El invierno del mundo (131 page)

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Authors: Ken Follett

A Carla la atormentaba la perspectiva del regreso de Werner. Aún lo amaba y confiaba desesperadamente en que siguiera vivo, pero también la aterraba reencontrarse con él estando embarazada del hijo de un violador. Aunque no era culpa suya, sentía cierta vergüenza irracional.

Las tres mujeres empujaron la carretilla por las calles. Dejaron en casa a Rebecca. La orgía de violaciones y saqueos del Ejército Rojo empezaba a amainar, y Rebecca ya no vivía en el desván, pero para una chica guapa todavía era arriesgado dejarse ver.

Enormes fotografías de Lenin y Stalin colgaban en Unter den Linden, el antiguo bulevar de la élite más moderna de Alemania. La mayoría de las calles de Berlín habían quedado arrasadas, y las ruinas de los edificios derruidos se apilaban cada pocos centenares de metros, tal vez para ser reutilizadas si algún día los alemanes eran capaces de reconstruir su país. Se habían destruido hectáreas de casas, en muchos casos manzanas enteras de la ciudad. Se tardaría años en retirar los escombros. Había miles de cadáveres pudriéndose entre ellos, y el repugnante olor dulzón de la carne humana en descomposición había flotado en el aire todo el verano. Ahora ya solo se percibía cuando llovía.

Mientras tanto, la ciudad había sido dividida en cuatro zonas: la rusa, la estadounidense, la británica y la francesa. Las tropas de ocupación habían requisado muchos de los edificios que seguían en pie. Los berlineses vivían donde podían; con frecuencia buscaban un precario refugio en las habitaciones de casas semidemolidas. La ciudad volvía a tener agua corriente y la electricidad iba y venía, pero resultaba muy difícil encontrar combustible para cocinar y combatir el frío. Aquella cómoda era igual de valiosa como mueble que como leña.

La llevaron a Wedding, en la zona francesa, donde la vendieron a un coronel parisino encantador por un cartón de Gitanes. Con la ocupación, los soviéticos habían emitido un exceso de moneda y provocado con ello su devaluación, de modo que todo se compraba y se vendía a cambio de cigarrillos.

Volvieron a casa exultantes, Maud y Ada empujando la carretilla vacía y Carla caminando a su lado. Le dolía todo después del esfuerzo, pero eran ricas: un cartón de cigarrillos iba a dar para mucho.

Cayó la noche y la temperatura bajó en picado. El camino cruzaba un breve trecho del sector británico. Carla a veces se preguntaba si los británicos ayudarían a su madre si supieran el calvario que estaba pasando. Aunque, por otra parte, hacía ya veintiséis años que Maud era ciudadana alemana. Su hermano, el conde Fitzherbert, era rico e influyente, pero se había negado a ayudarla después de que ella se casara con Walter von Ulrich, y era un hombre testarudo; difícilmente cambiaría de actitud.

Se encontraron con un pequeño gentío, unas treinta o cuarenta personas andrajosas, frente a una casa que había sido confiscada por las fuerzas de ocupación. Poniéndose de puntillas para saber qué era lo que miraban, las tres mujeres vieron que dentro se celebraba una fiesta. Por las ventanas atisbaron estancias muy bien iluminadas, hombres riéndose, mujeres con copas en la mano y camareras caminando entre los invitados con bandejas llenas de comida. Carla miró a su alrededor. La muchedumbre estaba formada mayoritariamente por mujeres y niños —no quedaban muchos hombres en Berlín, ni, de hecho, en Alemania—, y todos miraban anhelantes las ventanas, como pecadores repudiados a las puertas del paraíso. Era una estampa patética.

—Esto es obsceno —dijo Maud, y enfiló por el sendero que llevaba a la entrada de la casa.

Un guardia británico le cerró el paso.


Nein, nein
—le dijo. Probablemente fueran las únicas palabras que conocía en alemán.

Maud se dirigió a él en el pulcro inglés que había hablado de joven.

—Tengo que ver al oficial al mando inmediatamente.

Carla admiró el valor y el aplomo de su madre, como siempre.

El guardia miró vacilante el raído abrigo de Maud, pero un instante después llamó a la puerta. Esta se abrió y por ella asomó una cara.

—Una dama inglesa quiere ver al comandante —dijo el guardia.

Al poco, la puerta volvió a abrirse y dos personas salieron. Podrían haber sido las caricaturas de un oficial británico y su esposa: él con uniforme de gala y pajarita negra, y ella con vestido largo y perlas.

—Buenas noches —dijo Maud—. Lamento mucho interrumpir su fiesta.

Ambos la miraron, atónitos de que una mujer harapienta se dirigiera a ellos.

—Creía que debían ver lo que le están haciendo a esta pobre gente —añadió Maud.

La pareja miró a la muchedumbre.

—Aunque solo sea por compasión, podrían correr las cortinas —sentenció.

—Oh, Dios mío, George, ¿crees que hemos sido desconsiderados? —preguntó la mujer un momento después.

—Involuntariamente, tal vez —contestó el hombre con aspereza.

—¿Podríamos compensarles dándoles un poco de comida?

