El invierno del mundo (65 page)

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Authors: Ken Follett

Había sido el domingo anterior, en la casa de Daisy, en Mayfair. Sus criadas tenían la tarde del domingo libre, y ella lo había llevado a su habitación en la casa vacía. Pero Daisy estuvo nerviosa e incómoda desde un principio. Lo besó, pero luego apartó la cara. Cuando él le puso las manos en los senos, ella las apartó. Él se sintió confuso: si se suponía que no debía comportarse así, ¿qué hacían en la habitación de ella?

—Lo siento —se disculpó Daisy al final—. Te quiero, pero no puedo hacer esto. No puedo engañar a mi marido en su propia casa.

—Pero él te engañó a ti.

—Al menos lo hacía en otro lugar.

—Está bien.

Ella lo miró.

—¿Crees que soy tonta?

Él se encogió de hombros.

—Después de todo lo que hemos pasado, me parece que te estás poniendo demasiado escrupulosa, sí, pero… escucha, tienes la libertad de sentirte como quieras. Sería un cabrón si intentara forzarte a hacer algo para lo que todavía no estás preparada.

Ella lo abrazó y le dio un buen achuchón.

—Ya te lo he dicho antes —dijo—. Has madurado.

—No dejemos que esto nos estropee la tarde —sugirió él—. Vamos al cine.

Vieron
El gran dictador
, de Charlie Chaplin, y se partieron de la risa, luego ella volvió al trabajo.

De camino a la estación de Embankment la mente de Lloyd se mantuvo ocupada con agradables pensamientos sobre Daisy, luego caminó por Northumberland Avenue hasta el Metropole. En el hotel habían retirado las reproducciones de antigüedades y lo habían amueblado con mesas y sillas más utilitarias.

Tras un par de minutos de espera, llevaron a Lloyd en presencia de un coronel alto con ademanes enérgicos.

—He leído su informe, teniente —anunció—. Bien hecho.

—Gracias, señor.

—Esperamos que otras personas sigan sus pasos y nos gustaría ayudarles. Tenemos un interés especial en los pilotos caídos. Su formación es cara y nos interesa que regresen para que vuelvan a volar.

A Lloyd le pareció algo duro. Si un hombre sobrevivía a un accidente aéreo, ¿de verdad podía pedírsele que se arriesgara a pilotar de nuevo? Pero a los heridos los enviaban de regreso al campo de batalla en cuanto se recuperaban. Así era la guerra.

—Estamos construyendo una especie de línea férrea clandestina que va desde Alemania hasta España —le informó el coronel—. Usted habla alemán, francés y español, por lo que veo, pero, lo que es más importante, ha estado en una situación límite. Nos gustaría trasladarlo de forma temporal a nuestro departamento.

Lloyd no se lo esperaba y no estaba muy seguro de cómo encajarlo.

—Gracias, señor. Es un honor. Pero ¿se trata de un cargo burocrático?

—En absoluto. Queremos que vuelva a Francia.

A Lloyd se le disparó el pulso. Creía que no tendría que enfrentarse de nuevo a esos peligros.

El coronel se percató de su expresión de desesperación.

—Ya sabe lo peligroso que es.

—Sí, señor.

—Puede negarse si quiere —sugirió el coronel con tono brusco.

Lloyd pensó en Daisy en pleno Blitz, y en las personas que habían muerto quemadas en el edificio Peabody, y supo que ni siquiera tenía ganas de negarse.

—Si usted considera que es importante, señor, volveré encantado, por supuesto.

—Buen muchacho —dijo el coronel.

Media hora más tarde, Lloyd se dirigía, aturdido, a la estación de metro. Ahora formaba parte de un departamento llamado MI9. Regresaría a Francia con documentación falsa y una gran suma de dinero en efectivo. Docenas de alemanes, holandeses, belgas y franceses habían sido reclutados en territorio ocupado para llevar a cabo la misión arriesgada y potencialmente letal de ayudar a los soldados ingleses y pilotos de la Commonwealth en su regreso a casa. Iba a convertirse en uno de los numerosos agentes del MI9 que ampliasen la red de actuación.

