El invierno del mundo (94 page)

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Authors: Ken Follett

Cambió de postura y posó las manos sobre el respaldo del asiento que ocupaba la cesta de Carla.

—Veo que es enfermera —observó.

—Sí. —Carla trató de pensar con claridad. ¿Tenía idea Koch de quiénes eran los Von Ulrich? Parecía demasiado joven para saber qué era un socialdemócrata puesto que hacía nueve años que habían ilegalizado el partido. Tal vez la infamia de la familia Von Ulrich se hubiera desvanecido con la muerte de Walter. En cualquier caso, daba la impresión de que Koch los tomaba por una respetable familia alemana que, simplemente, era pobre porque había perdido al cabeza de familia, una situación en la que se veían muchas mujeres de buena cuna.

No había razón para que mirase dentro de la cesta.

Carla se esforzó por hablarle en tono amable.

—¿Qué tal le va con el piano?

—¡Me parece que estoy progresando muy rápido! —Miró a Maud—. Por lo menos, es lo que dice la profesora.

—Tiene talento, se le nota a pesar de que acaba de empezar —dijo Maud. Siempre decía lo mismo para animar a los alumnos a seguir con las clases; sin embargo, a Carla le pareció que en esa ocasión se estaba comportando con mayor afabilidad de la habitual. Tenía derecho a flirtear, por supuesto; hacía más de un año que era viuda. Pero no era posible que albergase sentimientos románticos hacia alguien a quien doblaba la edad.

—No obstante, tengo pensado no contarles nada a mis amigos hasta que domine el instrumento —añadió Koch—. Así los asombraré con mi arte.

—Será divertido —observó Maud—. Por favor, teniente, siéntese, si es que dispone de unos minutos. —Señaló la silla donde reposaba la cesta de Carla.

Carla se dispuso a retirarla, pero Koch se le adelantó.

—Permítame —dijo, retirando la cesta. Miró dentro—. Imagino que es para la cena —observó al ver la col.

—Sí —respondió Carla con la voz quebrada.

Él se sentó en la silla y depositó la cesta en el suelo, junto a los pies, en el lado opuesto a Carla.

—Siempre he creído que tenía aptitudes para la música, y ha llegado el momento de comprobarlo.

Cruzó las piernas y las descruzó.

Carla se preguntaba por qué se mostraba tan inquieto; él no tenía nada que temer. Por un instante, se le ocurrió pensar que tal vez su incomodidad se debiera a una cuestión sexual. Se encontraba a solas con tres mujeres. ¿Qué ideas debían de estarle pasando por la mente?

Ada le puso una taza de café enfrente y él sacó un paquete de cigarrillos. Fumaba igual que un adolescente, como si fuera inexperto. Ada le acercó un cenicero.

—El teniente Koch trabaja en el Ministerio de Guerra, en Bendlerstrasse —informó Maud.

—¿En serio? —Era el Cuartel General Supremo. Menos mal que Koch no pensaba revelar a nadie que estaba estudiando piano. Los mayores secretos del ejército alemán se guardaban en aquel edificio, y aunque Koch no lo supiera, era posible que algunos de sus compañeros se acordasen de que Walter von Ulrich estaba en contra del nazismo. Y eso sería el final de las clases con frau Von Ulrich.

—Es un gran privilegio trabajar allí —añadió Koch.

—Mi hijo está en Rusia —dijo Maud—. Estoy muy preocupada por él.

—Es natural, tratándose de su madre —observó Koch—. ¡Pero no sea pesimista, por favor! La reciente contraofensiva de Rusia se ha rechazado con contundencia.

Menudo cuento. La maquinaria propagandística no podía ocultar el hecho de que los soviéticos habían ganado la batalla de Moscú y habían hecho retroceder ciento cincuenta kilómetros a los alemanes.

—Ahora estamos en una posición que nos permitirá volver a emprender el avance —prosiguió Koch.

—¿Está seguro? —Maud parecía nerviosa, y Carla se sentía igual. A las dos las atenazaba el miedo de lo que pudiera sucederle a Erik.

Koch adoptó una sonrisa de superioridad.

—Créame, frau Von Ulrich, estoy seguro. Claro que no puedo contarle todo lo que sé. No obstante, le aseguro que se está planeando una nueva operación muy agresiva.

—Estoy segura de que nuestras tropas disponen de todo lo necesario; comida suficiente y demás. —Posó una mano en el brazo de Koch—. Aun así, estoy preocupada. No debería decir eso, lo sé, pero tengo la impresión de que puedo confiar en usted, teniente.

—Por supuesto.

—Hace meses que no tengo noticias de mi hijo, no sé si está vivo o muerto.

Koch se llevó la mano al bolsillo y sacó un lápiz y un pequeño cuaderno.

—Lo averiguaré —dijo.

—¿Puede hacerlo? —preguntó Maud, con los ojos desorbitados.

Carla pensó que tal vez ese fuera el motivo por el que flirteaba con él.

—Claro que sí —respondió Koch—. Estoy en el Cuerpo de Estado Mayor, ya sabe… Aunque tengo un cargo muy bajo. —Trató de aparentar modestia—. Puedo preguntar por…

—Erik.