—Sí —se apresuró a responder Maud—. Sería un gesto amable, además de una disculpa.

El oficial parecía dudar. Probablemente regalar canapés a alemanes hambrientos contravenía algún tipo de normativa.

—George, cariño, ¿podemos hacerlo? —le suplicó la mujer.

—Bah, está bien —contestó su marido.

La mujer se volvió hacia Maud.

—Gracias por avisarnos. Le aseguro que no queríamos hacer esto.

—De nada —repuso Maud, y retrocedió por el sendero.

Minutos después, los invitados empezaron a salir de la casa con bandejas de sándwiches y pasteles, que ofrecieron a la famélica muchedumbre. Carla sonrió. El descaro de su madre había surtido efecto. Cogió una porción grande de pastel de frutas que engulló con ansia en cuatro bocados; tenía más azúcar de la que había ingerido en los últimos seis meses.

Se corrieron las cortinas, los invitados volvieron a la casa y el gentío se dispersó. Maud y Ada agarraron las empuñaduras de la carretilla y prosiguieron camino de casa.

—Bien hecho, mamá —dijo Carla—. Un cartón de Gitanes y una comida gratis, ¡y en la misma tarde!

Carla cayó en la cuenta de que, aparte de los soviéticos, eran pocos los soldados de ocupación que trataban con crueldad a los alemanes. Le parecía algo sorprendente. Los estadounidenses les regalaban chocolate. Incluso los franceses, cuyos hijos habían pasado hambre bajo la ocupación alemana, solían mostrarse amables con ellos. «Después de todo el sufrimiento que hemos infligido —pensó—, es asombroso que no nos odien más. Por otra parte, entre los nazis, el Ejército Rojo y los bombardeos aéreos, quizá crean que ya hemos recibido suficiente castigo.»

Era ya tarde cuando llegaron a casa. Devolvieron la carretilla a los vecinos que se la habían dejado y les regalaron una cajetilla de Gitanes a modo de compensación por el favor. Entraron en la casa, que afortunadamente seguía intacta. La mayoría de las ventanas no tenían vidrios, y la mampostería estaba repleta de cráteres, pero la vivienda no había sufrido daños estructurales y aún protegía del frío.

De todos modos, ahora las mujeres vivían en la cocina; dormían allí en colchones que por la noche llevaban desde el recibidor. Ya era bastante complicado caldear una estancia, y no disponían de combustible para el resto de la casa. En el pasado, en el horno de la cocina había ardido carbón, pero ya era del todo imposible conseguirlo. Sin embargo, habían descubierto que en él podían arder muchos otros materiales: libros, periódicos, muebles, incluso cortinas de calidad.

Dormían de dos en dos, Carla con Rebecca y Maud con Ada. Rebecca a veces suplicaba dormir en brazos de Carla, como había hecho la noche posterior a la muerte de sus padres.

La larga caminata había dejado agotada a Carla, que se tumbó nada más llegar. Ada encendió el horno con periódicos viejos que Rebecca había bajado del desván. Maud añadió agua a la sopa de habas que había sobrado del almuerzo y la recalentó para la cena.

Al sentarse para tomar la sopa, Carla sintió un fuerte dolor en el abdomen. Supo que no se debía al esfuerzo de haber empujado la carretilla. Era otra cosa. Pensó qué día era y retrocedió mentalmente hasta la fecha de la liberación del hospital judío.

—Mamá —dijo, temerosa—, creo que ya viene el bebé.

—¡Es demasiado pronto! —dijo Maud.

—Estoy de treinta y seis semanas y tengo contracciones.

—Será mejor que nos preparemos.

Maud subió a buscar toallas.

Ada llevó una silla del comedor. Guardaba un práctico pedazo de acero que había recogido en el cráter de una bomba y que utilizaba como almádena. A golpes, redujo la silla a pequeños fragmentos de madera para reavivar el fuego en el horno.

Carla se llevó las manos a su hinchado vientre.

—Podrías haber esperado a que hiciera menos frío, bebé —dijo.

Enseguida empezó a sentir demasiado dolor para notarlo. Jamás había conocido un dolor tan intenso.

Ni tan prolongado. Estuvo de parto toda la noche. Maud y Ada se turnaban para sostenerle la mano mientras ella gemía y gritaba. Rebecca las miraba, pálida y asustada.

La luz grisácea del amanecer empezaba a filtrarse a través del periódico que cubría la ventana de la cocina cuando al fin asomó la cabeza del bebé. Carla sintió más alivio que en toda su vida, aunque el dolor no remitió de forma inmediata.

Tras otro empujón agónico, Maud recogió al bebé de entre sus piernas.

—Es un niño —dijo.

Le sopló la cara, y el pequeño abrió la boca y lloró.

Maud se lo entregó a Carla y la ayudó a incorporarse con unos cojines que fue a buscar al salón.

El bebé tenía una densa mata de pelo negro.

Maud ató el cordón umbilical con un trozo de hilo de algodón y después lo cortó. Carla se desabotonó la blusa y le dio el pecho al niño.

