El invierno del mundo (123 page)

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Authors: Ken Follett

—Redactaré documentos de liberación para todos —accedió Hilde—. Le pediremos que los firme antes de darle la declaración.

No había guardias en el sótano, solo en la planta principal y en el túnel, de modo que los prisioneros podían moverse sin restricciones. Hilde fue a la sala que hacía las veces de despacho de Dobberke en el sótano. En primer lugar, mecanografió la declaración. Hannelore y Carla recorrieron las salas informando del plan y haciendo que todos firmasen el documento. Mientras tanto, Hilde redactó los documentos.

Cuando acabaron era ya medianoche. No podían hacer nada más hasta que Dobberke volviera por la mañana.

Carla se tumbó en el suelo al lado de Rebecca Rosen. No había ningún otro sitio donde dormir.

Al rato, Rebecca rompió a llorar en silencio.

Carla no sabía qué hacer. Quería consolarla, pero no encontraba las palabras. ¿Qué se puede decir a una niña que acaba de ver cómo matan a sus padres? Los sollozos prosiguieron. Al final, Carla se dio la vuelta y la abrazó.

Supo de inmediato que había hecho lo correcto. Rebecca se acurrucó contra ella y posó la cara en su pecho. Carla le dio unas palmadas suaves en la espalda, como si fuera un bebé. Poco a poco, los sollozos cesaron y al final Rebecca se durmió.

Carla no pegó ojo. Pasó la noche imaginando discursos dirigidos al director del campo. A veces apelaba a su bondad, otras lo amenazaba con la justicia de los Aliados, otras argumentaba a favor de su propio interés.

Intentó no pensar en la posibilidad de que la fusilaran. Erik le había explicado cómo los nazis ejecutaban a la gente de doce en doce en la Unión Soviética. Carla supuso que allí contarían también con un sistema eficaz. Costaba imaginarlo. Quizá fuera el mismo.

Probablemente podría eludir la ejecución si salía del campo en ese momento, o a primera hora de la mañana. No era prisionera, ni judía, y su documentación estaba en perfecto orden. Podía salir por donde había entrado, vestida de enfermera. Pero eso significaría abandonar tanto a Hannelore como a Rebecca. Era incapaz de hacer eso, por mucho que deseara salir de allí.

El combate en las calles se prolongó hasta bien entrada la noche, luego hubo una pausa breve, y comenzó de nuevo al amanecer. Ahora estaba tan cerca que Carla no solo oía la artillería sino también las ametralladoras.

Por la mañana, temprano, los guardias llevaron una especie de urna con sopa aguada y un saco lleno de pan, en realidad restos de hogazas ya duras. Carla se tomó la sopa y se comió el pan, y luego, a regañadientes, usó el lavabo, que estaba indeciblemente sucio.

Subió con Hannelore, Gisela y Hilde a la planta principal para esperar allí a Dobberke. El bombardeo se había reanudado y ellas corrían peligro, pero querían abordarlo en cuanto llegara.

Dobberke no se presentó a la hora habitual. Hilde les dijo que solía ser puntual. Su retraso tal vez se debía al combate en las calles. También podrían haberlo matado. Carla confiaba en que no fuera ese el caso. Su mano derecha, el sargento Ehrenstein, era demasiado estúpido para discutir con él.

Pasó una hora y Carla empezó a perder la esperanza.

Después de otra hora, Dobberke llegó al fin.

—¿Qué es esto? —dijo al ver a las cuatro mujeres esperando en el vestíbulo—. ¿Una reunión de madres?

—Todos los prisioneros han firmado una declaración diciendo que usted les ha salvado la vida —contestó Hannelore—. Eso podría salvarle la vida a usted, si acepta nuestras condiciones.

—No sea ridícula —replicó él.

—Según la BBC —dijo Carla—, las Naciones Unidas tienen una lista con los nombres de los oficiales nazis que han participado en asesinatos en masa. Dentro de una semana usted será juzgado. ¿No le gustaría haber firmado una declaración según la cual salvó vidas?

—Escuchar la BBC es un delito —repuso Dobberke.

—No tan grave como el asesinato.

Hilde llevaba una carpeta en la mano.

—He redactado estas órdenes de liberación para todos los prisioneros de este centro —le informó—. Si las firma, tendrá la declaración.

—Podría obligarla a que me la diese sin más.

—Nadie creerá en su inocencia si morimos todos.

Dobberke estaba furioso por la situación en la que se encontraba, pero no lo bastante seguro para huir de ella.

—Podría fusilarlas a las cuatro por su insolencia —dijo.

—Así es la derrota —dijo Carla, impacientada—. Acostúmbrese a ella.

La ira enturbió el rostro de Dobberke, y Carla supo que se había excedido. Deseó no haber pronunciado aquellas palabras. Observó el semblante iracundo de Dobberke, tratando de no mostrar el miedo que sentía.

En ese momento una bomba estalló justo fuera del edificio. Las puertas traquetearon y los vidrios de una ventana se rompieron. Todos se agacharon instintivamente, pero nadie resultó herido.

