El invierno del mundo (106 page)

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Authors: Ken Follett

Eva habló en inglés con una mezcla de acento alemán, estadounidense y escocés.

—Daisy, cariño, esto no es Roma.

—Lo sé. ¿Seguro que estás cómoda?

Eva se encontraba en la última etapa del embarazo de su cuarto hijo.

—¿Te importa si pongo los pies en alto?

—Claro que no. —Daisy le llevó un cojín.

—La sociedad de Londres es respetable —prosiguió Eva—, aunque no creas que me entusiasma. A mí también me han excluido a menudo, y a veces el pobre Jimmy se lleva algún que otro desaire por haberse casado con una alemana medio judía.

—Es horrible.

—No se lo deseo a nadie, al margen de los motivos.

—A veces odio a los ingleses.

—Olvidas cómo son los estadounidenses. ¿No recuerdas que me dijiste que las chicas de Buffalo eran unas esnobs?

Daisy se rió.

—Parece que haya pasado mucho tiempo de aquello.

—Has dejado a tu marido —dijo Eva—. Y lo has hecho de un modo incuestionablemente espectacular, insultándolo en el bar del hotel Claridge.

—¡Y solo había tomado un martini!

Eva sonrió.

—¡Cómo me habría gustado estar allí!

—En cierto modo a mí me habría gustado no estar.

—Como supondrás, la alta sociedad londinense no ha hablado de otra cosa en las últimas tres semanas.

—Debería haberlo imaginado.

—Me temo que ahora cualquiera que se presentase en tu fiesta sería considerado partidario del adulterio y del divorcio. Ni siquiera yo quiero que mi suegra sepa que he venido a tomar té contigo.

—Pero es tan injusto… ¡Boy ya me había sido infiel!

—¿Y creías que a las mujeres se nos trata con igualdad?

Daisy recordó que Eva tenía mucho más de que preocuparse que del esnobismo. Su familia seguía en la Alemania nazi. Fitz había indagado por medio de la embajada suiza y había averiguado que su padre estaba en un campo de concentración, y que a su hermano, fabricante de violines, la policía le había dado una paliza y le había destrozado las manos.

—Cuando pienso en tus problemas, me avergüenzo de quejarme —dijo Daisy.

—No tienes de qué avergonzarte. Pero cancela la fiesta.

Daisy siguió su consejo.

Sin embargo, eso la deprimió. El trabajo para la Cruz Roja llenaba sus días, pero por las noches no tenía a donde ir ni nada que hacer. Iba al cine dos veces por semana. Intentó leer
Moby Dick
, pero le pareció aburrido. Un domingo fue a la iglesia. La de St. James, diseñada por Christopher Wren y que quedaba frente a su apartamento, en Piccadilly, había sido bombardeada, por lo que fue a la de St. Martin-in-theFields. Boy no estaba allí, pero sí Fitz y Bea, y Daisy pasó todo el oficio religioso mirando la nuca de Fitz y pensando que se había enamorado de los dos hijos de aquel hombre. Boy había heredado las facciones de su madre y el tenaz egoísmo de su padre; Lloyd, el atractivo de su padre y el enorme corazón de su madre. «¿Por qué habré tardado tanto en verlo?», se preguntó.

La iglesia estaba llena de conocidos, y después del oficio ninguno de ellos le dirigió la palabra. Estaba sola y casi no tenía amigos en un país extranjero y en plena guerra.

Una noche fue en taxi a Aldgate y llamó a la puerta de los Leckwith. Ethel salió a recibirla.

—He venido a pedir en matrimonio la mano de su hijo —dijo Daisy.

Ethel dejó escapar una carcajada y la abrazó.

Les llevaba un regalo, una lata de jamón norteamericano que había conseguido de manos de un copiloto de las fuerzas aéreas estadounidenses. Productos como aquel eran auténticos lujos para las familias británicas sometidas al racionamiento. Se sentó en la cocina con Ethel y Bernie, y escucharon música alegre en la radio. Cantaron juntos «Underneath the Arches», de Flanagan y Allen.