Si lo atrapaban, lo torturarían.

Aunque estaba asustado, lo embargaba la emoción. Iba a viajar en avión hasta Madrid: sería su primer viaje en avión. Volvería a Francia cruzando los Pirineos y contactaría con Teresa. Se disfrazaría para confundirse con el enemigo, rescataría a personas en las narices de la Gestapo. Se aseguraría de que esos hombres siguieran sus pasos para que no se sintieran tan solos y desamparados como él.

Regresó a Nutley Street a las once de la mañana.

«Miss América no ha movido ni un pelo», le informaba su madre en una nota.

Tras visitar el lugar del bombardeo, Ethel iría a la Cámara de los Comunes, y Bernie, al ayuntamiento. Lloyd y Daisy tenían la casa para ellos solos.

Lloyd subió a su habitación. Daisy seguía durmiendo. Su cazadora de cuero y sus pantalones de gruesa lana estaban tirados en el suelo de cualquier manera. Seguía en la cama en ropa interior. Era la primera vez.

Él se quitó la chaqueta y la corbata.

—Y lo demás —le ordenó Daisy con voz adormilada desde la cama.

Él se quedó mirándola.

—¿Qué?

—Que te quites toda la ropa y te metas en la cama.

La casa estaba vacía, nadie les molestaría.

Se quitó las botas, los pantalones, la camiseta, los calcetines y dudó.

—No tendrás frío —dijo ella. Se meneó bajo las mantas y le tiró sus bragas de seda.

Él había creído que sería un momento solemne de pasión encendida, pero, por lo visto, a Daisy le parecía algo divertido. Lloyd esperaba que ella lo orientase.

Se quitó la camiseta y los calzoncillos y se metió en la cama junto a ella. Su cuerpo era todo calidez y entrega. Él estaba nervioso: no le había confesado que era virgen.

Siempre había oído que el hombre debía tomar la iniciativa, pero parecía que Daisy no lo sabía. Lo besó y lo acarició, y luego le agarró el pene.

—¡Vaya! —exclamó—. Esperaba que tendrías uno de estos.

Tras aquello, Lloyd dejó de sentirse nervioso.

8

1941 (I)

I

Un frío domingo de invierno, Carla von Ulrich acompañó a Ada, su criada, a visitar a su hijo Kurt a la Clínica Infantil Wannsee, situada a orillas del lago homónimo, en el extrarradio occidental de Berlín. Tardaron una hora en llegar en tren. Carla se había acostumbrado a acudir a aquellas visitas vestida con el uniforme de enfermera, pues el personal de la clínica hablaba con mayor franqueza sobre Kurt a una colega de profesión.

En verano, el lago se llenaba de familias con niños que jugaban en la arena y chapoteaban en la orilla, pero aquel día apenas había unas cuantas personas paseando, bien abrigadas, y un robusto nadador a quien su esposa esperaba nerviosa en la orilla.

La clínica, especializada en el cuidado de niños con discapacidades graves, se alojaba en una antigua mansión cuyos salones habían sido divididos en espacios más pequeños, pintados de color verde pálido y amueblados con camas de hospital y cunas.

Kurt tenía ya ocho años. Podía caminar y comer solo casi con la misma autonomía de un niño de dos, pero no sabía hablar y seguía llevando pañales. No había dado muestras de mejoría durante años. Sin embargo, era indudable que se alegraba al ver a Ada. Irradiaba felicidad, barbotaba emocionado, extendía los brazos para que lo cogiera, y la abrazaba y la besaba.

También reconocía a Carla. Siempre que lo veía, ella recordaba el aterrador drama de su nacimiento; había asistido al parto mientras su hermano Erik iba a buscar al doctor Rothmann.

