El invierno del mundo (97 page)

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Authors: Ken Follett

—Pues sí —dijo Maud—. Joachim Koch, un joven teniente que trabaja en el Ministerio de Guerra y viene a tomar clases de piano. Le pedí que te consiguiera un permiso. —Miró el reloj—. Llegará dentro de unos minutos. Me ha tomado cariño… Creo que echa en falta a una madre.

«Sí, sí, una madre», pensó Carla. La relación de Maud y Joachim no tenía nada de maternal.

Maud prosiguió.

—Es muy ingenuo. Nos contó que el 28 de junio empezará una nueva ofensiva en el frente oriental. Incluso nos dijo el nombre en clave: Operación Azul.

—Le pegarán un tiro —dijo Erik.

—Joachim no es el único a quien le pegarán un tiro —terció Carla—. Le conté lo que sabía a una persona, y ahora me han pedido que convenza como sea a Joachim para que me muestre el plan de combate.

—¡Santo Dios! —Erik estaba conmocionado—. Eso sí que es espionaje. ¡Corres más peligro tú aquí que yo en el frente!

—No te apures. No me cabe en la cabeza que Joachim haga una cosa así —dijo Carla.

—No lo tengas por seguro —replicó Maud.

Todos se la quedaron mirando.

—Es posible que lo haga por mí —opinó—. Si se lo pido tal como hace falta.

—¿Tan cándido es? —se extrañó Erik.

Ella adoptó una actitud desafiante.

—Está enamorado de mí.

—Ah. —A Erik le incomodaba la idea de que su madre tuviera una aventura amorosa.

—Da igual, no podemos hacerlo —dijo Carla.

—¿Por qué no? —preguntó Erik.

—¡Porque si los rusos ganan la batalla, tú podrías morir!

—Probablemente, moriré de todos modos.

Carla profirió un grito estridente fruto de los nervios.

—¡Pero estaríamos ayudando a los rusos a matarte!

—Aun así, quiero que lo hagáis —dijo Erik con determinación. Bajó la vista al hule de cuadros de la mesa de la cocina, pero lo que veía estaba a mil quinientos kilómetros de distancia.

Carla se sentía destrozada. Si él lo quería…

—Pero ¿por qué?

—Pienso en los que bajan a la fosa, cogidos de la mano. —Se aferró las manos sobre la mesa con tanta fuerza que se dejó un moratón—. Arriesgaré la vida con tal de que pongamos fin a todo eso. Quiero arriesgar la vida; así me sentiré mejor conmigo mismo, y con mi país. Por favor, Carla, si puedes, envía el plan de combate a los rusos.

Ella seguía vacilando.

—¿Estás seguro?

—Te lo ruego.

—Entonces, lo haré.

V

Thomas Macke pidió a sus hombres, Wagner, Richter y Schneider, que hicieran gala de sus mejores modales.

—Werner Franck solo es teniente, pero trabaja para el general Dorn. Quiero que se lleve la mejor impresión posible del equipo y del trabajo. Nada de insultos, nada de bromas, nada de comer y nada de groserías, a menos que sea imprescindible. Si pillamos a un espía comunista, podéis ponerlo verde. Pero si fallamos, no quiero que la toméis con otra persona solo para divertiros. —En condiciones normales, hacía la vista gorda ante una cosa así. Todo valía con tal de que la gente siguiera temiendo despertar la aversión de los nazis. Pero igual resultaba que Franck era un remilgado.

Werner llegó con puntualidad al cuartel general de la Gestapo en Prinz-Albrecht-Strasse montado en su motocicleta. Todos subieron a la furgoneta de vigilancia con la antena giratoria en el techo. El interior estaba abarrotado con los equipos de radio. Richter se sentó al volante y empezaron a recorrer la ciudad a última hora de la tarde, el momento preferido por los espías para enviar mensajes al enemigo.

—Me pregunto por qué lo hacen siempre a estas horas —comentó Werner.