Cuando se irguieron, la expresión de Dobberke había cambiado. La cólera había dado paso a una especie de resignación asqueada. A Carla se le aceleró el pulso. ¿Se había rendido?

El sargento Ehrenstein llegó corriendo.

—Ningún herido, señor —informó.

—Muy bien, sargento.

Ehrenstein estaba a punto de marcharse cuando Dobberke lo llamó.

—Este campo queda clausurado desde este mismo momento —le dijo.

Carla contuvo el aliento.

—¿Clausurado, señor? —preguntó el sargento con un tono que mezclaba agresividad y sorpresa.

—Nuevas órdenes. Dígales a los hombres que se marchen. —Dobberke vaciló—. Dígales que se presenten en el búnker de la estación de Friedrichstrasse.

Carla sabía que Dobberke estaba improvisando, y Ehrenstein también parecía sospecharlo.

—¿Cuándo, señor?

—Inmediatamente.

—Inmediatamente. —Ehrenstein hizo una pausa, como si la palabra «inmediatamente» requiriese más explicaciones.

Dobberke lo despachó con la mirada.

—Muy bien, señor —dijo el sargento—. Informaré a los hombres. —Y se alejó.

Carla sintió un arrebato de triunfalismo, pero se recordó que aún no era libre.

—Muéstreme esa declaración —le pidió Dobberke a Hilde.

Hilde abrió la carpeta. Había una docena de documentos, todos con el mismo encabezamiento, y el resto del espacio repleto de firmas. Se los tendió.

Dobberke los dobló y se los guardó en el bolsillo.

Hilde le plantó delante las órdenes de liberación.

—Firme esto, por favor.

—No necesitarán órdenes de liberación —repuso Dobberke—. No tengo tiempo para firmar centenares de hojas. —Se quedó inmóvil.

—La policía está en las calles —dijo Carla—. Están colgando a gente de las farolas. Necesitamos documentación.

Dobberke se dio unas palmadas en el bolsillo.

—A mí sí que me colgarán si me encuentran con esta declaración. —Se encaminó hacia la puerta.

—¡Llévame contigo, Walter! —gritó Gisela.

Dobberke se volvió hacia ella.

—¿Que te lleve conmigo? —repitió—. ¿Qué diría mi esposa? —Salió y dio un portazo a su paso.

Gisela rompió a llorar.

Carla se dirigió a la puerta, la abrió y vio a Dobberke alejarse a grandes zancadas. No había más hombres de la Gestapo a la vista; ya habían obedecido las órdenes y abandonado el campo.

El comandante llegó a la calle y echó a correr.

Dejó la cancela abierta.

Hannelore estaba de pie junto a Carla, observando la escena con incredulidad.

—Creo que somos libres —dijo Carla.

—Debemos decírselo a los demás.

—Yo lo haré —se ofreció Hilde, y bajó las escaleras del sótano.

Carla y Hannelore caminaron temerosas por el sendero que comunicaba la entrada del laboratorio con la cancela abierta. Allí dudaron y se miraron.

—Nos da miedo la libertad —dijo Hannelore.

—¡Carla, no te vayas sin mí! —exclamó una voz infantil detrás de ellas. Era Rebecca, que corría por el sendero; sus pechos oscilaban bajo la mugrienta blusa.

Carla suspiró. «Acabo de adoptar a una hija —pensó—. No estoy preparada para ser madre, pero ¿qué puedo hacer?»

—Vamos —dijo—, pero prepárate para correr.

Enseguida vio que no tenía que preocuparse por la agilidad de Rebecca, pues la chica sin duda corría más deprisa que Hannelore y ella.

Atravesaron el jardín del hospital hasta la entrada principal. Allí se detuvieron y echaron un vistazo a Iranische Strasse. Parecía tranquila. Cruzaron la calle y corrieron hasta la esquina. Mientras miraba hacia Schul Strasse, Carla oyó una ráfaga de ametralladora y vio que más adelante había un tiroteo. Había soldados alemanes retirándose en su dirección, perseguidos por otros del Ejército Rojo.

Carla miró a su alrededor. No había donde esconderse, salvo detrás de los árboles, que apenas ofrecían protección.

Una bomba cayó y explotó a unos cincuenta metros de ellas. Carla notó la onda expansiva, pero no estaba herida.

Las tres mujeres corrieron de vuelta al recinto del hospital.

Regresaron al edificio del laboratorio. Algunos de los demás prisioneros estaban de ese lado de la cerca de alambre de espino, como si no se atreviesen a salir.

—El sótano apesta, pero ahora mismo es el lugar más seguro —les dijo Carla. Entró en el edificio y bajó las escaleras, y la mayor parte de los demás la siguieron.

Se preguntó cuánto tiempo tendrían que quedarse allí. El ejército alemán tenía que rendirse, pero ¿cuándo lo haría? De algún modo, no conseguía imaginar a Hitler accediendo a rendirse bajo ningún pretexto. Toda la vida de aquel hombre se había basado en gritar con arrogancia que él era el jefe. ¿Cómo iba un hombre así a admitir que se había equivocado y que había sido estúpido y perverso? ¿Que había matado a millones de personas y provocado que su país fuese bombardeado hasta quedar reducido a escombros? ¿Que pasaría a la historia como el hombre más malvado que podría haber existido jamás? No, no podía. Se volvería loco, o moriría de vergüenza, o se llevaría una pistola a la boca y apretaría el gatillo.

