El invierno del mundo (134 page)

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Authors: Ken Follett

En Austria y Alemania la situación era distinta; allí los votantes habían sido víctimas de expolios y violaciones a manos del Ejército Rojo. En las elecciones municipales de Berlín, los socialdemócratas habían obtenido 63 de los 130 escaños, mientras que los comunistas solo habían ganado 26. No obstante, Alemania estaba arruinada y la población pasaba hambre, por lo que el Kremlin todavía confiaba en que, desesperada, se entregara al comunismo de la misma manera que se había entregado al nazismo durante la Depresión.

Gran Bretaña era la gran decepción. Tan solo un comunista había sido elegido parlamentario en las elecciones posteriores a la guerra. Y el gobierno laborista ofrecía lo mismo que prometía el comunismo: el bienestar, la sanidad gratuita, el acceso generalizado a la educación e incluso la reducción de la semana laboral a cinco días para los mineros del carbón.

Con todo, en el resto de Europa el capitalismo no lograba sacar a la población de la crisis económica.

Y el mal tiempo jugaba a favor de Stalin, pensó Volodia mientras observaba cómo se engrosaba la capa de nieve que cubría las cúpulas en forma de bulbo. El invierno de 1946-47 fue el más frío que Europa soportaba desde hacía más de un siglo. La nieve caía sobre Saint Tropez. En las carreteras y las vías férreas de Gran Bretaña resultaba imposible circular, y la industria quedó paralizada, lo cual no había ocurrido ni siquiera durante la guerra. En Francia, las raciones alimentarias se redujeron más que entonces. La Organización de las Naciones Unidas calculó que cien millones de europeos consumían tan solo mil quinientas calorías diarias, la cantidad mínima a partir de la cual la salud empieza a resentirse de la malnutrición. Como los motores productivos se ralentizaban cada vez más, la población empezó a considerar que no tenía nada que perder y la revolución se veía como la única salida.

Cuando la URSS dispusiera de armas nucleares, no habría país capaz de interponerse en su camino. Zoya, la esposa de Volodia, y sus colegas habían construido una pila atómica en el Laboratorio Número 2 de la Academia de Ciencias, un nombre vago ideado así a propósito para designar el centro neurálgico de la investigación nuclear soviética. La pila había alcanzado el punto crítico el día de Navidad, seis meses después del nacimiento de Konstantín, que en esos momentos dormía en la guardería del laboratorio. Si el experimento salía mal, había confesado Zoya a Volodia, al pequeño Kotia no le serviría de nada encontrarse a dos o tres kilómetros de distancia, pues todo el centro de Moscú quedaría arrasado por completo.

Los sentimientos encontrados entre los que Volodia se debatía en relación con el futuro adquirieron mayor relevancia a raíz del nacimiento de su hijo. Por una parte, creía que la Unión Soviética merecía dominar Europa. Era el Ejército Rojo el que había derrotado a los nazis durante cuatro devastadores años de guerra sin cuartel. Los otros aliados habían permanecido al margen, librando batallas menores e implicándose de verdad tan solo en los últimos once meses. Todas sus bajas juntas ascendían tan solo a una pequeña parte de las soviéticas.

Sin embargo, luego pensaba en lo que implicaba el comunismo: las purgas arbitrarias, las torturas infligidas en los sótanos de la policía secreta, las arengas dirigidas a los soldados del bando conquistador para que cometieran toda clase de brutalidades, el sometimiento de toda una vasta nación a las caprichosas decisiones de un tirano con más poder que un zar. ¿De verdad Volodia deseaba extender un sistema tan cruel al resto del continente?

Recordó el día que había entrado en Penn Station, en Nueva York, y había comprado un billete para Albuquerque sin pedir permiso a nadie ni tener que mostrar la documentación, y la estimulante sensación de libertad absoluta que le había producido. Hacía tiempo que había echado al fuego el catálogo de Sears Roebuck, pero este pervivía en su memoria con los cientos de páginas de cosas bonitas al alcance de cualquiera. Los soviéticos creían que lo de la libertad y la prosperidad occidentales era pura propaganda, pero Volodia sabía que no era así. Una parte de él anhelaba la derrota del comunismo.

El futuro de Alemania, y por tanto de toda Europa, debía decidirse en la Conferencia de Ministros de Asuntos Exteriores celebrada en Moscú en marzo de 1947.

Volodia, que había sido ascendido a coronel, estaba al cargo del equipo de los servicios secretos asignado a la conferencia. Las reuniones se celebraban en una sala engalanada de la Cámara de Comercio Aeronáutico, a una buena distancia del hotel Moskvá. Como siempre, los delegados y sus intérpretes se sentaban alrededor de una mesa y sus ayudantes ocupaban varias filas de asientos situados detrás. El ministro de Asuntos Exteriores soviético, Viacheslav Mólotov, apodado Culo de Piedra, pidió a Alemania que pagara diez mil millones de dólares a la URSS como compensación por los daños causados por la guerra. Los estadounidenses y los británicos protestaron por considerarlo un golpe mortal para la débil economía alemana. Y, con toda probabilidad, eso era precisamente lo que Stalin quería.