—Bud Flanagan nació aquí, en el East End —dijo Bernie, orgulloso—. Su verdadero nombre era Chaim Reuben Weintrop.

Los Leckwith estaban emocionados con el Informe Beveridge, una publicación gubernamental que había llegado a ser súper ventas.

—Encargado por un primer ministro conservador y escrito por un economista liberal —dijo Bernie—, ¡y aun así propone lo que el Partido Laborista siempre ha querido! En política, uno sabe que está ganando cuando sus oponentes le roban las ideas.

—Propone que todo el mundo en edad de trabajar pague una prima semanal —explicó Ethel— para que después tengan derecho a un subsidio cuando estén enfermos, en el paro o jubilados, o se queden viudos.

—Una propuesta sencilla, pero que transformará nuestro país —añadió Bernie con entusiasmo—. Nadie volverá a verse nunca en la indigencia.

—¿La ha aceptado el gobierno? —preguntó Daisy.

—No —contestó Ethel—. Clem Attlee ha presionado mucho a Churchill, pero Churchill no ha refrendado el Informe. El Tesoro cree que costará demasiado.

—Tendremos que ganar unas elecciones antes de que podamos llevarla a la práctica.

La hija de Ethel y Bernie, Millie, llegó en ese momento.

—No puedo quedarme mucho rato —dijo—. Abie va a cuidar de los niños media hora.

Había perdido su empleo —las mujeres ya no compraban vestidos caros, aunque pudiesen permitírselos—, pero por suerte el negocio del cuero de su marido prosperaba, y tenían dos bebés, Lennie y Pammie.

Tomaron chocolate caliente y hablaron del joven al que todos adoraban. Apenas tenían noticias de Lloyd. Cada seis u ocho meses, Ethel recibía una carta con el membrete de la embajada británica en Madrid en la que le informaban que estaba bien y que seguía contribuyendo a derrotar al fascismo. Lo habían ascendido a comandante. Nunca había escrito a Daisy, por miedo a que Boy pudiera leer su correo, pero ahora ya podía hacerlo. Daisy le dio a Ethel la dirección de su nuevo piso y anotó la de Lloyd, que era un código de la Oficina Postal del Ejército Británico.

No tenían idea de si volvería a casa de permiso.

Daisy les habló de su hermanastro, Greg, y del hijo de este, Georgy. Sabía que precisamente los Leckwith no censurarían lo sucedido y que sabrían alegrarse de la noticia.

También les narró la historia de la familia de Eva en Berlín. Bernie era judío, y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando oyó que a Rudi le habían destrozado las manos.

—Deberían haber combatido a esos cabrones fascistas en la calle, cuando tuvieron la oportunidad —dijo—. Eso es lo que hicimos nosotros.

—Todavía tengo cicatrices en la espalda —comentó Millie—, de cuando la policía nos empujó por la vidriera rota del Gardiner. Me avergonzaba de ellas, Abie no me vio la espalda hasta que llevábamos seis meses casados, pero dice que le hacen sentirse orgulloso de mí.

—La batalla de Cable Street no fue agradable —añadió Bernie—, pero puso fin a su sangrienta estupidez. —Se quitó las gafas y se enjugó los ojos con un pañuelo.

Ethel le echó un brazo sobre los hombros.

—Aquel día le dije a la gente que se quedara en casa —recordó—. Me equivocaba, y tú tenías razón.

Bernie esbozó una sonrisa triste.

—No pasa a menudo.

—Pero fue la Ley de Orden Público, que se promulgó después de lo de Cable Street, lo que acabó con los fascistas británicos —dijo Ethel—. El Parlamento prohibió llevar uniformes políticos en público. Eso acabó con ellos. Si no podían pavonearse por todas partes con sus camisas negras, no eran nada. Los conservadores lo consiguieron. Hay que reconocer el mérito a quien lo tiene.

