Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Cuando se encontraban ya en el bosque, Werner dejó la carretera y enfiló por una pista hasta que los arbustos ocultaron el coche. Carla supuso que había llevado allí a otras chicas para besarlas.
Werner apagó las luces, y quedaron sumidos en la más densa penumbra.
—Voy a hablar con el general Dorn —dijo él. Dorn era su jefe, un importante oficial de las Fuerzas Aéreas—. ¿Qué vas a hacer tú?
—Mi padre dice que ya no queda oposición política, pero las iglesias siguen siendo fuertes. Nadie que sea consecuente con sus creencias religiosas podría tolerar lo que se está haciendo.
—¿Eres religiosa? —preguntó Werner.
—No exactamente. Mi padre sí. Para él, la fe protestante forma parte del patrimonio alemán que tanto adora. Mi madre lo acompaña a la iglesia, aunque sospecho que su teología es poco ortodoxa. Yo creo en Dios, pero no creo que a Él le importe que la gente sea protestante, católica, musulmana o budista. Y me gusta cantar himnos.
La voz de Werner se redujo a un susurro.
—Yo no puedo creer en un Dios que permite que los nazis maten a niños.
—No te culpo.
—¿Qué va a hacer tu padre?
—Hablará con el pastor de nuestra iglesia.
—Bien.
Guardaron silencio un rato. Él la rodeó con un brazo.
—¿Te molesta? —le preguntó con un hilo de voz.
Ella estaba tensa y expectante por lo que estaba a punto de suceder, y parecía flaquearle la voz. Su respuesta brotó en forma de gruñido. Volvió a intentarlo y al fin consiguió decir:
—Si hace que dejes de sentirte triste…, no.
Él la besó.
Ella le devolvió el beso con ansia. Él le acarició el pelo, y después los senos. Carla sabía que muchas chicas paraban al llegar a ese punto. Decían que si una iba más allá perdía el control.
Decidió arriesgarse.
Le acarició una mejilla mientras él la besaba. Le acarició el cuello con la yema de los dedos, disfrutando de la calidez de su piel. Introdujo una mano bajo su chaqueta y exploró su cuerpo: los omóplatos, las costillas, la espalda.
Ella suspiró al notar su mano en un muslo, debajo de la falda. Cuando la mano se deslizó al interior de sus muslos, separó las rodillas. Todas sus amigas decían que podrían considerarla una chica fácil por hacer eso, pero fue incapaz de resistirse.
Él la tocó en el lugar preciso. No intentó introducir la mano por la ropa interior, sino que la acarició con delicadeza a través del algodón. Ella se sorprendió emitiendo sonidos guturales, débiles al principio pero cada vez más intensos. Acabó gritando de placer, hundiendo la cara en su cuello para amortiguar su voz, y al final tuvo que retirar la mano de Werner porque se sentía demasiado sensible.
Jadeaba. Cuando empezó a recuperar el aliento, él la besó en el cuello y le acarició la cara con ternura.
—¿Puedo hacerte yo algo? —le preguntó ella un minuto después.
—Solo si quieres.
Carla se sintió azorada al comprender cuánto lo deseaba.
—Es que…, yo nunca…
—Lo sé —dijo él—. Yo te enseñaré.
El pastor Ochs era un clérigo corpulento y campechano; vivía en una casa grande y tenía una agradable esposa y cinco hijos, y Carla temía que se negara a implicarse en aquello. Pero lo subestimaba. El hombre ya había oído rumores que atribulaban su conciencia y accedió a acompañar a Walter a la Clínica Infantil Wannsee. El profesor Willrich difícilmente podría negarle una visita a un clérigo.
Decidieron llevar a Carla con ellos porque había presenciado la entrevista de Ada con el director, a quien le resultaría más difícil cambiar de versión en su presencia.
En el tren, Ochs propuso que fuera él quien hablara.
—Es probable que el director sea nazi —dijo. La mayoría de quienes ocupaban cargos de responsabilidad en aquel momento eran miembros del partido—. Naturalmente, considerará un enemigo a un antiguo diputado socialdemócrata. Representaré el papel de árbitro imparcial. Creo que así averiguaremos más.
Carla no estaba segura. Creía que su padre tenía más experiencia interrogando, pero Walter aceptó la sugerencia del pastor.
Era primavera, y hacía más calor que en la anterior visita de Carla. En el lago había barcas. Carla pensó que le propondría a Werner ir allí de picnic. Quería disfrutar de él cuanto pudiese antes de que se interesara por otra chica.
El profesor Willrich tenía la chimenea encendida, aunque una de las ventanas de su despacho estaba abierta y dejaba entrar la fresca brisa procedente del lago.
El director estrechó la mano del pastor Ochs y de Walter. Dirigió a Carla una fugaz mirada a modo de saludo y acto seguido dejó de prestarle atención. Los invitó a sentarse, pero Carla advirtió que su cortesía superficial escondía una furiosa hostilidad. Era obvio que no le gustaba que lo interrogasen. Cogió una de sus pipas y jugueteó nervioso con ella. Aquel día parecía menos arrogante, confrontado a dos hombres maduros en lugar de a dos mujeres jóvenes.