—Erik von Ulrich.

—Eso sería fantástico. Es camillero; estudiaba medicina, pero estaba impaciente por combatir para el Führer.

Decía la verdad. Erik era un exaltado nazi; aunque en sus últimas cartas dejaba entrever una actitud más moderada.

Koch anotó el nombre.

—Es usted maravilloso, teniente Koch —lo alabó Maud.

—No tiene importancia.

—Me alegro mucho de que estemos a punto de contraatacar en el frente oriental. Pero no debe decirme cuándo se iniciará la ofensiva, a pesar de que me muero de ganas de saberlo.

Maud estaba intentando sonsacarlo. Carla no veía qué razones podía tener para hacerlo, esa información no le servía de nada.

Koch bajó la voz, como si frente a la ventana abierta de la cocina pudiera haber un espía.

—Será muy pronto —confesó, y miró a las tres mujeres.

Carla reparó en que estaba intentando captar su atención. Tal vez no estuviera acostumbrado a tener a varias mujeres pendientes de sus palabras. Prolongó un poco el momento.

—La Operación Azul empezará muy pronto —dijo al fin.

Maud lo miró con ojos centelleantes.

—La Operación Azul; ¡es emocionantísimo! —Lo dijo en el mismo tono con que habría respondido a una invitación para pasar una semana en el hotel Ritz de París.

—El 28 de junio —susurró él.

Maud se llevó la mano al corazón.

—¡Qué pronto! Es una noticia excelente.

—No tendría que haber dicho nada.

Maud posó la mano sobre la de él.

—Pues me alegro mucho de que lo haya hecho. Hace que me sienta mucho mejor.

Él le miró la mano. Carla se dio cuenta de que no estaba acostumbrado a que una mujer lo tocase. Alzó la vista hasta mirar a Maud a los ojos. Ella esbozó una cálida sonrisa, tan cálida que a Carla le costaba creer que fuera del todo falsa.

Maud retiró la mano. Koch apagó el cigarrillo y se puso en pie.

—Debo marcharme —dijo.

«Gracias a Dios», pensó Carla.

Él le hizo una reverencia.

—Ha sido un placer conocerla, fräulein.

—Adiós, teniente —respondió ella en tono neutro.

Maud lo acompañó a la puerta.

—Así, hasta mañana a la misma hora —dijo.

Regresó a la cocina.

—Menudo hallazgo; ¡un tontito que trabaja en el Cuerpo de Estado Mayor!

—No comprendo por qué estás tan emocionada —dijo Carla.

—Es muy guapo —terció Ada.

—¡Nos ha revelado información secreta! —exclamó Maud.

—¿Y de qué nos sirve eso? —preguntó Maud—. No somos espías.

—Sabemos la fecha de la siguiente ofensiva; encontraremos alguna manera de informar a los rusos.

—Pues no sé cómo.

—Se supone que vivimos rodeados de espías.

—Eso no es más que propaganda. Cuando algo sale mal, los nazis siempre culpan a los agentes secretos de los judíos bolcheviques en lugar de aceptar que han metido la pata.

—Da igual, seguro que tiene que haber espías.

—¿Y cómo nos pondremos en contacto con ellos?

Su madre parecía estar reflexionando.

—Hablaré con Frieda —decidió.

—¿Por qué dices eso?

—Por intuición.

Carla recordó la situación de la parada del tranvía, cuando había preguntado en voz alta quién podía haber colgado aquellos carteles antinazis y Frieda había guardado silencio. La intuición de Carla coincidía con la de su madre.

Pero ese no era el único problema.

—Aunque pudiéramos hacerlo, ¿por qué íbamos a traicionar a nuestro país?

—Tenemos que derrotar a los nazis —afirmó Maud en tono categórico.

—Odio a los nazis más que nadie, pero sigo siendo alemana.

—Comprendo lo que quieres decir. No me gusta la idea de convertirme en una traidora, a pesar de que nací en Inglaterra. Pero no nos libraremos de los nazis si no perdemos la guerra.

—De todos modos, imagina que pasamos información a los rusos y eso hace que perdamos una batalla. ¡Erik podría morir en esa batalla! Es tu hijo… ¡y mi hermano! Podría morir por nuestra culpa.

Maud abrió la boca para responder, pero no podía hablar. En lugar de eso, se echó a llorar. Carla se puso en pie y la abrazó.

—Podría morir de todos modos —susurró Maud al cabo de un minuto—. Podría morir luchando por el nazismo. Es mejor que lo maten en una batalla perdida a que la ganen.

Carla no lo veía tan claro.

Se apartó de su madre.

—Sea como sea, te agradecería que me avisases antes de entrar con alguien en la cocina de esa forma. —Recogió la cesta del suelo—. Menos mal que el teniente Koch no ha mirado mejor aquí dentro.

—¿Por qué? ¿Qué llevas ahí?

—Cosas que he robado del hospital para el doctor Rothmann.

Maud sonrió orgullosa, con los ojos llenos de lágrimas.

