El invierno del mundo (101 page)

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Authors: Ken Follett

—Hola, Greg —repuso la chica, que intentó disimular su nerviosismo hablándole con familiaridad—. ¿Qué tal te va todo?

Greg recordó que el detective le había contado que Jackie trabajaba en el Club Universitario de Mujeres. Ese era el recuerdo que antes no había podido encontrar.

—Bastante bien —contestó—. ¿Y a ti?

—Bien, muy bien.

—¿Todo sigue como siempre? —Se preguntó si su padre todavía le pagaría una asignación.

—Más o menos.

Greg supuso que el dinero se lo pagaría algún abogado, y que a Lev se le habría olvidado por completo.

—Eso está bien.

Jacky recordó entonces que estaba trabajando.

—¿Puedo ofreceros algún postre?

—Sí, por favor.

Margaret pidió una macedonia y Greg se decidió por el helado.

—Es muy guapa —dijo Margaret en cuanto Jacky los dejó solos. Luego se quedó a la espera.

—Supongo que sí.

—No lleva anillo de casada.

Greg suspiró. Las mujeres eran muy perspicaces.

—Te estás preguntando cómo es que soy amigo de una camarera negra guapa que no está casada —dijo—. Será mejor que te cuente la verdad. Tuve una aventura con ella a los quince años. Espero que no te sorprenda demasiado.

—Claro que sí —repuso Margaret—. Me dejas escandalizada. —No hablaba ni en serio ni en broma, sino a medio camino entre lo uno y lo otro. Greg sintió que en realidad no la había violentado tanto, pero que a lo mejor tampoco quería darle la impresión de que se sentía cómoda con todo lo relacionado con el sexo… al menos no en su primera cita.

Jacky les sirvió el postre y les preguntó si querían café. No tenían tiempo (el ejército no veía con buenos ojos las sobremesas largas) y Margaret pidió la cuenta.

—A los invitados no se les permite pagar —explicó.

Jacky se marchó.

—Me parece bonito que la trates con cariño —dijo Margaret entonces.

—¿Eso hago? —Greg estaba sorprendido—. Guardo con cariño los recuerdos que compartimos, supongo. No me importaría volver a tener quince años.

—Y, sin embargo, te tiene miedo.

—¡No es verdad!

—Está aterrorizada.

—Qué va.

—Créeme. Los hombres estáis ciegos, pero las mujeres vemos estas cosas.

Greg miró a Jacky con insistencia cuando les trajo la cuenta y comprendió que Margaret tenía razón. Jacky seguía teniendo miedo. Cada vez que veía a Greg, se acordaba de Joe Brekhunov y su navaja.

Eso le enfureció. La chica tenía derecho a vivir tranquila.

Tendría que hacer algo para solucionarlo.

—Y me parece que sabes de qué tiene miedo —dijo Margaret, a quien no se le escapaba ni una.

—Mi padre la ahuyentó. Le preocupaba que pudiera casarme con ella.

—¿Tanto miedo da tu padre?

—Le gusta salirse con la suya.

—El mío es igual —repuso ella—. Tierno como un bizcocho, hasta que le hacen enfadar. Entonces se vuelve cruel.

—Me alegro de que lo entiendas.

Volvieron al trabajo, pero Greg pasó toda la tarde enfadado. De algún modo, la maldición de su padre seguía siendo una losa sobre la vida de Jacky. ¿Qué podía hacer él?

¿Qué haría su padre? Esa era una buena forma de encarar el problema. Lev estaría completamente decidido a salirse con la suya, y poco le importaría a quién hiciese daño para conseguirlo. El general Groves también actuaría así. «Y también yo puedo hacerlo —pensó Greg—. Soy digno hijo de mi padre.»

El germen de un plan empezó a formarse en su mente.

Se pasó la tarde leyendo y resumiendo un informe provisional del laboratorio metalúrgico de la Universidad de Chicago. Entre los científicos de ese departamento estaba Leó Szilárd, el hombre que había concebido la idea de la reacción nuclear en cadena. Szilárd era un judío húngaro que había estudiado en la Universidad de Berlín… hasta el fatídico año de 1933. El equipo de investigadores de Chicago trabajaba bajo la dirección de Enrico Fermi, el físico italiano. Fermi, cuya mujer era judía, había salido de Italia cuando Mussolini publicó su
Manifiesto de la raza.

Greg se preguntó si los fascistas se darían cuenta de que su racismo había provocado semejante fuga de cerebros entre los científicos más brillantes, que habían acudido corriendo al enemigo.

Él comprendía los efectos físicos a la perfección. Fermi y Szilárd tenían la teoría de que, cuando un neutrón impactaba contra un átomo de uranio, la colisión podía producir dos neutrones. Esos dos neutrones podían colisionar después con otros átomos de uranio para producir cuatro, luego ocho, y así sucesivamente. Szilárd había llamado a ese efecto «reacción en cadena»: una intuición brillante.

De esa forma, una tonelada de uranio podía producir tanta energía como tres millones de toneladas de carbón… en teoría.

En la práctica, nunca se había demostrado.