Ochs inició la conversación.
—Profesor Willrich, herr Von Ulrich y otras personas de mi congregación están consternadas por la muerte en circunstancias misteriosas de varios niños discapacitados a los que conocían.
—Aquí no ha muerto ningún niño en circunstancias misteriosas —le espetó Willrich—. De hecho, aquí no ha muerto ningún niño en los últimos dos años.
Ochs se volvió hacia Walter.
—Algo muy tranquilizador, ¿no le parece?
—Sí —contestó Walter.
A Carla no se lo parecía, pero por el momento decidió guardar silencio.
—Estoy seguro de que aquí procuran los mejores cuidados a sus pacientes —prosiguió Ochs con afectación.
—Sí. —Willrich parecía algo menos nervioso.
—Pero trasladan a niños a otros hospitales.
—Por supuesto, si otra institución puede ofrecerles un tratamiento del que aquí no disponemos.
—Y, cuando se traslada a un niño, supongo que después no acostumbran a mantenerlo informado del tratamiento que le aplican o de su estado.
—¡Exacto!
—A menos que regrese.
Willrich no dijo nada.
—¿Ha regresado alguno?
—No.
Ochs se encogió de hombros.
—Entonces es imposible que usted sepa lo que fue de ellos.
—Cierto.
Ochs se recostó en la silla y abrió las manos en un gesto de franqueza.
—Entonces, ¡usted no tiene nada que ocultar!
—Nada en absoluto.
—Algunos de los niños trasladados han muerto.
Willrich no dijo nada.
Ochs insistió sutilmente.
—Eso es verdad, ¿no?
—No puedo responderle con total seguridad, herr pastor.
—¡Ah! —exclamó Ochs—. Porque no le informarían siquiera en el caso de que alguno de esos niños muriese.
—Como ya hemos comentado.
—Discúlpeme si me repito, pero sencillamente quisiera dejar del todo claro que usted no puede arrojar luz sobre esas muertes.
—En absoluto.
Ochs se volvió de nuevo hacia Walter.
—Creo que estamos aclarando las cosas muy deprisa.
Walter asintió.
Carla sintió el impulso de decir: «¡No hemos aclarado nada!».
Pero Ochs volvió a hablar.
—Aproximadamente, ¿cuántos niños ha trasladado en, digamos, los últimos doce meses?
—Diez —contestó Willrich—. Exactamente. —Sonrió con suficiencia—. Los científicos preferimos evitar las aproximaciones.
—Diez pacientes… ¿de cuántos?
—Hoy tenemos ciento siete.
—¡Una proporción mínima! —dijo Ochs.
Carla se enfurecía por momentos. ¡Era evidente que Ochs estaba del lado de Willrich! ¿Por qué consentía aquello su padre?
—Y esos niños, ¿padecían la misma enfermedad o diferentes dolencias?
—Diferentes. —Willrich abrió una carpeta que tenía sobre el escritorio y leyó—: Idiocia, síndrome de Down, microcefalia, hidrocefalia, malformaciones de las extremidades, la cabeza y la espina dorsal, y parálisis.
—Esos son los casos que tiene orden de enviar a Akelberg.
Al fin un salto. Era la primera mención que se hacía de Akelberg, y la primera insinuación de que Willrich recibía órdenes de una autoridad superior. Tal vez Ochs fuera más sutil de lo que parecía.
Willrich abrió la boca para decir algo, pero Ochs se le adelantó con otra pregunta.
—¿Todos los niños que ha enviado allí iban a recibir el mismo tratamiento especial?
Willrich sonrió.
—Le repito que no me han informado y que, por consiguiente, no puedo contestarle.
—Usted se ha limitado a cumplir…
—Órdenes, sí.
Ochs sonrió.
—Es usted un hombre juicioso. Escoge las palabras con cuidado. ¿Tenían los niños diferentes edades?
—En un principio, el programa estaba restringido a niños menores de tres años, pero más tarde se amplió para que se beneficiasen otros, de diferentes edades, sí.
Carla reparó en la palabra «programa», algo que no se había admitido hasta el momento. Empezó a caer en la cuenta de que Ochs era más astuto de lo que daba a entender.
El pastor pronunció su siguiente frase como confirmando algo que ya se hubiese afirmado.
—Y todos los niños discapacitados judíos también estaban incluidos, al margen de la enfermedad que padeciesen. —Hubo un momento de silencio. Willrich parecía sorprendido. Carla se preguntó cómo sabría Ochs lo de los niños judíos. Tal vez no lo supiese, tal vez solo estuviese especulando—. Los niños judíos y los de raza mixta, debería haber dicho —añadió Ochs tras una pausa.
Por toda respuesta, Willrich asintió levemente.