—Esta es mi hija.

—Casi me da un patatús cuando ha cogido la cesta.

—Lo siento.

—No podías adivinarlo. Pero, ¿sabes qué?, voy a librarme de todo esto ahora mismo.

—Buena idea.

Carla volvió a ponerse el impermeable sobre el uniforme y salió de casa.

Avanzó con rapidez hacia la calle donde vivían los Rothmann. Su casa no era tan grande como la de los Von Ulrich, pero era una vivienda bien distribuida con espacios muy acogedores. No obstante, las ventanas estaban cerradas con tablas y en la puerta principal había una burda placa que rezaba: CONSULTORIO CERRADO.

En otros tiempos la familia había sido próspera. El doctor Rothmann había tenido muchos pacientes adinerados, y también había tratado a pacientes pobres a precios módicos. Ahora solo acudían a su consulta los pobres.

Carla se dirigió a la puerta trasera, como los pacientes.

Enseguida se dio cuenta de que algo iba mal. La puerta trasera estaba abierta, y cuando entró en la cocina vio una guitarra con el mástil roto tirada en el suelo embaldosado. Allí no había nadie, pero oyó voces procedentes de algún otro punto de la casa.

Cruzó la cocina y entró en el recibidor. En la planta baja había dos habitaciones principales que antes eran la consulta y la sala de espera. Ahora la sala de espera hacía las veces de sala de estar, y la consulta se había convertido en el taller de Rudi, con un banco de trabajo y herramientas para trabajar la madera, y también solía haber media docena de mandolinas, violines y violoncelos en diversos estados de reparación. Todo el instrumental médico quedaba fuera de la vista, cerrado bajo llave en los armarios.

Sin embargo, cuando entró vio que ya no era así.

Alguien había abierto los armarios y vaciado su contenido. El suelo estaba tapizado de cristales rotos y píldoras, polvo y líquido de diversas clases. Entre los restos, Carla descubrió un estetoscopio y un aparato para tomar la tensión. Había trozos de instrumental esparcidos por todas partes; era evidente que lo habían arrojado al suelo y luego lo habían pisoteado.

Carla estaba atónita e indignada. ¡Qué despilfarro!

Luego echó un vistazo a la otra habitación. En una esquina yacía Rudi Rothmann. Era un joven de veintidós años, alto y de constitución atlética. Tenía los ojos cerrados y gemía con agonía.

Su madre, Hannelore, estaba arrodillada a su lado. En otro tiempo Hannelore había sido rubia y guapa; ahora, en cambio, tenía el pelo gris y aspecto demacrado.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Carla, temiéndose la respuesta.

—La policía —respondió Hannelore—. Acusan a mi marido de tratar a pacientes arios. Se lo han llevado. Rudi ha intentado impedirles que destrozasen la consulta. Le han… —Se le hizo un nudo en la garganta.

Carla dejó la cesta en el suelo y se arrodilló junto a Hannelore.

—¿Qué le han hecho?

Hannelore recobró el habla.

—Le han roto las manos —dijo con un hilo de voz.

Carla se dio cuenta al momento. Rudi tenía las manos rojas y retorcidas de un modo horrible. Al parecer, la policía le había roto los dedos uno a uno; no era de extrañar que gimiera. Aquello era nauseabundo. Claro que, como presenciaba horrores todos los días, sabía reprimir las emociones y prestar la ayuda requerida.

—Necesita morfina —dijo.

Hannelore señaló el revoltijo del suelo.

—Si teníamos, ya no hay.

Un acceso de pura rabia asaltó a Carla. Incluso en los hospitales faltaban medicamentos; y la policía se permitía malgastar fármacos valiosísimos en un arrebato de destrucción.

—Os he traído un poco. —Sacó de la cesta un vial de un líquido transparente y la jeringuilla nueva. Con diligencia, extrajo la jeringuilla de su estuche y la llenó con el fármaco. Luego se lo inyectó a Rudi.

El efecto fue casi instantáneo. Rudi dejó de gemir. Abrió los ojos y miró a Carla.

—Eres tú, preciosa —dijo. Entonces volvió a cerrar los ojos y pareció quedarse dormido.

—Tenemos que intentar ponerle rectos los dedos para que los huesos se suelden bien —explicó Carla. Tocó la mano izquierda de Rudi y él no reaccionó. Entonces la cogió y la levantó. Él siguió sin inmutarse.

—Nunca he enderezado huesos —dijo Hannelore—. Pero he visto hacerlo bastantes veces.

—A mí me pasa igual —confesó Carla—. Pero más nos vale intentarlo. Yo me encargaré de la mano izquierda y tú de la derecha. Tenemos que terminar antes de que se pase el efecto del fármaco. Bien sabe Dios que ya le tocará sufrir bastante.

—De acuerdo —convino Hannelore.

Carla hizo una pausa más larga. Su madre tenía razón. Debían hacer cuanto estuviera en sus manos para parar los pies al régimen nazi, aunque eso significase traicionar a su país. Ya no le cabía ninguna duda.

—Manos a la obra —dijo Carla.

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