y madera con la que el elfo no había nacido.

—Probablemente me sentiré a gusto allí —explicó el elfo a los tres hombres boquiabiertos—. Como podéis ver, yo ya estoy medio muerto. —Sin otra palabra o mirada hacia ellos, volvió a cerrar los pasadores y espoleó su montura.

En un silencio estupefacto, los tres hombres contemplaron la nube de polvo que se levantaba, y cómo la bamboleante figura del elfo sobre su montura se reducía hasta perderse de vista por la carretera cubierta de maleza que conducía al arroyo de Oggle.

—¿Lo visteis? ¿Lo visteis? —preguntó Jalobal, excitado, a los dos silenciosos ocupantes del banco. Ellos lo contemplaron inexpresivos, y él los miró con asombro antes de regresar apresuradamente al interior de la taberna para hacer correr la voz sobre su osado enfrentamiento con el chamuscado jinete elfo.

Baerdagh volvió la cabeza para mirar a Caladaster.

—¿Dijo «alcanzarlo» o «atraparle»?

—Dijo «atrapar» —respondió su compañero, categórico—. Me fijé en eso precisamente.

—No quisiera estar en las botas de un mago —Baerdagh sacudió la cabeza—, ni por todo su poder. Todos ellos están locos. ¿Lo has observado?

—Sí, ya lo creo —respondió Caladaster, con voz profunda y taciturna—. Pero pasa, no obstante, si uno para lo bastante pronto. —Y, como si aquello hubiera sido una despedida, se levantó del banco y se alejó con pasos rápidos hacia su cabaña.

Algo centelleó mientras andaba, y en la mano del anciano apareció de repente un recio bastón tachonado de gemas que su compañero no había visto jamás.

Baerdagh cerró la atónita boca y se frotó los ojos con fuerza para asegurarse de haber visto bien. Sí, ahí estaba, no había duda. Contempló con asombro la espalda de Caladaster mientras su viejo camarada descendía por el sendero hacia su casa, pero su amigo no volvió la cabeza una sola vez.

No obstante el cielo gris y las frías brisas del exterior, más de un estudiante había vuelto la mirada hacia las ventanas durante las lecciones de este día. Tantos, en realidad, que hubo un momento en que Tabarast se vio inducido a comentar con severidad:

—Dudo mucho que el gran Elminster vaya a posarse como una paloma en el alféizar de nuestra ventana sólo para escuchar lo que para él son los rudimentos de la magia. A aquellos de vosotros que deseéis entender una décima parte de su grandeza se os advierte que miréis al frente y prestéis atención a nuestras enseñanzas, ciertamente menos excitantes. Todos los magos, incluso el divino Azuth, el Señor de los Conjuros, que aventaja a Elminster del mismo modo que él os aventaja a vosotros, empezaron de este modo; aprendiendo la ciencia de la magia en forma de palabras surgidas de los labios de hechiceros más sabios y ancianos.

Las miradas hacia atrás disminuyeron notablemente tras eso, pero Beldrune seguía suspirando exasperado cuando Tabarast alzó las manos y les espetó:

—Puesto que la capacidad para dirigir nuestra concentración, esa piedra angular del arte de la magia, parece eludir por completo a la mayoría de los presentes, daremos por finalizada la clase en este punto, y empezaremos, con renovada perspicacia e interés, confío, mañana. Podéis marcharos; marchaos a casa, sin realizar travesuras mágicas esta vez, maese Maglast.

—Sí, señor —respondió un apuesto joven en tono más bien hosco, por entre el tumulto general de sillas que arañaban el suelo, capas ondulantes, y cuerpos que se apresuraban hacia la salida.

Farfullando enojado, Tabarast se volvió hacia el hogar, para rastrillar los carbones de modo que los rescoldos se reavivasen y colocar un nuevo tronco en la hoguera. Beldrune echó una ojeada al humo que se pegaba y arrollaba bajo las vigas del techo: cuando las ascuas se animasen, aquella chimenea sacaría provecho de uno o dos hechizos que la limpiarían con una explosión que al mismo tiempo ampliaría su tiro un poco más; luego juntó las manos a su espalda y observó cómo la clase abandonaba la habitación, sólo para asegurarse de que ninguna daga de demostración o notas sobre hechizos iban a parar accidentalmente a las mangas, papeles, botas o pecheras de los atuendos de los estudiantes. Como de costumbre, Maglast fue uno de los últimos en salir. Beldrune sostuvo su mirada con una sonrisa firme y sagaz que envió al ruborizado joven hacia la puerta a toda velocidad, y sólo entonces se dio cuenta de que un hombre que había permanecido sentado en silencio al fondo de la clase con el aire de alguien cuyos pensamientos están en otra parte —a pesar de la moneda de oro que había pagado para estar allí— se acercaba despacio. Sin duda era la primera vez que acudía, y tal vez tenía alguna pregunta que hacer.

