El invierno del mundo (99 page)

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Authors: Ken Follett

—¡Me has tomado por un estúpido! —aulló—. ¡Me has mentido, y yo te he creído! —Estaba histérico—. ¡La Gestapo nos torturará a los dos, y los dos nos lo merecemos! —Empezó a darle patadas en el suelo. Ella trató de apartarse rodando, pero topó con la cocina. Joachim levantó el pie derecho y le dio una patada en las costillas, el muslo, el vientre.

Ada corrió hacia él y le clavó las uñas en la cara, pero él la apartó de un manotazo. Entonces golpeó a Maud en la cabeza.

Carla se puso en movimiento.

Sabía que la gente se recuperaba de todo tipo de traumatismos en el cuerpo, pero los golpes en la cabeza a menudo causaban daños irreparables. Con todo, apenas lo pensó de forma consciente, actuó sin haberlo premeditado. Cogió de la mesa de la cocina la cazuela de hierro que Ada había estado fregando con tanto brío. La sujetó por el largo mango, la levantó en el aire y luego la estampó con todas sus fuerzas en la cabeza de Joachim.

Él se tambaleó, aturdido.

Ella volvió a golpearlo, más fuerte.

El chico se desplomó, inconsciente. Maud se incorporó antes de que cayera y se sentó contra la pared, llevándose las manos al pecho.

Carla volvió a levantar la cazuela.

—¡No! ¡Para! —gritó Maud.

Carla volvió a dejar la cazuela sobre la mesa de la cocina.

Joachim hizo un movimiento, trataba de levantarse.

Entonces Ada cogió la cazuela y lo golpeó con furia. Carla trató de sujetarle el brazo, pero la mujer estaba ciega de cólera. Aporreó la cabeza del hombre una y otra vez, hasta quedar agotada, y luego soltó la cazuela y esta cayó al suelo con un ruido metálico.

Maud se esforzó por ponerse en pie y se quedó mirando a Joachim. Tenía los ojos muy abiertos y la nariz torcida. El cráneo parecía deformado y le salía sangre de un oído. Parecía que no respiraba.

Carla se arrodilló a su lado, le puso los dedos en el cuello y buscó el pulso. No lo encontró.

—Está muerto —anunció—. Lo hemos matado. Dios mío.

—Pobre muchacho estúpido —dijo Maud. Y se echó a llorar.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Ada, jadeando por el esfuerzo.

Carla reparó en que tenían que deshacerse del cadáver.

Maud trató de ponerse en pie, pero le costaba. Tenía hinchada la mitad izquierda de la cara.

—Santo Dios, cómo duele —se quejó sujetándose el costado. Carla supuso que tenía alguna costilla rota.

—Podemos esconderlo en el desván —dijo Ada mirando a Joachim.

—Eso, hasta que los vecinos empiecen a quejarse del olor —repuso Carla.

—Pues entonces lo enterraremos en el jardín trasero.

—¿Y qué creerá la gente cuando vean a tres mujeres cavando un hoyo de un metro ochenta en el patio de una casa de Berlín? ¿Que estamos buscando oro?

—Podemos cavar de noche.

—¿Levantaremos menos sospechas?

Ada se rascó la cabeza.

—Tenemos que sacar de aquí el cadáver y arrojarlo en algún sitio —resolvió Carla—. En un parque, o un canal.

—¿Y cómo lo llevaremos? —preguntó Ada.

—No pesa mucho —observó Maud con tristeza—. Tan delgado y tan fuerte.

—El problema no es el peso —terció Carla—. Podemos llevarlo entre Ada y yo. Pero tenemos que hacerlo de modo que la gente no sospeche.

—Ojalá tuviéramos coche —dijo Maud.

Carla sacudió la cabeza.

—Nadie puede comprar gasolina.

