El invierno del mundo (70 page)

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Authors: Ken Follett

Macke abrió un cajón y sacó tres garrotes largos y recios como bates de béisbol. Entregó uno a cada uno de sus ayudantes.

—Moledlo a palos —dijo, y se marchó.

VI

El capitán Volodia Peshkov, responsable de la sección de Berlín de los servicios secretos del Ejército Rojo, se reunió con Werner Franck en el Cementerio de los Inválidos, junto al canal de navegación que unía Berlín y Spandau.

Era una buena elección. Tras inspeccionar meticulosamente el cementerio, Volodia confirmó que nadie había seguido a Werner. La única persona que había allí era una anciana con un pañuelo negro en la cabeza, y que ya se dirigía a la salida.

El punto de encuentro era la tumba del general Von Scharnhorst, formada por un gran pedestal sobre el que se erigía un león somnoliento fabricado con la fundición de cañones enemigos. Era un día soleado de primavera, y los dos jóvenes espías se quitaron la chaqueta mientras paseaban entre los sepulcros de héroes alemanes.

Después de que Hitler y Stalin firmasen el tratado, hacía casi dos años, el espionaje soviético había seguido activo en Alemania, y también la vigilancia del personal de la embajada soviética. Todo el mundo creía que era un pacto temporal, aunque nadie sabía cuánto duraría. Por ello, los agentes del contraespionaje aún seguían a Volodia a todas partes.

Volodia sospechaba que debían de saber en qué ocasiones salía para cumplir con una misión secreta, pues era entonces cuando les daba esquinazo. Si solo iba a comprar una salchicha para almorzar, dejaba que le pisaran los talones. Se preguntaba si serían lo bastante astutos para caer en la cuenta de eso.

—¿Has visto a Lili Markgraf últimamente? —preguntó Werner.

Era una chica con la que ambos habían salido en el pasado. Volodia la había reclutado después, y ella había a prendido a cifrar y descifrar mensajes con el código de los servicios secretos del Ejército Rojo. Obviamente, era algo que Volodia no iba a decirle a Werner.

—Llevo tiempo sin verla —mintió—. ¿Y tú?

Werner negó con la cabeza.

—Otra mujer ha conquistado mi corazón. —Parecía tímido. Quizá le avergonzaba refutar su reputación de conquistador—. Bueno, ¿para qué querías verme?

—Hemos recibido una información demoledora —contestó Volodia—, una noticia que cambiará el curso de la historia… si es cierta. —Werner lo miró escéptico. Volodia prosiguió—: Una fuente nos ha informado de que Alemania invadirá la Unión Soviética en junio. —Volvió a estremecerse al decirlo. Era una inmensa victoria para los servicios secretos del Ejército Rojo, y una terrible amenaza para la URSS.

Werner se apartó un mechón de los ojos con un gesto que sin duda aceleraba el pulso de las chicas.

—¿Una fuente fidedigna?

Se trataba de un periodista de Tokio que gozaba de la confianza del embajador alemán en Japón, aunque en realidad era un comunista clandestino. Todo cuanto había comunicado hasta el momento había sido veraz. Pero Volodia no podía decirle eso a Werner.

—Sí —contestó.

—Entonces, ¿crees que ocurrirá?

Volodia vaciló. Ese era el problema. Stalin no lo creía. Opinaba que se trataba de desinformación de los Aliados con la intención de dar muestras de desconfianza entre Hitler y él. El escepticismo de Stalin frente a aquel golpe maestro de los servicios secretos había desolado a los superiores de Volodia y les había amargado la jubilación.

—Queremos confirmarlo —contestó.

Werner recorrió con la mirada los árboles del cementerio, que empezaban a verdear.

—Dios, espero que sea verdad —dijo con repentina fiereza—. Eso acabaría con los malditos nazis.

—Sí —convino Volodia—, si el Ejército Rojo está preparado.

Werner se sorprendió.

—¿No estáis preparados?

Una vez más, Volodia no podía decirle a Werner toda la verdad. Stalin creía que los alemanes no atacarían antes de que hubiesen derrotado a los británicos, temerosos de una guerra en dos frentes; creía que mientras Gran Bretaña siguiera desafiando a Alemania, la Unión Soviética estaba a salvo. En consecuencia, el Ejército Rojo no estaba ni de lejos preparado para una invasión alemana.

—Lo estaremos —respondió Volodia—, si consigues corroborar los planes de invasión.

Sintió a su pesar una leve sensación de protagonismo. Su espía podía ser la clave.

—Por desgracia, no puedo ayudarte —dijo Werner.

Volodia frunció el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

—No puedo corroborar ni desmentir esa información, ni tampoco proporcionarte nada más. Están a punto de despedirme del Ministerio del Aire. Es probable que me destinen a Francia…, o, si tu información es cierta, que me envíen a invadir la Unión Soviética.

Volodia estaba horrorizado. Werner era su mejor espía. La información que él le había facilitado era lo que había favorecido su ascenso a capitán. Le costaba respirar.