Jugaron con él durante aproximadamente una hora. Le gustaban los trenes y los coches de juguete, y también los libros con dibujos de colores vivos. Luego llegó la hora de la siesta, y Ada le cantó hasta que se durmió.

Cuando salían, una enfermera se dirigió a Ada.

—Frau Hempel, acompáñeme al despacho de herr professor doktor Willrich, por favor. Quiere hablar con usted.

Willrich era el director de la clínica. Carla no lo conocía y creía que Ada tampoco.

—¿Hay algún problema? —preguntó Ada, nerviosa.

—Estoy segura de que el director solo quiere comentarle los progresos de Kurt —contestó la enfermera.

—Fräulein Von Ulrich vendrá conmigo.

A la enfermera no le gustó la idea.

—El profesor Willrich solo la ha mencionado a usted.

Pero Ada podía ser tozuda cuando lo creía necesario.

—Fräulein Von Ulrich vendrá conmigo —repitió con firmeza.

La enfermera se encogió de hombros.

—Acompáñenme —dijo con sequedad.

Las precedió hasta un agradable despacho. Aquella sala no había sido dividida. Tenía una chimenea donde en aquel momento ardía carbón y una ventana salediza con vistas al lago Wannsee. Carla vio a alguien navegando por él, surcando las pequeñas olas contra una tenaz brisa. Willrich estaba sentado al otro lado de un escritorio tapizado en cuero. Sobre él había una tabaquera y un expositor con pipas de diferentes medidas. Rondaba los cincuenta años y era alto y de complexión fuerte. Todas sus facciones parecían grandes: nariz prominente, mandíbula angulosa, orejas enormes y cabeza ovalada y calva.

Miró a Ada.

—Frau Hempel, supongo —dijo. Ada asintió. Willrich se volvió hacia Carla—. Y usted es fräulein…

—Carla von Ulrich, profesor. Soy la madrina de Kurt.

Él arqueó las cejas.

—Un poco joven para ser madrina, ¿no le parece?

—¡Asistió al parto de Kurt! —exclamó Ada con indignación—. Solo tenía once años, pero lo hizo mejor que el médico, ¡porque el médico no estaba allí!

Willrich pasó por alto sus palabras y siguió mirando a Carla.

—Y, por lo que veo, tiene intención de ser enfermera —dijo con desdén.

Carla llevaba el uniforme de aprendiz, pero se consideraba más que una mera aspirante.

—Soy enfermera en prácticas —repuso. No le gustaba Willrich.

—Siéntense, por favor. —Abrió una carpeta delgada—. Kurt tiene ocho años pero apenas ha alcanzado la etapa de desarrollo propio de los dos años. —Hizo una pausa. Ninguna de ellas dijo nada—. El progreso no es satisfactorio —concluyó.

Ada miró a Carla, que no sabía adónde pretendía llegar el doctor, y se lo hizo saber encogiéndose de hombros.

—Existe un tratamiento nuevo para casos como este. Sin embargo, para que Kurt se beneficie de él tiene que ser trasladado a otro hospital. —Willrich cerró la carpeta. Miró a Ada y, por primera vez, sonrió—. Estoy seguro de que le complace la idea de que Kurt se someta a una terapia que podría mejorar su estado de salud.

A Carla no le gustaba su sonrisa, le parecía repulsiva.

—¿Podría decirnos algo más sobre el tratamiento, profesor? —preguntó.

—Me temo que no alcanzaría a entenderlo —contestó él—, aunque sea enfermera en prácticas.

Carla no tenía intención de consentirle aquello.

—Estoy segura de que frau Hempel querrá saber si requiere cirugía, medicación o corrientes eléctricas, por ejemplo.

—Medicación —dijo él con evidente reticencia.

—¿Adónde tendría que ir? —preguntó Ada.

—El hospital está en Akelberg, en Baviera.

