Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
La descarga cayó de lleno sobre el enorme cornugón cubierto de escamas y lo hizo desplomarse, entre aullidos, justo en el centro de la trampa en forma de foso de estacas que había estado custodiando. Empalada, la criatura rugió con mayor desesperación aun, su voz aguda y sonora, hasta que un Klargathan cubierto de sangre saltó sobre ella, y le hundió la daga de plata en los diabólicos ojos. De las ciegas órbitas empezaron a brotar columnas de humo mientras el mago gateaba lejos de la maraña de alas de murciélago, largas zarpas y cola afilada que se retorcían y estremecían en el foso, y tiraba del gimoteante Ardelnar para ponerlo en pie.
—Será mejor que corramos junto al sendero, no por él —jadeó Klargathan—. Supongo que no habrás traído ningún brebaje curativo contigo, ¿verdad? Te haría falta uno en estos momentos.
—Muchas gracias por confirmar mi maltrecho estado —gruñó el clérigo—. Me temo que no era yo quien transportaba las pociones, pero si me defiendes unos instantes...
La vara del mago se convirtió otra vez en un bastón, y el hombre montó guardia, contemplando cómo sus postreros rayos chasqueaban de un lado a otro del camino, ahora vacío, en tanto que Ardelnar se curaba.
Cuando reanudaron el camino con paso tambaleante, el clérigo se sentía débil y mareado. Ante ellos se alzaba una empinada colina, que los obligaba a rodearla o a intentar trepar por sus laderas cubiertas de árboles y de algún modo mantenerse por delante de los enemigos que podían volar. Como era de esperar, Klargathan decidió rodear la colina, jadeando entrecortadamente ahora. Ardelnar lo siguió, preguntándose durante cuánto tiempo conseguirían dejar atrás a la mitad de los ocupantes de los Planos Inferiores que habían decidido ir de vacaciones a aquel lugar.
Salieron a un claro abierto por el desplome de un árbol de sombra, y Ardelanar encontró su respuesta. Por desgracia era una muy definitiva.
Klargathan sucumbió bajo las zarpas de media docena de cornugones que saltaron sobre él. El mago arrojó un puñado de gemas con su último aliento y expiró en medio de la violenta granizada de rayos que siguió, y que provocó que sus asesinos salieran rodando en todas las direcciones. El clérigo lo vio, y consiguió lanzar un último grito de alborozo. Mientras las zarpas de aquellas criaturas monstruosas se hundían en su pecho y su propia sangre caliente le inundaba los pulmones hasta asfixiarlo, Ardelnar se alegró por un breve instante de haberse podido curar la anterior herida antes del combate final. Parecía en cierto modo... más pulcro.
Su última plegaria a Mystra había recibido como respuesta un silencio tan ensordecedor como todos los anteriores. Había transcurrido un año desde que había despertado en una tumba repleta de ojos malévolos, y seguía sin recibir un mensaje de la diosa a la que Elminster tanto amaba. Había llorado, de rodillas, antes de envolverse con gesto cansino en la capa y buscar solitario reposo en el exterior bajo un cielo de tumultuosas nubes hechas jirones, en una colina desierta de los agrestes páramos. Dormitaba cuando le llegó la señal. Sin quererlo, una escena había hecho acto de presencia en su mente soñolienta, una en la que estaba de pie en la cima de una colina que conocía... y que no conocía.
Se trataba del cerro de Halidae, una elevación cubierta de árboles al sur y algo al este de Myth Drannor en la que había estado en una o dos ocasiones, por lo general con una risueña jovencita elfa colgada del brazo y una cálida noche estrellada por delante. En la escena que había visualizado no había doncellas elfas, y, además, algo había derribado más de un árbol en el cerro y encendido hogueras aquí y allá, de modo que ya no era ni sombra del lugar que él había conocido.