—Hoy en día no es muy habitual que los niños judíos tengan algún tipo de preferencia, ¿no le parece?
Willrich apartó la mirada.
El pastor se puso en pie y, cuando volvió a hablar, su voz brotó rebosante de ira.
—Me ha dicho que diez niños aquejados de diferentes enfermedades y que, por tanto, era imposible que pudiesen beneficiarse del mismo tratamiento fueron enviados a un hospital especial del que nunca regresaron, y que los judíos tenían prioridad. ¿Qué cree usted que fue de ellos, herr professor doktor Willrich? ¡Por el amor de Dios!, ¿qué cree usted que fue de ellos?
Willrich daba la impresión de estar a punto de llorar.
—Puede guardar silencio, por supuesto —dijo Ochs algo más calmado—, pero algún día una autoridad superior le hará esta misma pregunta, en realidad, la más elevada de todas las autoridades.
Alargó un brazo y lo señaló con un dedo acusador.
—Y ese día, hijo mío, contestará.
Dicho esto, se dio media vuelta para salir del despacho.
Carla y Walter lo siguieron.
El inspector Thomas Macke sonrió. A veces, los enemigos del Estado le hacían el trabajo. En lugar de operar en secreto y ocultarse en sitios donde fuese difícil encontrarlos, se identificaban ante él y le proporcionaban generosamente pruebas irrefutables de sus delitos. Eran como peces con los que no era necesario utilizar cebo y anzuelo sino que saltaban del agua directos a la cesta del pescador y suplicaban que los friesen.
El pastor Ochs era uno de ellos.
Macke volvió a leer su carta. Iba dirigida al ministro de Justicia, Franz Gürtner.
Apreciado ministro:
¿Está el gobierno matando a niños discapacitados? Se lo pregunto de una forma tan directa porque necesito una respuesta simple y concisa.
¡Qué insensato! Si la respuesta era «No», aquello era una difamación; si era «Sí», Ochs sería culpable de desvelar secretos de Estado. ¿Acaso no era capaz de llegar él solo a esa conclusión?
Frente a la imposibilidad de seguir pasando por alto los rumores que circulaban en mi congregación, he visitado la Clínica Infantil Wannsee y he hablado con su director, el profesor Willrich. Sus respuestas han sido tan poco convincentes que he llegado a la conclusión de que algo terrible está ocurriendo allí, algo que podría ser un crimen y que sin duda es un pecado.
¡Aquel hombre tenía la desvergüenza de escribir sobre crímenes! ¿No se le había pasado por la cabeza que acusar a las agencias gubernamentales de actos ilegales era en sí un acto ilegal? ¿Imaginaba que estaba viviendo en una democracia liberal degenerada?
Macke sabía a qué se refería Ochs. El programa se llamaba Aktion T4 por el lugar donde se llevaba a cabo, el número 4 de Tiergartenstrasse. La agencia era oficialmente la Fundación General para el Bienestar y el Cuidado Institucional, aunque estaba supervisada por el despacho personal de Hitler, la Cancillería del Führer. Su función consistía en planificar la muerte sin dolor de personas discapacitadas que no podrían sobrevivir sin unos costosos cuidados. Había hecho un trabajo espléndido en los dos años anteriores, deshaciéndose de decenas de miles de personas inútiles.
El problema era que la opinión pública alemana no era aún lo bastante evolucionada para comprender la necesidad de tales muertes, por lo que era preciso mantener el programa en secreto.
Macke participaba de él. Había sido ascendido a inspector y finalmente admitido en la élite paramilitar del Partido Nazi, las Schutzstaffel, las SS. Se le había informado sobre el Aktion T4 cuando le asignaron el caso Ochs. Se sentía orgulloso; ahora ya se encontraba en el corazón del régimen.
Por desgracia, algunas personas habían sido imprudentes y el secreto del Aktion T4 corría peligro de salir a la luz.
La responsabilidad de Macke era soldar la fuga.
Gracias a unas pesquisas preliminares, enseguida se supo que había tres hombres a quienes era preciso silenciar: el pastor Ochs, Walter von Ulrich y Werner Franck.
Franck era el primogénito de un fabricante de radios y un prominente defensor de los nazis en los inicios del movimiento. El propio fabricante, Ludwig Franck, había exigido información sobre la muerte de su hijo menor, discapacitado, pero tras la amenaza de cerrar sus fábricas había guardado silencio. El joven Werner, un oficial del Ministerio del Aire con una carrera fulgurante, había seguido haciendo incómodas preguntas con la intención de implicar a su influyente jefe, el general Dorn.
El Ministerio del Aire tenía su sede en el edificio considerado el más grande de Europa; ocupaba toda una manzana de la Wilhelmstrasse y se encontraba a la vuelta de la esquina de los cuarteles generales de la Gestapo, en Prinz-Albrecht-Strasse. Macke fue allí a pie.
Ataviado con el uniforme de las SS pudo entrar sin detenerse ante los guardias.