Pero ¿cuánto tardaría en ocurrir eso? ¿Un día? ¿Una semana? ¿Más tiempo?

Se oyó un grito procedente de arriba.

—¡Ya están aquí! ¡Los rusos están aquí!

Carla oyó unas pesadas botas bajando las escaleras. ¿Dónde habían conseguido los soviéticos botas de tanta calidad? ¿De los norteamericanos?

Y allí entraron, cuatro, seis, ocho, nueve hombres con la cara sucia armados con ametralladoras con cargador de tambor, preparados para disparar en un abrir y cerrar de ojos. Parecían ocupar mucho espacio. La gente se encogió, retrocediendo de ellos, aunque eran sus libertadores.

Los soldados observaron la sala. Vieron que los demacrados prisioneros, en su mayoría mujeres, no constituían ningún peligro. Bajaron las armas. Algunos se dirigieron a las salas contiguas.

Un soldado alto se arremangó la manga derecha. Llevaba seis o siete relojes de muñeca. Gritó algo en ruso, señalando los relojes con la culata del arma. Carla creyó entenderle, pero le costaba creerlo. El hombre agarró entonces a una anciana, le cogió la mano y señaló su alianza.

—¿Van a robarnos lo poco que no nos han quitado los nazis? —preguntó Hannelore.

Así era. El soldado alto parecía frustrado e intentó arrancarle la alianza a la mujer. Cuando ella comprendió lo que quería, se la quitó y se la dio.

El ruso la cogió, asintió y señaló a todos los demás.

Hannelore avanzó un paso.

—¡Son todos prisioneros! —dijo en alemán—. ¡Judíos y familiares de judíos perseguidos por los nazis!

La entendiera o no, el soldado no le hizo el menor caso y se limitó a señalar insistentemente los relojes que llevaba en la muñeca.

Los pocos que conservaban algún objeto de valor que no les habían robado o no habían cambiado por comida se lo entregaron.

La liberación a manos del Ejército Rojo no iba a ser el acontecimiento feliz que tanta gente había esperado.

Pero lo peor estaba por llegar.

El soldado alto apuntó a Rebecca.

La chica retrocedió e intentó esconderse detrás de Carla.

Un segundo hombre, menudo y de pelo claro, agarró a Rebecca y tiró de ella. La chica soltó un grito, y él sonrió como disfrutando de aquel sonido.

Carla tuvo un horrible presentimiento de lo que iba a suceder.

El hombre bajo sujetó con fuerza a Rebecca mientras el alto le estrujaba rudamente los pechos y decía algo que hizo reír a los dos.

Se oyeron gritos de protesta entre los prisioneros.

El soldado alto alzó el arma. Carla creyó que iba a disparar y sintió terror. Mataría a docenas de personas si apretaba el gatillo de una ametralladora en una sala atestada.

Todos advirtieron el peligro y guardaron silencio.

Los dos soldados retrocedieron hacia la puerta, llevándose a Rebecca consigo. Ella chilló y forcejeó, pero no consiguió zafarse de las manos del soldado menudo.

Cuando llegaron a la puerta, Carla se adelantó.

—¡Esperad! —gritó.

Algo en su voz hizo que se detuviesen.

—Es demasiado joven —dijo Carla—. ¡Solo tiene trece años! —No sabía si la entendían. Ella levantó las dos manos mostrando los diez dedos, y luego una mostrando tres—. ¡Trece!

El soldado alto pareció entenderla y sonrió.


Frau ist Frau
—dijo en alemán. «Una mujer es una mujer.»

—Necesitáis una mujer de verdad —se sorprendió diciendo Carla. Avanzó lentamente—. Llevadme a mí en su lugar. —Intentó sonreír de forma seductora—. No soy una niña. Sé lo que hay que hacer. —Se acercó un poco más, lo bastante para percibir el olor rancio de un hombre que llevaba meses sin lavarse. Intentando ocultar su aversión, bajó la voz y dijo—: Yo sé lo que un hombre quiere. —Se tocó un pecho de forma sugerente—. Olvidaos de la niña.

El soldado alto volvió a mirar a Rebecca. La chica tenía los ojos rojos de llorar y le goteaba la nariz, lo que, afortunadamente, la hacía parecer aún más niña y menos mujer.

El soldado miró a Carla.

—Hay una cama arriba —dijo—. ¿Quieres que te la enseñe?

Tampoco esta vez estaba segura de que hubiese entendido sus palabras, pero lo cogió de la mano, y él la siguió por las escaleras hasta la planta principal.

El rubio soltó a Rebecca y fue tras ellos.

Ahora que se había salido con la suya, Carla lamentó su bravuconada. Quería echar a correr y huir de aquellos dos rusos. Pero probablemente le dispararían y volverían a por Rebecca. Carla pensó en la muchacha destrozada que había perdido a sus padres el día anterior. Sufrir una violación al día siguiente destruiría su alma de por vida. Carla tenía que salvarla.

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