Sabía que viajaría allí sin dilación en cuanto amaneciera, porque tenía que averiguar qué era lo que Mystra deseaba que hiciera... y esto al menos era algo. Por milésima vez El lamentó el silencio de la diosa y se preguntó qué había hecho para merecerlo. Sin duda no sería por haber quedado atrapado en una trampa durante unas cuantas generaciones al seguir su mandato de seguir buscando más magia, en lugares antiguos y ocultos.
No obstante conservaba sus poderes, algunos incluso más vigorosos que antes, por lo que debía existir una Mystra con sus poderes intactos y el gobierno de la magia todavía en sus manos. ¿Por qué, pues, se mantenía en silencio y le ocultaba su rostro?
¿Y quién era él para decirle a ella lo que podía o no podía hacer?
Un hombre que desafiaba a los dioses como hacían otros hombres... y con el mismo éxito. Él se durmió pensando en estrellas, que se movían por el firmamento como parte de una gigantesca partida de ajedrez en la que tomaban parte los dioses. Lo último que recordaba era la repentina visión de la trémula estela de una estrella fugaz —probablemente una estrella real, no parte de un sueño— que se extinguía por el este.
El cerro de Halidae estaba tan destrozado como le había mostrado la visión, así que se transportó junto a un fosco que no parecía haber cambiado un ápice en el tiempo transcurrido entre sus recuerdos y la visión. Soplaba una suave brisa, y él se encontraba solo en la cima. Elminster apenas había echado una ojeada a la asolada ladera y empezado a volver la mirada hacia Myth Drannor, sabiendo ya la desolación que contemplaría, cuando la brisa llevó unos gritos a sus oídos. Gritos de lucha.
Corrió hasta el borde de la elevación, desde donde en tiempos más felices se podía contemplar la ciudad. Allí abajo, figuras diminutas saltaban y morían en el cada vez menos denso bosque. Humanos y... demonios, monstruos de los Planos Inferiores, corrían por todas partes. Los humanos huían, y diablesas aladas se abatían sobre sus víctimas por todas partes. De improviso, una serie de rayos salieron disparados desde un pequeño grupo de seres, y dibujaron una devastadora estrella de muerte que hizo tambalearse y aullar a varios demonios. Otros demonios se dedicaban a asesinar humanos allí abajo, y con sus propios ojos pudo ver cómo a uno le arrancaban las entrañas.
Por si acaso alguno de los humanos que huían conseguía escapar, se había abierto una puerta en el aire —un portal mágico— a los pies del cerro, y de ella brotaba una constante avalancha de demonios.
El contempló el portal con expresión sombría, y alzó las manos.
—Portales... —dijo al aire en voz baja—. Puedo encargarme de ellos. —Conjuró una magia que la propia Mystra le había concedido y la proyectó sobre la abertura que seguía vomitando hordas de demonios.
Inundó el portal con un amenazador chisporroteo de energía mágica, y se escucharon rugidos y gritos de los monstruos que salían por él. Sin embargo, cuando las llamas devoradoras del hechizo se desvanecieron, al cabo de un buen rato, el portal seguía inmutable.
Elminster lo contempló boquiabierto. ¿Cómo podía ser...?
No tardó en tener una respuesta... o algo parecido al menos. Las flotantes motas parpadeantes de luz que quedaban de su hechizo adquirieron brillantez, se elevaron hasta colocarse ante sus ojos, y se transformaron en letras pertenecientes a una de las antiguas lenguas elfas que había aprendido a leer en Myth Drannor; era un lenguaje que sólo él y varios cientos de elfos ancianos sabían leer. Flotando en el aire, las letras formaron un mensaje categórico: «No interfieras».
Mientras el mago las contemplaba con total perplejidad, las letras se transformaron en informes jirones de luz que se desvanecieron, para convertirse en volutas de humo que fueron a unirse al caos y la muerte que reinaba a sus pies. Los demonios alzaron los ojos, rugiendo. Esto sólo podía provenir de Mystra... ¿verdad?
Porque, si no era ella, ¿quién, entonces?