Volodia volvió a relacionarse con Woody Dewar, que ahora era fotógrafo periodístico y tenía el encargo de cubrir la conferencia. Él también estaba casado, y mostró a Volodia una fotografía de una deslumbrante mujer de pelo oscuro con un bebé en brazos.

—Eres consciente de que Alemania no tiene suficiente dinero para compensaros por los daños, ¿verdad? —dijo Woody a Volodia de regreso de una sesión fotográfica oficial en el Kremlin, mientras viajaban en el asiento trasero de una limusina ZIS-110B.

El nivel de inglés de Volodia había mejorado y podían entenderse sin ningún intérprete.

—¿Y cómo piensan alimentar a la gente y reconstruir las ciudades?

—Gracias a nuestra caridad, por supuesto —respondió Woody—. Nos estamos gastando una fortuna en ayudarlos. Cualquier compensación que recibáis de Alemania será, en realidad, dinero nuestro.

—¿Tan mal te parece? Estados Unidos ha prosperado gracias a la guerra. Mi país, en cambio, ha quedado devastado. Lo lógico es que paguéis vosotros.

—Los votantes norteamericanos no opinan lo mismo.

—Pues a lo mejor los votantes norteamericanos se equivocan.

Woody se encogió de hombros.

—Es posible; pero el dinero es suyo.

Otra vez lo de siempre, pensó Volodia: la importancia de la opinión pública. Se había dado cuenta de ello en las ocasiones anteriores en que había conversado con Woody. Los estadounidenses trataban a los votantes con la misma deferencia con que los soviéticos trataban a Stalin: en ambos casos había que obedecerles, se equivocaran o no.

Woody bajó la ventanilla.

—No te importa que haga unas cuantas fotos de la ciudad, ¿verdad? Hay una luz preciosa.

Accionó el disparador de la cámara.

Sabía que solo estaba autorizado a tomar las fotografías oficiales, pero en la calle no había nada que pudiera resultar comprometido, solo unas mujeres retirando la nieve a paladas.

—No lo hagas, por favor —dijo Volodia a pesar de ello. Se inclinó por encima de Woody y cerró la ventanilla—. Limítate a las fotos oficiales.

Estaba a punto de pedirle que le entregara el carrete, pero Woody lo atajó.

—¿Te acuerdas de que un día te hablé de mi amigo Greg Peshkov, que lleva tu mismo apellido?

Volodia lo recordaba bien. Willi Frunze le había contado una historia parecida y lo más probable era que se refirieran a la misma persona.

—No, no me acuerdo —mintió. No quería tener nada que ver con un posible familiar en Occidente; en la Unión Soviética ese tipo de vínculos despertaban sospechas y acarreaban problemas.

—Está en la delegación norteamericana. Tendrías que hablar con él y averiguar si estáis emparentados.

—Lo haré —respondió Volodia mientras se decía que trataría de evitar todo contacto con ese hombre.

Decidió dejar correr lo del carrete. No valía la pena armar un alboroto por una inocente fotografía tomada en la calle.

Al día siguiente, en la conferencia, el secretario de Estado norteamericano, George Marshall, propuso que los cuatro Aliados suprimieran la frontera que separaba Alemania y unificaran el país, de modo que volviera a ocupar su lugar como potencia económica en el corazón de Europa, con las minas, las fábricas y el comercio.

Era lo último que deseaban los soviéticos.

Mólotov se negó a hablar de la unificación hasta que se hubiese resuelto el tema de la compensación económica.

La conferencia llegó a un punto muerto.

Y eso, pensó Volodia, era exactamente lo que quería Stalin.

II

El mundo de la diplomacia internacional era un pañuelo, concluyó Greg Peshkov. Uno de los ayudantes más jóvenes de la delegación británica en la Conferencia de Moscú era Lloyd Williams, el marido de Daisy, su hermanastra. Al principio, a Greg le disgustó el aspecto de Lloyd, que iba vestido como un afectado caballero inglés; pero resultó ser un chico muy agradable.

—Mólotov es un imbécil —soltó Lloyd en el bar del hotel Moskvá tras tomarse unos cuantos martinis con vodka.

—¿Y qué podemos hacer con él?

—No lo sé, pero Gran Bretaña no puede permitirse perder el tiempo de esa forma. La ocupación de Alemania nos está costando un dinero que no tenemos, y las inclemencias del invierno han convertido el problema en una auténtica crisis.

—¿Sabes qué? —dijo Greg, pensando en voz alta—. Si los soviéticos no están dispuestos a cooperar, lo mejor que podemos hacer es prescindir de ellos.

—¿Y cómo?

—¿Qué es lo que queremos? —Greg contó los puntos con los dedos—. Queremos unificar Alemania y convocar unas elecciones.

—Sí.

—Queremos suprimir el marco imperial, que no vale nada, e introducir una nueva moneda, de modo que los alemanes vuelvan a tener poder adquisitivo.