Fermi y su equipo estaban construyendo una pila de uranio en Stagg Field, un antiguo campo de fútbol americano que ya no se utilizaba y que pertenecía a la Universidad de Chicago. Para evitar que el material explotara de manera espontánea, encerraron el uranio en grafito, que absorbía los neutrones y sofocaba la reacción en cadena. El objetivo era ir aumentando la radiactividad, paulatinamente, hasta un nivel en el que se creaba más de la que se absorbía —lo cual demostraría que la reacción en cadena era una realidad—, y luego cortarla, deprisa, antes de que hiciera explotar la pila, el estadio, el campus universitario y, seguramente, toda la ciudad de Chicago.

De momento no lo habían conseguido.

Greg redactó un informe favorable sobre el proyecto, le pidió a Margaret Cowdry que lo pasara a máquina enseguida y luego se lo llevó a Groves.

El general leyó el primer párrafo y preguntó:

—¿Funcionará?

—Bueno, señor…

—Es usted científico, maldita sea. ¿Funcionará o no?

—Sí, señor. Funcionará —dijo Greg.

—Bien —repuso Groves, y luego tiró el informe a la papelera.

Greg regresó a su despacho y se quedó un rato sentado, mirando fijamente el póster de la Tabla Periódica de los Elementos que colgaba en la pared que tenía frente al escritorio. Estaba bastante seguro de que la pila nuclear funcionaría. Lo que le preocupaba más era cómo obligar a su padre a retirar sus amenazas contra Jacky.

Había pensado ocuparse del problema igual que lo habría hecho Lev, pero de pronto dudaba de cómo resolver los detalles en la práctica. Tenía que adoptar una postura drástica.

Su plan empezó a cobrar forma.

Pero ¿tendría agallas para enfrentarse a su padre?

A las cinco acabó su jornada.

De camino a casa se detuvo en una barbería y compró una navaja, de esas plegables que escondían la hoja dentro del mango.

—Con su barba, verá que le va mejor que una maquinilla de afeitar.

Greg no pensaba afeitarse con ella.

Vivía en la suite que su padre tenía permanentemente pagada en el Ritz-Carlton. Cuando llegó, Lev y Gladys estaban tomando un cóctel.

Recordó que había conocido a Gladys en aquella misma sala hacía siete años, sentada en ese mismo sofá de seda amarilla. Los años la habían convertido en una estrella aún más famosa. Lev la había colocado en una serie de películas bélicas descaradamente patrioteras en las que desafiaba a nazis desdeñosos, burlaba a japoneses sádicos y curaba las heridas de pilotos norteamericanos de mandíbula rectangular. Greg constató que ya no era tan guapa como lo había sido a los veinte años. La piel de su rostro había perdido aquella perfecta tersura; su melena ya no parecía tan sana y abundante; y llevaba sostén, algo de lo que antes sin duda se habría burlado. Sin embargo, todavía tenía esos oscuros ojos azules que parecían transmitir una invitación irresistible.

Greg aceptó un martini y se sentó. ¿De verdad iba a desafiar a su padre? No lo había hecho en los siete años que habían pasado desde que estrechara la mano de Gladys por primera vez. Quizá iba siendo hora.

«Actuaré tal como actuaría él», pensó Greg.

Dio un sorbo a su bebida y la dejó en una mesita de centro con patas arácnidas.

—Cuando tenía quince años —le dijo a Gladys como si quisiera darle conversación—, mi padre me presentó a una actriz que se llamaba Jacky Jakes.

Lev abrió mucho los ojos.

—Me parece que no la conozco —repuso Gladys.

Greg sacó la navaja del bolsillo, pero no la abrió. La sostuvo en la mano como si la estuviera sopesando.

—Yo me enamoré de ella.

—¿A qué viene sacar ahora esa historia tan vieja? —dijo Lev.

Gladys percibió la tensión y los miró, preocupada.

—Mi padre tenía miedo de que quisiera casarme con ella —siguió contando Greg.

—¿Con esa furcia barata? —preguntó Lev, riendo con desdén.

—¿Era una furcia barata? —dijo Greg—. Yo creía que era actriz.

Miró a Gladys, que se ruborizó al percibir el insulto implícito.

—Mi padre fue a hacerle una visita y se llevó con él a un compañero, Joe Brekhunov. ¿Lo conoces, Gladys?

—Creo que no.

—Pues tienes suerte. Joe tiene una navaja como esta. —Greg abrió la navaja de golpe y le mostró la hoja afilada y reluciente.

Gladys ahogó una exclamación.

—No sé a qué crees que estás jugando… —empezó a decir Lev.

—Espera un momento —lo interrumpió Greg—. Gladys quiere oír el resto de la historia. —Le sonrió a la mujer, que lo miraba aterrorizada—. Mi padre le dijo a Jacky que, si volvía a verme, Joe le rajaría la cara con su navaja.

Agitó la hoja, solo un poco, y Gladys soltó un pequeño grito.

—¡Ya basta, demonios! —exclamó Lev, y dio unos pasos hacia su hijo.

