El invierno del mundo (121 page)

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Authors: Ken Follett

Aquel mismo día, se llevaron a los heridos alemanes en dirección al este, algunos a pie y los demás en la parte trasera de un camión. Erik vio cómo Werner Franck desaparecía, prisionero de guerra. De niño, a Erik le habían contado a menudo la historia de su tío Robert, a quien los rusos habían apresado durante la Primera Guerra Mundial, y que había vuelto a casa andando desde Siberia, un viaje de unos seis mil quinientos kilómetros. Erik se preguntaba dónde acabaría Werner.

Llegaron más heridos soviéticos, y los alemanes los atendieron como lo habrían hecho con sus hombres.

Por la noche, Erik, antes de dormirse, exhausto, comprendió que ahora él también era un prisionero de guerra.

IV

Mientras los ejércitos aliados cercaban Berlín, los países vencedores empezaban a discutir en la conferencia de las Naciones Unidas, en San Francisco. Era algo que a Woody le habría parecido deprimente de no haber estado más interesado en intentar retomar el contacto con Bella Hernández que en aquellas discusiones.

Bella había permanecido en sus pensamientos durante todo el Día D, durante el combate en Francia, durante el tiempo que había pasado en el hospital y durante la convalecencia. Un año antes ella estaba acabando sus estudios en la Universidad de Oxford y planeando cursar un doctorado en Berkeley, justo allí, en San Francisco. Probablemente estuviera viviendo en casa de sus padres, en Pacific Heights, a menos que hubiese alquilado un apartamento cerca del campus.

Por desgracia, le estaba costando hacerle llegar un mensaje.

Sus cartas no recibían respuesta. Cuando llamaba a un número de teléfono del listín, una mujer de mediana edad que él sospechaba que era la madre de Bella contestaba con cortesía: «No está en casa en estos momentos. ¿Quiere que le dé algún recado?». Bella nunca le devolvía la llamada.

Era posible que tuviese novio formal. En ese caso, quería que ella misma se lo dijera. Pero tal vez su madre estuviese escondiendo las cartas y no le pasara las llamadas.

Probablemente acabaría tirando la toalla; quizá incluso estuviera haciendo el ridículo. Pero eso no era propio de él. Recordó el tiempo y el empeño que había dedicado a cortejar a Joanne. «La historia parece repetirse —pensó—. ¿Estaré haciendo algo mal?»

Mientras tanto, todas las mañanas iba con su padre al ático del hotel Fairmont, donde el secretario de Estado, Edward Stettinius, convocaba reuniones informativas para los representantes de Estados Unidos en la conferencia. Stettinius sustituía a Cordell Hull, que estaba hospitalizado. Estados Unidos tenía también un nuevo presidente, Harry Truman, que había jurado el cargo tras la muerte del gran Franklin D. Roosevelt. Era una lástima, observó Gus Dewar, que en un momento tan crucial de su historia, Estados Unidos estuviera dirigido por dos recién llegados sin experiencia.

Las cosas habían empezado mal. El presidente Truman había ofendido torpemente al ministro de Asuntos Exteriores soviético, Mólotov, en una reunión previa a la conferencia, celebrada en la Casa Blanca. En consecuencia, Mólotov llegó a San Francisco con un humor de perros. Anunció que se marcharía si la conferencia no accedía de inmediato a admitir a Bielorrusia, Ucrania y Polonia.

Nadie quería que la URSS se retirase. Sin los soviéticos, las Naciones Unidas no eran Naciones Unidas. La mayor parte de la delegación estadounidense estaba a favor de pactar con los comunistas, pero el altivo y remilgado senador Vandenberg insistió en que no podía hacerse nada bajo la presión de Moscú.

Una mañana en que disponía de un par de horas libres, Woody fue a casa de los padres de Bella.

El elegante barrio en que vivían no quedaba lejos del hotel Fairmont, en Nob Hill, pero Woody aún tenía que ayudarse de un bastón para caminar, por lo que fue en taxi. La casa, en Gough Street, era una mansión victoriana pintada de amarillo. La mujer que abrió la puerta iba demasiado bien vestida para ser una criada. Le brindó una sonrisa torcida, idéntica a la de Bella; tenía que ser su madre.

—Buenos días, señora —dijo amablemente—. Me llamo Woody Dewar. Conocí a Bella Hernández en Londres el año pasado y me gustaría volver a verla, si no hay inconveniente.

La sonrisa desapareció del rostro de la mujer, que se quedó mirándolo un momento.

—Así que tú eres «él».

Woody no sabía qué quería decir con aquello.

—Soy Caroline Hernández, la madre de Isabel —dijo la mujer—. Será mejor que entres.

—Gracias.

La señora Hernández no le ofreció la mano y adoptó una actitud claramente hostil, aunque no había nada que pudiera justificarla. Sin embargo, Woody ya estaba dentro de la casa.

La mujer acompañó a Woody a un salón grande y acogedor, con impactantes vistas al mar. Señaló una silla, indicándole que se sentara con un gesto más bien rudo. Ella se sentó enfrente y le dirigió otra mirada severa.