—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó, no sin esfuerzo.

—Mi hermano murió en una clínica para discapacitados, igual que el ahijado de mi novia, y estamos haciendo demasiadas preguntas.

—¿Por qué iban a degradarte por eso?

—Los nazis están matando a los discapacitados, pero es un programa secreto.

Volodia se distrajo un momento de su misión.

—¿Qué? ¿Los matan, sin más?

—Eso parece. Aún no conocemos los detalles, pero si no tuviesen nada que ocultar, no me habrían castigado a mí, ni a otros, por hacer preguntas.

—¿Cuántos años tenía tu hermano?

—Quince.

—¡Dios mío! ¡Si aún era un niño!

—No se van a salir con la suya. Me niego a ocultar esto.

Se detuvieron frente a la tumba de Manfred von Richthofen, un as de la aviación. Era una lápida enorme, de casi dos metros de altura y casi el doble de ancho. En ella se leía esculpida, con elegantes letras mayúsculas, una única palabra: RICHTHOFEN. A Volodia le resultó conmovedora aquella sencillez.

Intentó recobrar la compostura. Se dijo que, al fin y al cabo, la policía secreta soviética asesinaba a gente, en especial a los sospechosos de deslealtad. El jefe del NKVD, Lavrenti Beria, era un torturador cuya práctica predilecta consistía en secuestrar a dos chicas guapas en la calle y violarlas por la noche como divertimento, según ciertos rumores. Pero pensar que los comunistas podían ser tan brutales como los nazis no lo consolaba en absoluto. Algún día, se recordó, los soviéticos se desharían de Beria y de los tipos de su calaña, y entonces podrían construir el auténtico comunismo. Mientras tanto, la prioridad era derrotar a los nazis.

Llegaron al muro del canal y se quedaron allí, contemplando el lento avance de una barcaza que despedía un humo negro y oleoso. Volodia meditó sobre la alarmante confesión de Werner.

—¿Qué ocurriría si dejases de investigar esas muertes de niños discapacitados? —preguntó.

—Perdería a mi novia —contestó Werner—. Está tan furiosa como yo.

A Volodia lo asaltó el temor de que Werner pudiese desvelarle la verdad a su novia.

—Obviamente no podrías confesarle el verdadero motivo de tu cambio de parecer —dijo con tono categórico.

Werner parecía sorprendido, pero no discutió.

Volodia cayó en la cuenta de que convenciendo a Werner para que abandonase aquella campaña estaría ayudando a los nazis a ocultar sus crímenes. Desechó al instante aquel incómodo pensamiento.

—Pero ¿te permitirían conservar tu puesto con el general Dorn si accedieras a olvidarte del asunto?

—Sí. Eso es lo que quieren. Pero no voy a permitirles que se salgan con la suya después de haber matado a mi hermano. Me enviarán al frente, pero no me callaré.

—¿Qué crees que te harán cuando sepan lo decidido que estás?

—Me llevarán a algún campo de prisioneros.

—¿Y qué ganarás con eso?

Volodia tenía que recuperar a Werner, pero de momento no lo estaba consiguiendo. Werner tenía respuesta para todo. Era un tipo inteligente. Y eso era lo que hacía de él un espía tan valioso.

—¿Y los otros? —preguntó Volodia.

—¿Qué otros?

—Debe de haber miles de adultos y niños discapacitados. ¿Los nazis van a matarlos a todos?

—Es probable.

—Es evidente que no podrás impedírselo si estás en un campo de prisioneros.

Por primera vez, Werner se quedó sin réplica.

Volodia se volvió de espaldas al agua y recorrió el cementerio con la mirada. Un joven trajeado se arrodilló frente a un pequeño sepulcro. ¿Los estaría siguiendo? Volodia lo observó atentamente. El hombre sollozaba y temblaba. Su aflicción parecía auténtica; los agentes del contraespionaje no eran buenos actores.

—Míralo —le dijo Volodia a Werner.

—¿Por qué?

—Se lamenta. Es lo que estás haciendo tú.

—¿Y qué?

—Tú míralo.

Un minuto después, el hombre se puso en pie, se enjugó la cara con un pañuelo y se alejó.

—Ahora ya se ha desahogado. En eso consiste lamentarse. Con el lamento no se consigue nada, solo hace que uno se sienta mejor.

—¿Crees que estoy indagando solo para sentirme mejor?

Volodia se volvió y lo miró a los ojos.

—No te juzgo —dijo—. Quieres averiguar la verdad y gritarla a los cuatro vientos. Pero intenta pensar con lógica. La única forma de acabar con lo que me has contado es derrocar al régimen. Y la única forma de conseguir que eso ocurra es que el Ejército Rojo derrote a los nazis.

—Es posible.

Werner empezaba a flaquear. Volodia vio un brote de esperanza.