Guardaron silencio. Estaba empezando a anochecer. Ada cogió un paño y envolvió con él la cabeza de Joachim para que la sangre no manchase el suelo. Maud lloraba en silencio, las lágrimas rodaban por su rostro demudado por la angustia. A Carla le habría gustado poder compadecerse del joven, pero antes tenía que resolver el problema.

—Podemos meterlo en una caja —propuso.

—Las únicas cajas de esa medida son los ataúdes.

—¿Y si lo metemos en un mueble? ¿Un aparador?

—Pesa demasiado. —Ada estaba meditando—. Pero el armario de mi dormitorio es bastante ligero.

Carla asintió. Se daba por sentado que una criada no necesitaba mucha ropa y, por tanto, tampoco muebles de caoba, pensó avergonzada. Por eso en la habitación de Ada solo había un ropero estrecho de madera de pino.

—Vamos a bajarlo —dijo.

Antes Ada dormía en el sótano, pero ahora estaba habilitado como refugio antiaéreo y tenía la habitación arriba. Carla la acompañó. Ada abrió el armario y sacó todas las prendas. No contenía mucha ropa: dos uniformes, unos cuantos vestidos y un abrigo de invierno, todo viejo. Lo depositó con cuidado encima de la cama individual.

Carla inclinó el armario y se lo cargó encima mientras que Ada lo levantó por el otro extremo. No pesaba mucho pero era aparatoso y tardaron un rato en hacerlo pasar por la puerta y bajarlo por las escaleras.

Al final lo dejaron tumbado en el recibidor. Carla abrió la puerta. Parecía un ataúd con la tapa de bisagras.

Carla regresó a la cocina y se inclinó sobre el cadáver. Sacó la cámara y los carretes de fotos del bolsillo de Joachim y volvió a guardarlos en el cajón.

Luego lo levantó por los brazos mientras Ada hacía lo propio por las piernas. Lo llevaron al recibidor y lo metieron en el ropero. Ada le colocó bien el paño de la cabeza, aunque había dejado de sangrar.

¿Deberían quitarle el uniforme?, se preguntó Carla. Eso haría que el cadáver resultase más difícil de identificar; pero tendrían que ocultar dos cosas en vez de una. Decidió que no era necesario.

Abrió el petate y lo arrojó en el armario, junto con el cadáver.

Cerró la puerta y dio la vuelta a la llave para asegurarse de que no se abriría de forma accidental. Se guardó la llave en el bolsillo del vestido.

Entró en el comedor y se asomó a la ventana.

—Está oscureciendo —dijo—. Menos mal.

—¿Qué pensará la gente? —preguntó Maud.

—Que nos estamos deshaciendo de un mueble. Que queremos venderlo, tal vez, para poder comprar comida.

—¿Es normal que dos mujeres acarreen un armario?

—Muchas mujeres tienen que hacer cosas así continuamente, ahora que tantos hombres están en el ejército o han muerto. Ya no se alquilan furgonetas para trasladar muebles; no hay gasolina.

—¿Y si os preguntan por qué lo hacéis de noche?

Carla dio rienda suelta a su frustración.

—No lo sé, mamá. Si me lo preguntan, ya me inventaré algo. La cuestión es que el cadáver no puede quedarse aquí.

—En cuanto lo encuentren sabrán que lo han asesinado. Examinarán las heridas.

A Carla también le preocupaba eso.

—No podemos hacer nada más.

—Seguramente querrán investigar adónde ha ido hoy.

—Dijo que no pensaba contarle a nadie lo de las clases de piano, quería asombrar a sus amigos con su arte. Si tenemos suerte, nadie sabrá que ha estado aquí. —«Y si no la tenemos, nos matarán a las tres», pensó Carla.

—¿Cuál creerán que es el móvil del asesinato?

—¿Encontrarán restos de semen en su ropa interior?

Maud volvió la cabeza, avergonzada.

—Sí.

—Entonces pensarán que ha mantenido relaciones sexuales con alguien, tal vez con otro hombre, y que han acabado peleándose.

—Ojalá tengas razón.