—Exacto.

—Y queremos salvar al país del comunismo.

—Y a la política británica.

—En el este no podemos hacerlo porque los soviéticos no participarán. ¡Pues que se jodan! Controlamos tres cuartas partes de Alemania; vamos a salvar nuestra zona, y que el este del país se vaya a la mierda.

Lloyd se quedó pensativo.

—¿Lo has comentado con tu jefe?

—No, por Dios. Hablo por hablar. Pero, ahora que lo dices, ¿por qué no?

—Yo podría proponérselo a Ernie Bevin.

—Y yo a George Marshall. —Greg dio un sorbo de su bebida—. El vodka es lo único bueno que tienen los rusos —dijo—. Bueno, ¿y qué tal está mi hermana?

—Embarazada de nuestro segundo hijo.

—¿Qué tal se le da ser madre?

Lloyd se echó a reír.

—Seguro que crees que lo hace fatal.

Greg se encogió de hombros.

—Nunca me ha parecido muy apta para las tareas domésticas.

—Es paciente, tranquila y organizada.

—¿No ha necesitado contratar a media docena de niñeras para que le hagan todo el trabajo?

—Solo a una, para poder salir conmigo por las noches, sobre todo para asistir a reuniones políticas.

—Pues sí que ha cambiado.

—No en todo. Todavía le encantan las fiestas. Pero ¿y tú? ¿Aún estás soltero?

—Hay una chica llamada Nelly Fordham con la que tengo una relación bastante seria. Además, seguro que sabes que tengo un ahijado.

—Sí —respondió Lloyd—. Daisy me lo contó. Georgy.

Por la expresión algo turbada que observó en Lloyd, Greg dedujo que, con toda seguridad, sabía que Georgy era hijo suyo.

—Le tengo mucho cariño.

—Es estupendo.

Un miembro de la delegación soviética se acercó a la barra y Greg cruzó una mirada con él. Le resultaba muy familiar. Rondaba los treinta años, era atractivo si se dejaba de lado el riguroso corte de pelo militar, y tenía unos ojos azules de mirada algo intimidatoria. Saludó con la cabeza de modo amigable.

—¿Nos conocemos? —preguntó Greg.

—Es posible —respondió el soviético—. Estudié en Alemania; en la Academia Juvenil Masculina de Berlín.

Greg negó con la cabeza.

—¿Has viajado alguna vez a Estados Unidos?

—No.

—Es el hombre que lleva el mismo apellido que tú, Volodia Peshkov —dijo Lloyd.

Greg se presentó.

—A lo mejor somos parientes. Mi padre, Lev Peshkov, emigró en 1914 y dejó a su novia embarazada, que luego se casó con su hermano mayor, Grigori Peshkov. ¿Es posible que seamos hermanastros?

A Volodia se le demudó el semblante de inmediato.

—Seguro que no —dijo—. Disculpadme. —Y se alejó de la barra sin pedir ninguna bebida.

—Qué brusco —dijo Greg.

—Sí —convino Lloyd.

—Se le veía alterado.

—Será por algo de lo que has dicho.

III

No podía ser cierto, se dijo Volodia.

Greg afirmaba que Grigori se había casado con una chica que ya estaba embarazada de Lev. Si eso era verdad, el hombre a quien siempre había considerado su padre no era tal, sino su tío.

Tal vez se tratara de una mera coincidencia. O el norteamericano solo buscaba crear problemas.

Fuera como fuese, a Volodia le estaba costando recuperarse del impacto.

Regresó a casa a la hora habitual. A Zoya y a él les estaban yendo muy bien las cosas y ahora disponían de un piso en la residencia gubernamental, el lujoso edificio donde vivían los padres de Volodia. Grigori y Katerina llegaron a la hora de cenar de Kotia, como casi todas las noches. Katerina se encargó de bañar a su nieto, y Grigori le cantó canciones y le explicó cuentos rusos. Kotia tenía nueve meses, y todavía no hablaba, pero le encantaban las historias que le contaban antes de dormir.

Volodia cumplió con su rutina diaria como un sonámbulo. Trató de comportarse con normalidad, pero le costaba dirigir la palabra tanto a su padre como a su madre. El relato de Greg no le merecía crédito alguno, pero, aun así, no podía dejar de darle vueltas a la cabeza.

—¿Es que tengo monos en la cara? —preguntó Grigori a Volodia cuando Kotia ya dormía y él y Katerina estaban a punto de marcharse.

—No.

—Entonces, ¿por qué llevas toda la noche mirándome de esa forma?

Volodia decidió contar la verdad.

—Hoy he conocido a un tal Greg Peshkov. Está en la delegación norteamericana. Cree que somos parientes.

—Es posible. —Grigori empleó un tono liviano, como quitándole importancia, pero Volodia observó que se le enrojecía el cuello, lo cual, tratándose de su padre, era una clara señal de que estaba conteniendo las emociones—. La última vez que vi a mi hermano fue en 1919 y no he vuelto a tener noticias de él.

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