—Casi todos los espías tienen otro trabajo —explicó Macke—. Forma parte de su identidad oculta. De día van a la oficina, o a la fábrica.

—Claro —dijo Werner—. No se me había ocurrido.

A Macke le preocupaba no descubrir nada esa noche. Le aterraba la posibilidad de que lo culpasen de los reveses que el ejército alemán estaba sufriendo en la Unión Soviética. Hacía todo cuanto podía, pero el Tercer Reich no premiaba los esfuerzos.

Algunas veces la unidad no captaba ninguna señal. Otras captaba dos o tres a la vez, y Macke debía decidir a cuál seguir la pista y a cuál no. Estaba seguro de que en la ciudad había más de una red de espías, y probablemente desconocían mutuamente su existencia. Estaba tratando de hacer un trabajo imposible con medios insuficientes.

Se encontraban cerca de Potsdamer Platz cuando oyeron una señal. Macke reconoció el sonido característico.

—Eso es un pianista —observó aliviado. Al menos podría demostrar a Werner que el equipo funcionaba. Alguien estaba transmitiendo números de cinco cifras, uno detrás del otro—. Los servicios secretos soviéticos utilizan un código según el cual dos números representan una letra —explicó Macke a Werner—. Así, por ejemplo, «11» podría representar la A. El hecho de que los agrupen de cinco en cinco es una mera convención.

El operador de radio, un ingeniero eléctrico llamado Mann, leyó unas coordenadas y Wagner trazó una línea en el plano con un lápiz y una regla. Richter encendió el motor de la furgoneta y volvieron a ponerse en marcha.

El pianista continuaba transmitiendo, dentro de la furgoneta se oían fuertes pitidos. Macke odiaba a aquel hombre, fuese quien fuese.

—Puto cerdo comunista —maldijo—. Algún día lo tendremos encerrado en el sótano, y me rogará que lo mate para acabar con el dolor.

Werner palideció. No estaba acostumbrado al trabajo policial, pensó Macke.

Al cabo de un momento, el joven recobró la compostura.

—Por la forma en que describe el código soviético, no parece muy difícil de descifrar —dijo con aire pensativo.

—¡Correcto! —Macke estaba encantado de que Werner comprendiera las cosas con tanta rapidez—. Pero lo he simplificado. La cosa es más refinada. Después de encriptar el mensaje en series de números, el pianista escribe varias veces una palabra secreta de fondo; por ejemplo, Kurfürstendamm, y también la encripta. Luego sustrae los últimos números de los primeros y transmite el resultado.

—¡Eso es prácticamente imposible de descifrar si no se conoce la palabra secreta!

—Exacto.

Volvieron a detenerse cerca del edificio incendiado del Reichstag y trazaron otra línea en el plano. Las dos se unían en Friedrichshain, al este del centro de la ciudad.

Macke ordenó al conductor que torciera hacia el nordeste, para acercarse a la supuesta ubicación y poder trazar una tercera línea desde otro ángulo.

—La experiencia demuestra que es mejor hacer tres mediciones —explicó Macke a Werner—. Los datos que se obtienen con el equipo son aproximados, y la medición extra reduce el error.

—¿Siempre lo atrapan? —preguntó Werner.

—Ni mucho menos. La mayoría de las veces no lo conseguimos, porque no vamos lo bastante rápido. Puede que a medio camino cambie de frecuencia, y entonces lo perdemos. En otras ocasiones deja la transmisión a medias y la reanuda desde otro punto. Puede que tenga vigilantes que nos vean llegar y lo avisen para que huya.

—Hay muchas trabas.

—Pero antes o después los atrapamos.

Richter detuvo la furgoneta y Mann hizo la tercera medición. Las tres líneas trazadas a lápiz en el plano de Wagner formaban un pequeño triángulo cerca de Ostbahnhof. El pianista se encontraba en algún lugar entre la línea ferroviaria y el canal.

Macke indicó la posición a Richter y añadió:

—Ve lo más rápido que puedas.