Familia de tradición política, los Leckwith planificaban una reforma del país a manos del Partido Laborista cuando acabase la guerra. Su líder, un hombre discreto y brillante como Clement Attlee, era ahora vicepresidente con Churchill, y el héroe sindicalista Ernie Bevin, ministro de Trabajo. Su visión hizo sentirse a Daisy esperanzada.

Millie se marchó y Bernie se fue a dormir.

—¿De verdad quieres casarte con mi Lloyd? —le preguntó Ethel a Daisy cuando se quedaron solas.

—Más que nada en el mundo. ¿Te parece bien?

—Sí. ¿Por qué no?

—Porque venimos de entornos muy diferentes. Vosotros sois muy buenas personas. Vivís volcados en el servicio a los demás.

—Excepto nuestra Millie. Es como el hermano de Bernie… Solo quiere ganar dinero.

—Aunque conserve las cicatrices de Cable Street.

—Cierto.

—Lloyd es como tú. Para él la política no es una actividad complementaria o una afición…, es el centro de su vida. Y yo soy una millonaria egoísta.

—Creo que hay dos clases de matrimonios —dijo Ethel con aire reflexivo—. Una es la de la pareja cómoda y estable, en la que dos personas comparten esperanzas y miedos, educan a los hijos como un equipo y se ofrecen consuelo y ayuda. —Daisy comprendió que hablaba de Bernie y de ella—. La otra es la de la pasión salvaje, la locura, la alegría y el sexo, quizá con alguien completamente inadecuado, quizá con alguien a quien no admiras y que ni siquiera te gusta. —Daisy estaba segura de que estaba pensando en su aventura con Fitz. Contuvo el aliento, sabía que Ethel estaba diciendo la verdad en estado puro—. Yo he sido muy afortunada, he vivido las dos —prosiguió Ethel—. Y este es el consejo que te doy: si tienes la oportunidad de experimentar ese amor loco y desenfrenado, aférrate a él con fuerza y al diablo con las consecuencias.

—Uau —dijo Daisy.

Se marchó poco después. Se sentía privilegiada porque Ethel le hubiese dejado ver parte de su alma. Pero cuando regresó a su apartamento vacío, volvió a deprimirse. Se preparó un cóctel y lo tiró sin beberlo. Puso la tetera a calentar y también la retiró. Encendió la radio y la apagó… Al final, se acostó entre sábanas frías y deseó que Lloyd estuviese allí.

Comparó la familia de Lloyd con la suya. Las dos tenían una historia turbulenta, pero Ethel había forjado a partir de una base desfavorable una familia fuerte en la que todos se apoyaban, algo que su madre había sido incapaz de conseguir, aunque era más culpa de Lev que de Olga. Ethel era una mujer excepcional, y Lloyd poseía muchas de sus cualidades.

¿Dónde estaría en ese momento? ¿Qué estaría haciendo? Fuera cual fuese la respuesta, estaba segura de que corría peligro. ¿Habría muerto ya, cuando al fin ella era libre para amarlo sin restricciones y para casarse con él? ¿Qué haría ella si moría? Tenía la sensación de que su vida también se acabaría: sin marido, sin amante, sin amigos, sin país. Cerca ya del amanecer, lloró hasta quedarse dormida.

Al día siguiente se despertó tarde. Tomaba café a mediodía en su pequeño comedor, vestida con un salto de cama negro, cuando la doncella de quince años entró.

—El comandante Williams está aquí, milady —le dijo.

—¿Qué? —chilló—. ¡No puede ser él!

Entonces Lloyd entró por la puerta con el macuto al hombro.

Parecía cansado y llevaba barba de varios días, y era evidente que había dormido con el uniforme puesto.