Le preocupaba no tener leche. Sus pechos tendrían que haberse hinchado y goteado hacia el final del embarazo, pero no lo habían hecho, quizá porque el bebé era prematuro, o quizá porque la madre estaba mal alimentada. Sin embargo, después de que el bebé succionara unos instantes, Carla notó un dolor extraño y la leche empezó a fluir.

El bebé se durmió enseguida.

Ada llevó una palangana con agua caliente y un paño, y lavó con delicadeza la cara y la cabeza del pequeño, y después el resto del cuerpo.

—¡Qué guapo es! —susurró Rebecca.

—Mamá, ¿te parece bien que lo llamemos Walter?

La intención de sus palabras no era dramática, pero Maud se desmoronó. Se le contrajo el rostro y se dobló sobre sí misma, convulsionada por unos terribles sollozos. Se recuperó lo justo para decir «Lo siento», y volvió a sumirse en el dolor.

—Oh, Walter, mi Walter —dijo, sin dejar de llorar.

Finalmente consiguió calmarse.

—Lo siento —volvió a decir—. No pretendía montar una escenita. —Se secó la cara con la manga—. Es solo que me encantaría que tu padre pudiera ver al bebé. Es tan injusto…

Ada las sorprendió con una cita del Libro de Job:

—Dios nos da y Dios nos quita —dijo—. Bendito sea su nombre.

Carla no creía en Dios —ninguna entidad sagrada digna de tal nombre habría permitido que llegaran a existir los campos de exterminio nazis—, pero, aun así, la oración la reconfortó, pues apelaba a aceptarlo todo en la vida, incluso el dolor del nacimiento y la aflicción de la muerte. Maud también pareció encontrar consuelo en ella, y se serenó un poco más.

Carla contempló con adoración al bebé Walter. Juró que lo cuidaría, lo alimentaría y le daría calor, encontrase los obstáculos que encontrase por el camino. Era el niño más maravilloso que jamás había nacido, y ella lo querría y lo mimaría toda la vida.

El pequeño se despertó y Carla volvió a darle de mamar. Succionó satisfecho, haciendo ruiditos con la boca, mientras las cuatro mujeres lo contemplaban. Durante un rato, en la cocina cálida y tenuemente iluminada, no se oyó otro sonido.

II

El primer discurso de un nuevo parlamentario se conoce como «discurso inaugural» y suele ser tedioso. En él deben decirse ciertas cosas, emplearse ciertas frases manidas y tratar un tema nada controvertido. Colegas y opositores por igual felicitan al recién llegado, se observan las tradiciones y se rompe el hielo.

Lloyd Williams pronunció su primer discurso auténtico pocos meses después, durante el debate sobre la
National Insurance Bill
, la Ley de la Seguridad Social. Era un asunto imponente.

Mientras lo preparaba tenía a dos oradores en mente. Su abuelo, Dai Williams, utilizaba el lenguaje y la cadencia de la Biblia, no solo en la capilla sino también —quizá especialmente— cuando hablaba de la dureza y la injusticia de la vida del minero del carbón. Le gustaban las palabras contundentes y profundas: esfuerzo, pecado, codicia. Hablaba del hogar, de la mina y de la tumba.

Churchill hacía lo mismo, pero con un humor del que Dai Williams carecía. Sus frases largas y majestuosas solían acabar con una imagen inesperada o un giro de su significado. Siendo director del periódico gubernamental
British Gazette
durante la Huelga General de 1926, había advertido a los sindicalistas: «Tened muy claro esto: si volvéis a dejar caer sobre nosotros una huelga general, dejaremos caer sobre vosotros otra
British Gazette
». Lloyd creía que esas sorpresas eran necesarias en los discursos, que eran como las pasas en un bizcocho.

Pero cuando se puso en pie y empezó a hablar, vio que sus palabras, elegidas con tanto esmero, de pronto parecían irreales. Era evidente que su público compartía esa impresión, y Lloyd percibió que los cincuenta o sesenta parlamentarios presentes en la cámara solo escuchaban a medias. Sintió un instante de pánico: ¿cómo podía estar resultando tedioso un tema tan importante para la gente a la que representaba?

En el primer banco, destinado a los miembros del gobierno, vio a su madre, ya ministra de Escuelas, y a su tío Billy, ministro del Carbón. Lloyd sabía que Billy Williams había empezado a trabajar en la mina a los trece años. Ethel tenía la misma edad cuando comenzó a fregar los suelos de Ty Gwyn. Aquel debate no giraba en torno a frases brillantes, sino en torno a sus vidas.

Un minuto después abandonó el guión e improvisó. En lugar de lo que tenía escrito, decidió recordar la miseria de las familias obreras que se habían arruinado a consecuencia del desempleo o las discapacidades, escenas que había presenciado en el East End de Londres y en el yacimiento de carbón de Gales del Sur. Su voz delató la emoción que sentía, lo que le causó cierto bochorno, pero siguió adelante. Advirtió cómo los presentes empezaban a prestarle atención. Habló de su abuelo y de otros que se habían sumado al inicio del movimiento laborista con el sueño de conseguir un seguro universal de desempleo para desterrar para siempre el temor a la indigencia. Cuando se sentó, estalló un clamor de aprobación.

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