Macke notó que Werner estaba sudando. Tal vez fuera porque en la furgoneta hacía mucho calor. Y el joven teniente no estaba acostumbrado a la acción. Estaba descubriendo cómo era la vida en la Gestapo. Mejor que mejor, pensó Macke.

Richter se dirigió hacia el sur por Warschauer-Strasse, cruzó la vía y torció hacia un mísero polígono industrial ocupado por almacenes, solares y pequeñas fábricas. Vieron a un grupo de soldados con sus petates al hombro en un acceso trasero a la estación; sin duda, iban a embarcarse rumbo al frente oriental. ¡Y pensar que en ese mismo barrio había un compatriota suyo haciendo todo lo posible por traicionarlos!, pensó Macke, indignado.

Wagner señaló una calle estrecha que partía de la estación.

—Se encuentra en un radio de pocos centenares de metros, pero no sabemos en qué dirección —dijo—. Si nos acercamos más con la furgoneta, nos verá.

—Muy bien, chicos, ya sabéis lo que hay que hacer —dijo Macke—. Warner y Richter, iréis por la izquierda. Schneider y yo iremos por la derecha. —Cogieron sendos mazos de mango largo—. Usted venga conmigo, Franck.

Había pocas personas por la calle: un hombre con un casco de obrero se dirigía con apremio hacia la estación, una mujer de edad con ropas desgastadas probablemente iba a limpiar despachos; pasaron de largo a toda prisa, no querían atraer la atención de la Gestapo.

El equipo de Macke iba entrando en todos los edificios; uno de los agentes cubría a su compañero. La mayoría de los locales estaban ya cerrados, por lo que tenían que aguardar a que el conserje acudiera a abrir, pero si tardaba más de un minuto, echaban la puerta abajo. Una vez dentro, recorrían el edificio a toda prisa, inspeccionando cada una de las salas.

El pianista no estaba en la primera manzana.

El primer edificio de la derecha de la siguiente manzana tenía un cartel desvaído que rezaba: MODA EN PIEL. Se trataba de una fábrica de dos plantas que se extendía hacia la calle lateral. Parecía abandonada, pero la puerta principal estaba blindada y las ventanas tenían barrotes: era normal que una fábrica de abrigos de piel dispusiera de fuertes medidas de seguridad.

Macke guió a Werner por la calle lateral, buscando la forma de entrar. El edificio contiguo estaba en ruinas, destrozado por las bombas. Habían retirado los escombros de la calle y un cartel pintado a mano anunciaba: PELIGRO – NO ENTRAR. Los restos del rótulo identificaban el local como un almacén de mobiliario.

Pasaron por encima de un montón de piedras y tablones rotos; iban lo más rápido posible pero tenían que mirar dónde pisaban. Uno de los muros permanecía en pie y ocultaba la parte trasera del edificio. Macke lo rodeó y encontró un boquete que conectaba con la fábrica contigua.

Tenía toda la impresión de que el pianista se encontraba allí.

Entró por el boquete, y Werner lo siguió.

Se hallaron en un despacho vacío. Había un viejo escritorio de acero sin ninguna silla y, enfrente, un archivador. El calendario colgado en la pared era de 1939, probablemente el último año en que los berlineses habían podido permitirse adquirir frivolidades tales como un abrigo de piel.

Macke oyó pasos en el piso superior.

Sacó la pistola. Werner iba desarmado.

Abrieron la puerta y se encontraron en un pasillo.

Macke reparó en que había varias puertas abiertas, unas escaleras que subían y, bajo estas, una puerta que debía de conducir a un sótano.

Macke avanzó con sigilo por el pasillo hacia las escaleras, y entonces se percató de que Werner estaba frente a la puerta del sótano.

—Me ha parecido oír un ruido abajo —dijo Werner. Accionó la manija, pero la puerta tenía otra cerradura. Entonces retrocedió y levantó el pie derecho.

—No… —dijo Macke.

—Sí. ¡Los oigo! —repuso Werner, y abrió la puerta de una patada.

El estruendo hizo eco en toda la desierta fábrica.