—¿Cuánto tiempo pasaste con Bella en Inglaterra? —le preguntó.

—Solo unas horas. Pero no he dejado de pensar en ella desde entonces.

Hubo otra pausa elocuente.

—Cuando se fue a Oxford, Bella estaba comprometida con Victor Rolandson, un joven espléndido al que conoce prácticamente de toda la vida. Los Rolandson son viejos amigos de la familia…, o al menos lo eran hasta que Bella volvió a casa y rompió el compromiso de repente.

Woody sintió un aflujo de esperanza.

—Solo dijo que se había dado cuenta de que no amaba a Victor —prosiguió ella—. Supuse que había conocido a alguien, y ahora ya sé a quién.

—No sabía que estaba comprometida —dijo Woody.

—Llevaba una alianza con un diamante que era bastante difícil pasar por alto. Tu pobre capacidad de observación ha provocado una tragedia.

—Lo lamento mucho —contestó Woody. Y entonces se obligó a dejar de mostrarse tan sumiso—. Señora Hernández, acaba de emplear la palabra «tragedia». Mi novia, Joanne, murió en mis brazos en Pearl Harbor. A mi hermano, Chuck, lo mató una ametralladora en la playa de Bougainville. El Día D envié a la muerte a Ace Webber y a otros cuatro jóvenes estadounidenses por salvar un puente en un pueblo insignificante llamado Église-des-Soeurs. Sé lo que es la tragedia, señora, y la ruptura de un compromiso no lo es.

La señora Hernández parecía sorprendida. Woody supuso que no estaba acostumbrada a que los jóvenes le replicasen. La mujer no contestó, pero palideció levemente. Instantes después se puso en pie y abandonó el salón sin mediar palabra. Woody no estaba seguro de qué esperaba que hiciera él, pero aún no había visto a Bella, de modo que siguió sentado muy erguido.

Cinco minutos después, Bella entró.

Woody se levantó con el pulso acelerado. Solo verla le hizo sonreír. Bella llevaba un sencillo vestido de color amarillo pálido que realzaba su brillante pelo negro y su piel acanelada. Quería abrazarla y estrechar su cuerpo contra el suyo, pero esperó a ver alguna señal en ella.

Bella parecía nerviosa e incómoda.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—He estado buscándote.

—¿Por qué?

—Porque no consigo olvidarte.

—Ni siquiera nos conocemos.

—Pues remediémoslo, empezando hoy mismo. ¿Quieres cenar conmigo?

—No lo sé.

Woody se acercó a ella.

Bella se sobresaltó al verlo caminar con el bastón.

—¿Qué te ha pasado?

—Me dispararon en la rodilla en Francia. Va mejorando poco a poco.

—Lo siento.

—Bella, creo que eres maravillosa. Creo que te gusto. Ninguno de los dos estamos comprometidos. ¿Qué te preocupa?

Bella le brindó la sonrisa torcida que tanto le gustaba.

—Supongo que me siento avergonzada por lo que hice aquella noche en Londres.

—¿Solo eso?

—Fue mucho, para una primera cita.

—Esas cosas pasan a todas horas. No a mí, claro, pero lo oigo sin cesar. Creías que iba a morir en el frente.

Bella asintió.

—Nunca había hecho nada así, ni siquiera con Victor. No sé qué me pasó. ¡Y en un parque! Me siento como una puta.

—Sé exactamente lo que eres —dijo Woody—. Eres una mujer inteligente y guapa, y con un gran corazón. Así que, ¿por qué no olvidamos aquella locura de Londres y empezamos a conocernos como los dos jóvenes respetables y educados que somos?

Bella empezó a ablandarse.

—¿Podemos hacerlo?

—No lo dudes.

—De acuerdo.

—¿Te recojo a las siete?

—Sí.

Parecía que no había más que decir, pero Woody dudó.

—No sabes cuánto me alegro de haber vuelto a encontrarte —dijo.

Bella lo miró a los ojos por primera vez.

—Oh, Woody, yo también —dijo—. ¡Me alegro tanto! —Y entonces le rodeó la cintura con los brazos y lo apretó contra sí.

Aquello era lo que él había anhelado. La abrazó y posó su cara contra su maravilloso cabello. Y permanecieron así un largo minuto.

Al cabo, ella se apartó.

—Te veré a las siete —dijo.

—No lo dudes.

Woody salió de la casa rebosante de felicidad.

Fue directamente a la reunión del comité directivo, en el edificio de Veteranos, contiguo a la ópera. Había cuarenta y seis miembros en torno a la larga mesa, con ayudantes como Gus Dewar sentados detrás de ellos. Woody era ayudante de un ayudante, y se sentó contra la pared.

El ministro de Asuntos Exteriores soviético, Mólotov, inauguró la reunión. No era un hombre imponente, pensó Woody. Con su incipiente alopecia, su pulcro bigote y sus gafas, parecía el dependiente de una tienda, que era lo que había sido su padre. Pero había sobrevivido mucho tiempo en la política bolchevique. Amigo de Stalin desde antes de la revolución, era el artífice del pacto de 1939 entre nazis y soviéticos. Era muy trabajador, y lo apodaban Culo de Piedra por la infinidad de horas que pasaba sentado a su escritorio.