Daisy se lanzó a sus brazos y besó su cara rasposa. Lloyd le devolvió el beso, algo cohibido porque no podía dejar de sonreír.

—Debo de apestar —dijo entre beso y beso—. Llevo una semana sin cambiarme de ropa.

—Hueles a fábrica de quesos —contestó ella—. Me encanta. —Lo llevó al dormitorio y empezó a desnudarlo.

—Me daré una ducha rápida —dijo él.

—No —replicó Daisy. Lo empujó de espaldas sobre la cama—. Tengo demasiada prisa.

El anhelo que sentía por él era desmedido. Y lo cierto es que disfrutó del fuerte olor de su cuerpo. Debería haberla repelido, pero obró el efecto contrario. Era él, el hombre al que había creído muerto, y su olor le llenaba la nariz y los pulmones. Podría haber llorado de felicidad.

Para quitarle los pantalones habría tenido que descalzarle antes las botas, cosa que parecía complicada, así que no se molestó en hacerlo. Se limitó a desabotonarle la bragueta. Se arrancó el salto de cama y se subió el camisón hasta la cintura, sin dejar de mirar con alegre lujuria el miembro blanco que asomaba ya por la tosca tela caqui. Luego se sentó a horcajadas sobre él, se inclinó hacia delante y lo besó.

—Oh, Dios —le dijo—. No sabes cuánto te he deseado.

Estirada sobre él, no se movió mucho, tan solo lo besaba sin parar. Él tomó su cara entre las manos y la miró fijamente.

—Esto es real, ¿verdad? —le preguntó él—. No es otro sueño feliz…

—Es real —contestó ella.

—Perfecto. No quisiera despertar ahora.

—Quiero estar así siempre.

—Bonita idea, pero no creo que pueda aguantar mucho más. —Empezó a moverse bajo ella.

—Si haces eso, me correré —dijo Daisy.

Y lo hizo.

Después se quedaron en la cama mucho rato, hablando.

Lloyd tenía dos semanas de permiso.

—Instálate aquí —le propuso Daisy—. Podrás ir a ver todos los días a tus padres, pero te quiero conmigo por la noche.

—No soportaría que por mi culpa tuvieras mala reputación.

—Demasiado tarde. La sociedad de Londres ya me ha repudiado.

—Lo sé. —Había llamado por teléfono a Ethel desde la estación de Waterloo y ella le había informado de la separación de Daisy y Boy, y le había dado la dirección del piso.

—Tendremos que utilizar algún método anticonceptivo —dijo Lloyd—. Intentaré conseguir preservativos. Aunque quizá prefieras algún dispositivo permanente… ¿Qué opinas?

—¿Quieres asegurarte de que no me quede embarazada? —preguntó ella.

Había una nota de tristeza en su voz, y él la captó.

—No me malinterpretes —dijo. Se incorporó y se apoyó sobre un codo—. Soy hijo ilegítimo. Me mintieron sobre mi origen, y cuando supe la verdad fue un golpe muy duro. —Su voz temblaba sutilmente de emoción—. Nunca haría pasar a mis hijos por algo así. Nunca.

—Nosotros no tendríamos que mentirles.

—¿Les diríamos que no estamos casados? ¿Que en realidad tú estás casada con otro?

—No veo por qué no.

—Piensa en cómo se burlarían de ellos en la escuela.

Daisy no estaba convencida, pero era evidente que para él era una cuestión delicada.

—Entonces, ¿qué quieres hacer?

—Quiero que tengamos hijos. Pero no hasta que podamos casarnos.

—Lo entiendo —dijo ella—. Entonces…

—Tenemos que esperar.

Los hombres eran tan lentos captando indirectas…

—Yo no soy muy tradicional —añadió—, pero, aun así, hay ciertas cosas que…

Al fin él comprendió adónde quería llegar.

—¡Ah! Vale, un momento. —Se arrodilló en la cama—. Daisy, cariño…

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