Ada no tenía muchos conocimientos de geografía, y Carla sabía que no podía hacerse una idea de la distancia a la que se encontraba aquel lugar.

—Está a algo más de trescientos kilómetros de aquí —dijo.

—¡Oh, no! —exclamó Ada—. ¿Cómo iría a visitarlo?

—En tren —contestó Willrich impaciente.

—Serían cuatro o cinco horas de viaje. Probablemente tendría que pernoctar allí. ¿Y qué hay del coste del billete?

—¡Yo no puedo preocuparme por esas cosas! —espetó Willrich, airado—. ¡Soy médico, no agente de viajes!

Ada estaba al borde de las lágrimas.

—Si eso significa que Kurt mejorará, que aprenderá a decir aunque sea unas palabras y que no necesitará usar pañales…, quizá un día podrá volver a casa.

—Exactamente —dijo Willrich—. Estaba seguro de que dejaría de lado los motivos personales y egoístas y de que no lo privaría de la oportunidad de mejorar.

—¿Es eso lo que nos está diciendo? —preguntó Carla—. ¿Que Kurt podría llevar una vida normal?

—La medicina no ofrece garantías —contestó él—. Incluso una enfermera en prácticas debería saberlo.

Carla había aprendido de sus padres a no tolerar las evasivas.

—No le pido una garantía —repuso con sequedad—. Le pido un pronóstico. Y lo tiene, porque de lo contrario no estaría proponiendo el tratamiento.

El hombre se ruborizó.

—El tratamiento es nuevo. Confiamos en que Kurt mejorará con él. Eso es lo que le estoy diciendo.

—¿Es experimental?

—Toda la medicina es experimental. Todas las terapias funcionan con algunos pacientes y con otros no. Debe escuchar lo que le digo: la medicina no ofrece garantías.

Carla quería enfrentarse a él solo por su arrogancia, pero comprendió que no tenía argumentos para contradecirlo. Además, no estaba segura de que Ada tuviese alternativa. Los médicos podían oponerse a los deseos de los padres si la salud del niño estaba en peligro; de hecho, podían hacer lo que quisieran. Willrich no estaba pidiendo permiso a Ada, no tenía la necesidad de hacerlo. Solo la informaba para evitar un escándalo.

—¿Puede decirle a frau Hempel cuánto tiempo podría pasar hasta que Kurt volviera de Akelberg? —preguntó Carla.

—No mucho —contestó Willrich.

No era una respuesta, pero Carla tenía la impresión de que si lo presionaba volvería a irritarlo.

Ada parecía sentirse impotente. Carla la entendía; a ella también le resultaba difícil decidir. No les habían dado suficiente información. Carla había observado que los médicos solían comportarse de ese modo, como si quisiesen guardar en secreto todos sus conocimientos. Preferían engatusar a los pacientes con obviedades y adoptar una actitud defensiva ante sus preguntas.

Ada tenía los ojos llorosos.

—Bueno, si hay alguna posibilidad de que mejore…

—Esa es la actitud —dijo Willrich.

Pero Ada no había acabado.

—¿Qué opinas, Carla?

Willrich pareció indignarse al ver que le pedía opinión a una simple enfermera.

—Estoy de acuerdo contigo, Ada. Hay que aprovechar esta oportunidad por el bien de Kurt, aunque sea duro para ti.

—Muy sensata —dijo Willrich, y se puso en pie—. Gracias por venir a verme.

Se acercó a la puerta y la abrió. Carla tuvo la impresión de que deseaba librarse de ellas.

Salieron de la clínica y se dirigieron a pie a la estación. Mientras el tren, casi vacío, se ponía en marcha, Carla cogió un panfleto que alguien había dejado en el asiento. Bajo el encabezamiento «Cómo combatir a los nazis», enumeraba diez consejos para precipitar el fin del régimen, empezando por ralentizar el ritmo de trabajo.

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