Werner se coló rápidamente por la puerta y desapareció. Se encendió una luz que reveló unas escaleras de piedra.

—¡No se muevan! —gritó Werner—. ¡Están detenidos!

Macke bajó las escaleras tras él.

Cuando llegó al sótano, Werner se encontraba al pie de las escaleras, con expresión desconcertada.

En la sala no había nadie.

Del techo colgaban unas barras que, probablemente, habían servido para sostener los abrigos de piel. Al fondo, en una esquina, había un rollo enorme de papel marrón, seguramente para embalarlos. Pero no había ninguna radio ni ningún espía transmitiendo mensajes a Moscú.

—¡Puto imbécil! —dijo Macke a Werner.

Se dio media vuelta y se precipitó escaleras arriba. Werner salió corriendo tras él. Cruzaron el pasillo y subieron a la siguiente planta.

Varios bancos de trabajo se alineaban bajo una cubierta acristalada. En otro tiempo el lugar debía de estar repleto de mujeres cosiendo a máquina. Ahora no había nadie.

Una puerta acristalada comunicaba con la salida de incendios, pero estaba cerrada con llave. Macke se asomó y no vio a nadie.

Guardó la pistola. Respiró hondo y se apoyó en uno de los bancos de trabajo.

En el suelo vio unas cuantas colillas, una con restos de pintalabios. Parecían recientes.

—Estaban aquí —dijo a Werner, señalando el suelo—. Son dos. Al gritar los ha puesto sobre aviso y se han escapado.

—Qué estúpido he sido —se lamentó Werner—. Lo siento, pero no estoy acostumbrado a estas cosas.

Macke se dirigió a la ventana de la esquina. En la calle vio a una joven pareja que se alejaba a paso ligero. El hombre llevaba un maletín de cuero marrón. Mientras los observaba, entraron en la estación y desaparecieron.

—Mierda —maldijo.

—No creo que fueran espías —observó Werner. Señaló una cosa del suelo y Macke vio un condón arrugado—. Está usado, aunque vacío —dijo Werner—. Me parece que los hemos pillado en plena acción.

—Ojalá tenga razón —respondió Macke.

VI

El día en que Joachim Koch había prometido mostrarles el plan de combate, Carla no fue a trabajar.

Probablemente, le habría dado tiempo de cubrir el habitual turno de mañana y regresar a casa a tiempo; pero con la probabilidad no bastaba. Siempre corría el riesgo de que un incendio importante o un accidente de tráfico la obligase a alargar el turno para encargarse de la avalancha de heridos. Por eso se quedó en casa todo el día.

Al final, Maud no tuvo que pedirle a Joachim que les mostrase el documento. Él se había excusado diciendo que ese día no podría asistir a la clase. Luego, incapaz de resistir la tentación de presumir, les había explicado que debía cruzar la ciudad para entregar una copia del plan de combate.

—Pues párese a medio camino para la clase —lo incitó Maud, y él dijo que sí.

La hora de la comida fue muy tensa. Carla y Maud tomaron una sopa ligera hecha con hueso de jamón y guisantes desecados. Carla no preguntó a Maud qué había hecho, o prometido hacer, para persuadir a Koch. A lo mejor le había dicho que estaba haciendo maravillosos progresos con el piano pero que no podía permitirse perder una clase. Tal vez lo hubiera provocado preguntándole si tan poca responsabilidad tenía como para que lo controlasen continuamente; un comentario así le habría dolido, porque siempre aparentaba ser más importante de lo que en realidad era, y quizá lo habría empujado a presentarse con el plan de combate, tan solo para demostrarle que estaba equivocada. Sin embargo, el ardid que más probabilidades tenía de haber triunfado era el que Carla no quería plantearse: el sexo. Su madre coqueteaba con Koch de un modo escandaloso, y él respondía con ciega devoción. Carla sospechaba que esa era la irresistible tentación que había hecho que Joachim no hiciese caso de la voz que en su conciencia decía: «No seas tan estúpido, por Dios».

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