—¿Sí? —inquirió Beldrune con educación—. ¿Cómo os podemos ayudar, señor?

El hombre lucía unos descuidados cabellos color castaño claro y ojos de un marrón descolorido en un rostro fácilmente olvidable. Sus ropas eran las de un comerciante sin un céntimo: túnica sucia y una sobretúnica de bolsillos abultados sobre unas calzas remendadas y muy desgastadas y botas buenas pero muy rozadas.

—Debo encontrar a un hombre —anunció en voz muy baja, pasando con calma ante Beldrune para ir hasta donde Tabarast se encontraba inclinado sobre el hogar—, y estoy dispuesto a pagar bien para ser guiado hasta él.

Beldrune se quedó mirando la espalda del desconocido unos instantes.

—Creo que malinterpretáis nuestro talento, señor. Nosotros no... —Su voz se apagó al ver lo que el otro dibujaba sobre las cenizas de la chimenea.

El hombre de aspecto anodino había tomado un palito de encender el fuego de un recipiente situado junto a la lumbre y dibujaba un arpa entre los cuernos de una luna creciente, rodeada de cuatro estrellas.

El desconocido giró la cabeza para asegurarse de que los dos hombres habían visto su dibujo, y luego revolvió las cenizas a toda prisa hasta borrar por completo el bosquejo.

Beldrune y Tabarast intercambiaron nerviosas miradas. Tabarast se inclinó al frente hasta que su frente casi tocó la de Beldrune y murmuró:

—Un Arpista. Elminster estuvo involucrado en su fundación, ya sabes.

—Claro que lo sé, idiota... Soy yo el que mantiene las orejas bien abiertas para averiguar cosas, ¿lo recuerdas? —respondió el otro mago algo, malhumorado, y se volvió al Arpista—. ¿Y a quién queréis que encontremos para vos?

—A un hechicero de nombre Elminster. Sí, nuestro fundador; ese Elminster.

Si alguno de los alumnos hubiera regresado para espiar en dirección a la chimenea con la misma atención que habían prestado a las ventanas, habrían visto sus dos ancianos y severos tutores chillando como niños excitados, saltando y rebullendo ante el fuego mientras daban ansiosas palmadas, para a continuación farfullar aceptaciones sin la menor referencia a honorarios o pagos al comerciante de aspecto desharrapado, que devolvía con calma el bastoncito al lugar donde lo había encontrado en medio del alegre alboroto.

Beldrune y Tabarast chocaron entre sí en sus ansiosas carreras hacia las alacenas, rieron y se apartaron el uno al otro con igual entusiasmo, para luego correr de un lado a otro agarrando todo lo que, a su juicio, podía resultar remotamente útil para ir a la caza de Elminster.

El desaliñado Arpista se recostó en una pared con una sonrisa asomando a su rostro mientras el montón de «cosas esenciales» se elevaba rápidamente hacia las vigas del techo.

—¿Qué sucedió, Bresmer? —La voz del gran duque no denotaba demasiada esperanza o impaciencia; no esperaba buenas noticias.

Su senescal no se las dio.

—Desaparecidos, señor, por lo que sabemos. Los pescadores vieron un caballo muerto que flotaba en el agua. Se llevaron a Ghaerlin a verlo; fue domador de caballos antes de entrar a vuestro servicio, señor. Dijo que tenía los ojos desorbitados y los cascos y las patas ensangrentadas; cree que el animal galopó hasta despeñarse por el acantilado, sin jinete, huyendo aterrorizado. El guarda del bote informó que la compañía del Estandarte no encendió la señal ni alzó su estandarte... Creo que están todos muertos, señor.

Other books

Enemies and Playmates by Darcia Helle
Solemn Vows by Don Gutteridge
Leaving Berlin by Joseph Kanon
His Seduction Game Plan by Katherine Garbera
Taste of Desire by Lavinia Kent
The Soldier by Grace Burrowes