En su discurso inicial, propuso que Bielorrusia y Ucrania fuesen admitidas como miembros originales de las Naciones Unidas. Aquellas dos repúblicas soviéticas habían sufrido la faceta más cruda de la invasión nazi, señaló, y ambas habían contribuido al Ejército Rojo con más de un millón de hombres. Se había alegado que no eran totalmente independientes de Moscú, pero el mismo argumento podía aplicarse a Canadá y a Australia, dominios del Imperio británico a los que se había permitido participar como miembros independientes.

El voto fue unánime. Woody sabía que se había pactado con antelación. Los países latinoamericanos habían amenazado con disentir a menos que se admitiese a Argentina, que apoyaba a Hitler, y se había decidido de antemano asegurar esa concesión para ganar sus votos.

Entonces llegó el bombazo. El ministro de Asuntos Exteriores checo, Jan Masaryk, se puso en pie. Era un famoso liberal y antinazi que había aparecido en la portada de la revista
Time
en 1944. Propuso que también se admitiese a Polonia en las Naciones Unidas.

Estados Unidos se negaba hasta que Stalin permitiese la celebración de elecciones en el país, y Masaryk, como demócrata, debería haber respaldado esa condición, sobre todo porque él también trataba de implantar la democracia bajo la atenta vigilancia de Stalin. Mólotov debía de haber presionado mucho a Masaryk para conseguir que este traicionase sus ideales de aquel modo. Y, de hecho, cuando se sentó, el semblante de Masaryk era el de alguien que acabara de comer algo repugnante.

Gus Dewar también tenía un gesto adusto. Los acuerdos convenidos de antemano con respecto a Bielorrusia, Ucrania y Argentina debían haber garantizado que aquella sesión transcurriese sin sobresaltos. Pero Mólotov acababa de asestarles un golpe bajo.

El senador Vandenberg, sentado con la delegación estadounidense, estaba escandalizado. Cogió un bolígrafo y un cuaderno y empezó a escribir furiosamente. Un minuto después, arrancó la hoja, hizo una seña a Woody y le entregó la nota.

—Lleva esto al secretario de Estado —le dijo.

Woody se acercó a la mesa, se inclinó sobre el hombro de Stettinius y le dejó la nota delante.

—Del senador Vandenberg, señor.

—Gracias.

Woody volvió a su silla. «Mi papel en la historia», pensó. Había mirado la nota disimuladamente mientras se la entregaba. Vandenberg había redactado un discurso breve y acalorado rechazando la propuesta de los checos. ¿Seguiría Stettinius la batuta del senador?

Si Mólotov se salía con la suya con respecto a Polonia, Vandenberg podría sabotear las Naciones Unidas en el Senado. Pero si Stettinius recogía el cabo lanzado por Vandenberg, Mólotov podría levantarse y marcharse, lo que acabaría con las Naciones Unidas de un modo igual de eficaz.

Woody contuvo el aliento.

Stettinius se puso en pie con la nota de Vandenberg en la mano.

—Acabamos de ensalzar los acuerdos que alcanzamos en Yalta por el bien de la Unión Soviética —dijo. Se refería al compromiso contraído por Estados Unidos para apoyar a Bielorrusia y a Ucrania—. Hay otras obligaciones adquiridas en Yalta que también exigen lealtad. —Estaba empleando las palabras que Vandenberg había escrito—. Es preciso que en Polonia haya un nuevo gobierno provisional representativo.

Se oyó un murmullo de sorpresa en toda la sala. Stettinius se posicionaba contra Mólotov. Woody miró a Vandenberg, que susurraba.

—Hasta que eso ocurra —prosiguió Stettinius—, la conferencia no puede, honradamente, reconocer al gobierno de Lublin. —Miró directamente a Mólotov y citó las palabras exactas de Vandenberg—: Sería una sórdida manifestación de mala fe.

Mólotov había montado en cólera.

El secretario de Asuntos Exteriores británico, Anthony Eden, desplegó su desgarbada figura y se puso en pie para apoyar a Stettinius. Empleó un tono impecablemente cortés, pero sus palabras fueron mordaces.

—Mi gobierno no tiene modo de saber si el pueblo polaco respalda a su gobierno provisional —dijo—, porque nuestros aliados soviéticos no permiten la presencia de observadores británicos en Polonia.

Woody tuvo la impresión de que la reunión se volvía en contra de Mólotov. Era evidente que el representante ruso también se daba cuenta de ello. Consultaba con sus ayudantes en voz lo bastante alta para que Woody percibiera la ira en ella. Pero ¿se marcharía?

El ministro de Asuntos Exteriores belga, calvo, rechoncho y con papada, propuso un acuerdo, una moción que expresara la esperanza de que el nuevo gobierno polaco se organizase a tiempo para estar representado allí, en San Francisco, antes del final de la conferencia.

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