El último príncipe de Athalantar bajó la mirada hacia los demonios que correteaban por las ruinas de Myth Drannor y se preguntó con amargura:
—¿De qué sirve ser mago, si uno no usa su poder para hacer el bien, modelando el mundo que lo rodea?
La respuesta surgió del aire detrás de Elminster.
—¿De qué puede servir, por desgracia, si se intenta pero se carece de ojos y del suficiente buen juicio para darse cuenta de la figura que se moldea?
Elminster giró en redondo. Se encontraba solo; el cerro estaba vacío a excepción de unos pocos árboles y el viento que los agitaba.
Miró con fijeza el vacío, pero éste siguió vacío.
—¿Quién sois, quién me responde? ¡Mostraos! —exigió—. La filosofía no es bien aceptada cuando las enseñanzas las imparten fantasmas.
Sonó una risita en el aire, en el que de improviso aparecieron dos refulgentes puntos luminosos, estrellas en miniatura que dieron vueltas una alrededor de la otra perezosamente, para luego revolotear a velocidad vertiginosa y estallar en una cegadora cascada de resplandecientes motas de luz.
Cuando el torrente de luminosidad se apagó, Elminster advirtió la presencia de un hombre cubierto con una túnica. Tenía barba blanca y cejas negras, y sus sosegados ojos brillaron con un azul profundo antes de llenarse de todos los colores del arco iris. Mientras Elminster miraba, los ojos del hombre se oscurecieron hasta alcanzar un color negro salpicado de diminutas estrellas que se movían con lentitud.
—Impresionante —concedió El, afable—. Y ¿sois...?
La risita se repitió.
—No lo hice a modo de exhibición, ni tampoco como pregón de mi identidad... pero, ya que parecemos estar hablando del tema, ¿por qué no intentas adivinarlo?
El miró al hombre de arriba abajo. Viejo, anciano incluso, y sin embargo vivaz, como si tuviera apenas poco más de cincuenta inviernos. De cabellos blancos, excepto por las cejas, antebrazos y pecho, donde el pelo era negro. Llevaba las manos vacías, sin anillos a la vista, y vestía con sencillez, una túnica de mangas acampanadas y sin cinturón ni bolsa; los pies descalzos asomaban por debajo, pies que podían darse el lujo de ir descalzos, ya que flotaban a pocos centímetros del suelo, sin tocarlo jamás.
Elminster levantó la vista desde ellos hasta el sabio rostro de su propietario, y dijo en voz baja:
—Azuth.
—El mismo —respondió el hombre, y, si bien no sonrió, El tuvo la impresión de que parecía complacido.
—Perdonad mi osadía, Sumo Señor, os lo ruego... —dijo
Elminster, dando un paso al frente—, pero sirvo a Mystra de un modo a la vez íntimo y personal...
—Eres el más querido de sus Elegidos, sí —repuso Azuth con una sonrisa—. Habla a menudo de ti y de la alegría que le has brindado en las ocasiones en que ha jugado a ser mortal.
El príncipe de Athalantar sintió júbilo y un inmenso alivio, y en su suspiro de contento y relajación estuvo a punto de caer de espaldas por el borde del cerro. En ese instante un látigo puntiagudo describió un arco, desde el aire a su izquierda, y algo invisible lo sujetó por los hombros mientras se tambaleaba al borde del desastre, y tiró de él hacia adelante, lejos del cornugón, un segundo antes de que las zarpas extendidas del ser se hundieran en los ojos de Elminster. Se sintió arrastrado a ras del suelo sobre las rocas chamuscadas de la cima, al tiempo que Azuth retrocedía ante él de modo que siguieran estando siempre cara a cara y a la misma distancia el uno del otro.
—Os..., os lo agradezco —tartamudeó el mago, cuando se detuvieron con suavidad.