Carla no se sentía nada segura, pero no se le ocurría qué otra cosa podían hacer.

—Lo arrojaremos al canal —resolvió. El cadáver flotaría, y antes o después lo encontrarían; y se abriría una investigación por asesinato. Solo podían esperar que no descubrieran nada que lo relacionase con ellas.

Carla abrió la puerta principal.

Se situó delante del ropero, a la izquierda, y Ada se colocó detrás, a la derecha. Las dos se agacharon a la vez.

—Inclínalo y pon las manos debajo —dijo Ada, que sin duda tenía más experiencia en llevar peso que sus patronas.

Carla hizo lo que le aconsejaba.

—Ahora levántalo un poco.

Carla siguió las instrucciones.

Ada también colocó las manos debajo de su extremo.

—Agáchate doblando las rodillas, asegúrate de que controlas el peso y luego levántate.

Alzaron el armario hasta las caderas. Entonces Ada se agachó y se lo cargó a hombros. Carla hizo lo propio.

Las dos se irguieron.

El peso hizo que Carla se tambalease cuando bajaron los escalones de la entrada, pero podía soportarlo. Cuando llegaron a la calle, torció hacia el canal, que se encontraba a pocas manzanas de distancia.

Se había hecho de noche y no había luna, tan solo unas cuantas estrellas que proyectaban una luz tenue. Con la ciudad a oscuras, tenían bastantes posibilidades de que nadie las viera arrojando el armario al agua. Lo malo era que Carla no veía muy bien por dónde iba, tenía miedo de tropezar y caerse, y de que entonces el ropero se hiciera añicos y dejase al descubierto a la víctima.

Pasó una ambulancia con los faros cubiertos por rejillas. Seguramente acudía al lugar de un accidente de tráfico. Como en la ciudad no había luz, ocurrían muchos accidentes. Lo cual significaba que debía de haber coches de policía en las inmediaciones.

Carla recordó un asesinato espectacular que tuvo lugar al poco tiempo de decretarse la alerta antiaérea: un hombre había asesinado a su esposa, había embutido el cadáver en una caja de cartón y había cruzado de noche la ciudad con él en bicicleta para arrojarlo al río Havel. ¿Recordaría el caso la policía y sospecharía de cualquiera que transportase un bulto grande?

Mientras pensaba en eso, pasó un coche de policía. Un agente se fijó en las dos mujeres que acarreaban un armario, pero el coche no se detuvo.

Aquello cada vez pesaba más. La noche era cálida, y pronto Carla empezó a sudar. La madera se le clavaba en el hombro. Pensó que ojalá se le hubiera ocurrido ponerse un pañuelo doblado por dentro de la blusa.

Giraron en una esquina y se toparon con el accidente.

Un camión articulado de cuatro ejes que transportaba maderos había chocado de frente con un turismo de la marca Mercedes y lo había aplastado. El coche de policía y la ambulancia alumbraban el accidente con los faros. Alrededor del coche había unos cuantos hombres, agrupados bajo un débil foco de luz. La colisión debía de haber ocurrido hacía pocos minutos, pues los ocupantes seguían dentro del vehículo. Un auxiliar de la ambulancia estaba inclinado ante la puerta trasera, probablemente examinando a los heridos para determinar si podían moverlos.

El terror se apoderó de Carla. El sentimiento de culpa la paralizaba y frenó en seco, pero nadie reparó en Ada y ella acarreando el ropero, por lo que al cabo de unos instantes se dio cuenta de que lo que tenían que hacer era retroceder con sigilo, volver sobre sus pasos y tomar otro camino hasta el canal.

Se dispuso a darse media vuelta; pero justo en ese momento un atento policía las enfocó con la linterna.

Carla estuvo tentada de soltar el ropero y echar a correr, pero se reprimió.

—¿Qué están haciendo? —preguntó el policía.