—¿Es posible? —dijo—. ¿Quién más hay? Los ingleses están postrados, intentando desesperadamente repeler a la Luftwaffe. A los estadounidenses no les interesan las contiendas europeas. Todos los demás respaldan a los fascistas. —Posó las manos en los hombros de Werner—. El Ejército Rojo es tu única esperanza, amigo mío. Si perdemos, esos nazis seguirán matando a niños discapacitados, y a judíos, y a comunistas, y a homosexuales, durante otros mil sangrientos años.

—Mierda —espetó Werner—. Tienes razón.

VII

El domingo, Carla y su madre fueron a la iglesia. Maud estaba angustiada por la detención de Walter y desesperada por averiguar adónde lo habían llevado. Obviamente, la Gestapo se había negado a darle ninguna información. Pero la iglesia del pastor Ochs era muy popular, a sus oficios religiosos asistía gente de barrios más pudientes, y entre la congregación se contaban algunos hombres poderosos, un par de ellos en posición de hacer preguntas.

Carla inclinó la cabeza y rezó por que su padre no estuviera siendo maltratado ni torturado. En verdad no creía en las oraciones, pero estaba lo bastante consternada para probarlo todo.

Se alegró al ver a la familia Franck sentada varias filas por delante de ella. Observó la nuca de Werner. El cabello rizado le colgaba ligeramente sobre el cuello, en contraste con la mayoría de los hombres, que lo llevaban prácticamente al rape. Ella había tocado y besado aquel cuello. Era un hombre adorable, probablemente el más agradable de cuantos la habían besado. Todos los días, antes de acostarse, revivía la noche en que habían ido al Grunewald.

Pero no estaba enamorada de él, se dijo.

Aún no.

Cuando el pastor Ochs entró, ella enseguida advirtió que lo habían doblegado. El cambio que se apreciaba en él era aterrador. Se dirigió lentamente al facistol, con la cabeza gacha y los hombros caídos, ante lo cual varios feligreses intercambiaron susurros asombrados. Recitó inexpresivo las oraciones y después leyó el sermón. Hacía dos años que Carla era enfermera y reconoció en él los síntomas de la depresión. Supuso que también él había recibido una visita de la Gestapo.

Observó que frau Ochs y sus cinco hijos no ocupaban el lugar habitual, en el primer banco.

Mientras cantaban el último himno, Carla juró que no se rendiría, pese a lo atemorizada que estaba. Aún tenía aliados: Frieda, Werner y Heinrich. Pero ¿qué podían hacer ellos?

Deseó disponer de alguna prueba de lo que los nazis estaban haciendo. No albergaba la menor duda de que estaban exterminando a los discapacitados; aquella campaña de la Gestapo lo evidenciaba. Pero no podría convencer a los demás sin una prueba irrefutable.

¿Cómo podía conseguirla?

Al acabar el oficio religioso, salió de la iglesia con Frieda y Werner y los llevó a un lado, lejos de sus padres.

—Creo que tenemos que conseguir alguna prueba de lo que está pasando —les dijo.

Frieda sabía a qué se refería.

—Deberíamos ir a Akelberg —propuso—, al hospital.

Al principio, Werner había sugerido eso mismo, pero finalmente decidieron comenzar las pesquisas allí, en Berlín. En ese momento, Carla reconsideró la idea.

—Necesitaremos permisos para viajar.

—¿Cómo vamos a conseguirlos?

Carla chasqueó los dedos.

—Las dos somos socias del Club Ciclista Mercury. Ellos gestionan permisos para hacer salidas en bicicleta. —Era la clase de actividades que fomentaban los nazis: ejercicio saludable al aire libre para los jóvenes.

—¿Entraremos en el hospital?

—Podríamos intentarlo.

—Creo que deberíais abandonar —dijo Werner.

Carla estaba perpleja.

—¿Qué quieres decir?

—Es evidente que al pastor Ochs le han dado un buen susto. Esto es muy peligroso. Podríais acabar en la cárcel, torturadas. Y nada nos devolverá a Axel y a Kurt.

Ella siguió mirándolo, incrédula.

—¿Quieres que abandonemos?

—Tenéis que abandonar. ¡Habláis como si Alemania fuese un país libre! Conseguiréis que os maten a las dos.

—¡Tenemos que asumir riesgos! —replicó Carla, airada.

—Yo me quedo al margen —dijo Werner—. Yo también he recibido la visita de la Gestapo.

A Carla se le heló la sangre.

—Oh, Werner… ¿Qué ha pasado?

—Solo amenazas, de momento. Si sigo haciendo preguntas, me enviarán al frente.

—Bueno, gracias a Dios que no es algo peor.

—Pero ya es bastante malo.

Las chicas guardaron silencio un momento, y después Frieda dijo lo que Carla estaba pensando.

—Tienes que ver que esto es más importante que tu trabajo.

—No me digas lo que tengo que ver —contestó Werner. Parecía enfadado, pero Carla advirtió que lo que en realidad sentía era vergüenza—. No es tu carrera lo que está en juego —prosiguió—. Y tú aún no sabes cómo se las gasta la Gestapo.

Carla estaba atónita. Creía que conocía a Werner. Estaba segura de que lo vería del mismo modo que ella.

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