Notó cómo lo depositaban en una cómoda posición recostada, descansando sobre aire blando, pero a la vez sólido. También Azuth estaba sentado en el vacío, frente a un fuego surgido de improviso de la nada, cuyas llamas bailaban en el aire a un palmo de las rocas del cerro. El lo contempló y luego elevó la mirada al cielo, repleto ahora de siseantes demonios escamosos con alas de murciélago, que arañaban el aire con amenazadoras y crueles sonrisas al tiempo que descendían poco a poco.
—No quisiera parecer desagradecido ni criticón, Sumo Señor —dijo—, pero esos demonios de ahí verán esta luz, y vendrán a hacernos una visita.
Azuth sonrió, y por un instante sus brazos parecieron cubrirse de luces que se movían poco a poco, entre parpadeos.
—No —respondió con voz tranquila y melodiosa que era a la vez espléndida y preñada de excitación... y al mismo tiempo tranquilizadora y reconfortante—. Desde este momento, el cerro está protegido de los demonios, de toda especie, en tanto que mi poder siga en pie. Ahora atiende, porque hay cosas que debieras saber.
Elminster asintió, y sus ojos relucieron ansiosos. Su actitud hizo asomar una leve sonrisa a los labios del Señor de los Conjuros, quien hizo que las manos de ambos sostuvieran de repente copas repletas de vino humeante y resplandeciente. El dios empezó a hablar.
Por encima del hombro izquierdo de Azuth, un enorme monstruo rojo batió las inmensas alas en un violento retumbo enfurecido, arañó el aire como si se tratara de un muro infranqueable, y estalló en llamas. Con el fuego devorando sus extremidades, el ser empezó a farfullar en tanto que de los colmillos brotaba una lluvia de escupitajos verdes; un fogonazo de magia desatada brotó de sus garras afiladas y reptó por la invisible barrera durante un buen rato hasta que rebotó con otro fogonazo que arrancó a la criatura de su posición en el aire, y la envió dando tumbos por el espacio como una hoja desgarrada.
El dios hizo caso omiso de ello, al igual que de los gimoteos y lloriqueos que siguieron, procedentes de demonios acechantes que describían círculos sobre sus cabezas, mientras se dirigía a Elminster como un amable preceptor que impartiera sus enseñanzas en un lugar tranquilo.
—Todo el que utiliza la magia sirve a Mystra lo quiera o no —empezó—. Ella forma parte del Tejido, y toda utilización de éste aumenta su poder, la venera y la ensalza. Tú y yo conocemos algo de lo que queda de su faceta mortal. Hemos visto indicios de los sentimientos, recuerdos y pensamientos a los que se aferra con desesperación de vez en cuando, cuando el salvaje júbilo del poder que circula por el Tejido, es decir el Tejido en sí, amenaza con aplastar por completo su capacidad de sentir. Ninguna entidad, mortal o divina, puede durar eternamente en esa posición. En épocas venideras, otras Mystras aparecerán en el futuro.
Una mano que dejaba una estela de estrellas diminutas señaló a Elminster, para luego volver en dirección al pecho del propio Azuth.
—Somos sus tesoros, muchacho... Somos lo que es más querido para ella, las rocas a las que puede aferrarse durante los temporales de Arte desenfrenado. Necesita que seamos fuertes, mucho más fuertes que la mayoría de los mortales, herramientas templadas que pueda utilizar. Al estar ligada a nosotros por el amor y unida asimismo a nuestras personas a fin de preservar su propia humanidad, le resulta difícil ser dura con nosotros... para poder templarnos como es necesario. Inició esa tarea contigo hace mucho tiempo; tú eres su «proyecto favorito», si quieres saberlo, del mismo modo que los Magisters son el mío. Ella crea a sus Elegidos y a sus Magisters, pero encomienda su preparación a otros, principalmente a mí, en cuanto empieza a sentir demasiado amor por ellos o precisa que se distancien de ella. Los Magisters no tienen más remedio que mantenerse a distancia, para que la creatividad del Arte carezca de límites. En cuanto a ti, siente un amor infinito por tu persona.