—Estamos trasladando un armario, agente —respondió. Recobró el aplomo y fingió sentir una enorme curiosidad para ocultar la culpabilidad y el nerviosismo—. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó, y, por si no era suficiente, añadió—: ¿Hay algún muerto?

Sabía que los profesionales que asistían a las víctimas detestaban esa forma de alimentarse de las desgracias ajenas; no en vano era uno de ellos. Tal como esperaba, el policía reaccionó quitándosela de encima.

—No es asunto suyo —respondió—. Márchense de aquí. —Se dio media vuelta y volvió a enfocar el coche accidentado.

A ese lado de la calle no había nadie más. Carla tomó una decisión repentina y siguió caminando en línea recta. Ada y ella se acercaron al lugar del accidente con el armario que contenía el cadáver.

Mantuvo la vista fija en el personal de emergencia reunido bajo el tenue foco de luz. Estaban completamente enfrascados en su tarea y ninguno levantó la cabeza cuando Carla pasó por su lado.

Parecía que no iban a lograr dejar atrás el camión de cuatro ejes. Entonces, cuando casi había alcanzado el extremo posterior, tuvo un ramalazo de inspiración.

Se detuvo.

—¿Qué pasa? —susurró Ada.

—Ven por aquí. —Carla se situó en la calzada, detrás del camión—. Baja el armario —musitó—. No hagas ruido.

Depositaron el ropero en el suelo con cuidado.

—¿Piensas dejarlo aquí? —preguntó Ada en voz baja.

Carla se sacó la llave del bolsillo y la colocó en la cerradura del ropero. Levantó la cabeza; por lo que veía, los hombres seguían apiñados al otro lado del coche, a seis metros de distancia.

Abrió la puerta del ropero.

Joachim Koch apareció con la mirada vacía y la cabeza envuelta en el paño ensangrentado.

—Inclínalo para que caiga al suelo —ordenó Carla—. Al lado de las ruedas.

Entre las dos, volcaron el armario, y el cadáver cayó y quedó tumbado junto a las ruedas del camión.

Carla le retiró el paño ensangrentado y lo arrojó dentro del armario. Luego dejó el petate al lado del cadáver, no veía el momento de librarse de él. Cerró con llave la puerta del ropero. Luego volvieron a levantarlo y siguieron su camino.

Ahora pesaba menos.

Cuando se encontraban a unos cincuenta metros, ocultas por la oscuridad, Carla oyó una voz distante.

—Dios mío, hay otra víctima. ¡Parece que han atropellado a un peatón!

Carla y Ada doblaron una esquina, y el alivio invadió a Carla como un maremoto. Se había librado del cadáver. Si lograba regresar a casa sin llamar más la atención, y sin que nadie mirase dentro del ropero y descubriera el paño ensangrentado, estaría a salvo. No abrirían ninguna investigación por asesinato. Ahora Joachim resultaba ser un peatón muerto en un accidente de tráfico provocado por la oscuridad. Si las ruedas del camión lo hubieran arrastrado por el pavimento adoquinado, las heridas sufridas habrían sido similares a las causadas por la dura base de la cazuela de Ada. Claro que un médico forense con experiencia notaría la diferencia; pero nadie consideraría necesaria una autopsia.

Carla pensó en deshacerse del ropero, pero decidió que no lo haría. Aunque sacasen el paño, seguía habiendo manchas de sangre, y solo por eso podría alertar a la policía para que abriera una investigación. Tenían que llevárselo y limpiarlo.

Llegaron a casa sin tropezarse con nadie más.

Dejaron el ropero en el suelo del recibidor. Luego Ada sacó el paño, lo llevó al fregadero de la cocina y abrió el agua fría. A Carla la invadió una mezcla de euforia y tristeza. Había robado el plan de combate de los nazis, pero había matado a un joven que era más insensato que malvado. Tendría que reflexionar durante mucho tiempo, años tal vez, antes de saber cómo se sentía por ello en realidad. De momento, estaba demasiado cansada.

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