Greg levantó la mano con la que sostenía la navaja y su padre se detuvo.

Greg no sabía si sería capaz de clavársela, pero Lev tampoco.

—Jacky vive aquí, en Washington —dijo.

—¿Te la vuelves a tirar? —preguntó su padre con grosería.

—No. No me estoy tirando a nadie, aunque tengo planes para Margaret Cowdry.

—¿La heredera de las galletas?

—¿Por qué?, ¿quieres que Joe la amenace también a ella?

—No seas imbécil.

—Jacky es camarera… nunca le dieron el papel que estaba esperando. A veces me la encuentro por la calle. Hoy me ha servido en un restaurante. Cada vez que me ve la cara, cree que Joe irá a por ella.

—Está chalada —dijo Lev—. Me había olvidado completamente de ella hasta hace cinco minutos.

—¿Puedo decirle eso? —preguntó Greg—. Me parece que a estas alturas tiene derecho a vivir tranquila.

—Dile lo que te apetezca, joder. Para mí, ni existe.

—Fantástico —repuso Greg—. Le encantará saberlo.

—Guarda ya esa maldita navaja.

—Una cosa más. Una advertencia.

Lev parecía furioso.

—¿Tú me adviertes a mí?

—Como a Jacky le pase algo malo… cualquier cosa… —Greg movió la navaja de lado a lado, solo un poco.

—¿No me digas que vas a rajar a Joe Brekhunov? —comentó Lev con burla.

—No.

Su padre no logró ocultar su temor.

—¿Me rajarías a mí?

Greg dijo que no con la cabeza.

—Entonces, ¿qué? ¡Por el amor de Dios! —exclamó Lev, furioso.

Greg miró a Gladys.

Ella tardó un segundo en comprenderlo. Entonces se hizo atrás en su sofá de tapicería de seda, se llevó las dos manos a las mejillas como para protegerlas y profirió otro grito, algo más fuerte esta vez.

—Pequeño hijo de perra —dijo Lev.

Greg cerró la navaja y se levantó.

—Es lo que habrías hecho tú. —Y salió.

Cerró de un portazo y se apoyó en la pared, respirando tan trabajosamente como si hubiera estado corriendo. En toda su vida había tenido tanto miedo y, aun así, también se sentía triunfante. Le había plantado cara al viejo, había usado sus propias tácticas contra él, incluso lo había asustado un poco.

Guardó la navaja mientras caminaba hacia el ascensor. La respiración se le iba calmando. Volvió la mirada a lo largo del pasillo del hotel, casi esperando ver a su padre salir corriendo tras él. Sin embargo, la puerta de la suite siguió cerrada y Greg montó en el ascensor y bajó al vestíbulo.

Entró en el bar y pidió un martini seco.

III

El domingo, Greg decidió ir a ver a Jacky.

Quería darle la buena noticia. Recordaba la dirección: la única información por la que había pagado nunca a un detective privado. A menos que se hubiese trasladado, vivía justo enfrente de Union Station. Él le había prometido que no iría allí, pero ahora podría explicarle que esa precaución ya no era necesaria.

Fue en taxi. Mientras cruzaba la ciudad, se dijo que le gustaría mucho poner un esperado punto y final a ese asunto de Jacky. Sentía debilidad por su primera amante, pero no quería volver a verse inmiscuido en su vida en ningún sentido. Sería un alivio descargar la conciencia con respecto a ella. Así, la próxima vez que se la encontrara casualmente, la chica no tendría que llevarse un susto de muerte. Podrían decirse hola, charlar un rato y seguir cada uno su camino.

El taxi lo llevó a un barrio pobre de casas de un solo piso con pequeños patios delimitados por vallas de tela metálica no muy altas. Se preguntó cómo viviría Jacky. ¿Qué hacía durante esas noches que tanto insistía en tener para sí? Seguro que iba al cine con sus amigas. ¿Iría a ver los partidos de fútbol de los Washington Redskins o seguiría al equipo de béisbol de los Nats? Cuando le había preguntado por sus novios, la respuesta había sido enigmática. A lo mejor estaba casada y no podía permitirse una alianza. Según sus cálculos, Jacky tenía veinticuatro años. Si buscaba a don perfecto, a esas alturas ya debía de haberlo encontrado. Pero nunca le había hablado de un marido, y el detective tampoco.

Pagó al taxista frente a una casa pequeña y bonita que tenía macetas de flores en un patio de entrada de cemento… más hogareño de lo que había esperado. En cuanto abrió la verja, oyó ladrar a un perro. Le pareció lógico: una mujer que vivía sola podía sentirse más segura con un perro. Se acercó al porche y llamó al timbre. Los ladridos se hicieron más fuertes. Parecía un perro grande, aunque Greg sabía que eso podía engañar.

Nadie le abría la puerta.

Cuando el perro calló para coger aire, Greg oyó el silencio característico de una casa vacía.

Había un banco de madera en la entrada. Se sentó y esperó unos minutos. Allí no llegaba nadie, ningún vecino solícito se le acercó para decirle si Jacky estaría fuera unos minutos, todo el día o dos semanas.

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