El invierno del mundo (91 page)

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Authors: Ken Follett

—Los japoneses han movilizado doscientos buques, prácticamente la totalidad de su marina de guerra, ¿y cuántos tenemos nosotros? ¡Treinta y cinco!

Chuck no era tan pesimista.

—Pero sus fuerzas de ataque solo ascienden a una cuarta parte de esos efectivos. El resto lo componen las fuerzas de ocupación y de distracción estratégica, y las reservas.

—¿Y qué? ¡Una cuarta parte de sus efectivos sigue siendo más que toda nuestra flota del Pacífico!

—Las fuerzas de ataque japonesas cuentan únicamente con cuatro portaaviones.

—Pero nosotros solo tenemos tres. —Eddie señaló con su sándwich de jamón hacia el portaaviones ennegrecido por el humo que seguía en el dique seco, repleto de obreros haciéndole reparaciones—. Y eso contando el
Yorktown
, que sigue inutilizado.

—Bueno, pero nosotros sabemos que vienen y ellos no saben que los estamos esperando.

—Espero que eso nos dé tanta ventaja como piensa Nimitz.

—Sí, yo también.

Cuando Chuck regresó al sótano, le dijeron que ya no trabajaba allí. Lo habían trasladado. Al
Yorktown
.

—Es la forma que tiene Vandermeier de castigarme —dijo Eddie esa noche con lágrimas en los ojos—. Cree que morirás.

—No seas tan pesimista —repuso Chuck—. A lo mejor ganamos la guerra.

Unos días antes del ataque, los japoneses cambiaron sus libros de códigos. Los hombres del sótano suspiraron y empezaron otra vez desde cero, pero obtuvieron muy poca información nueva antes de la batalla. Nimitz tendría que conformarse con lo que tenían y esperar que el enemigo no revisara todo el plan en el último minuto.

Los japoneses esperaban tomar Midway por sorpresa y aplastarlo con facilidad. Tenían la esperanza de que los norteamericanos contraatacaran con todas sus fuerzas, en un intento de recuperar el atolón. En ese momento, la flota de reserva japonesa entraría en acción y arrasaría con toda la flota estadounidense. Japón dominaría el Pacífico.

Y Estados Unidos solicitaría conversaciones de paz.

Nimitz tenía pensado cortar ese plan de raíz tendiendo una emboscada a las fuerzas de ataque antes de que pudieran tomar Midway.

Chuck había pasado a formar parte de esa emboscada.

Se echó el petate al hombro y se despidió de Eddie con un beso, después salieron juntos hacia el muelle.

Allí se toparon con Vandermeier.

—No ha habido tiempo para reparar los compartimentos estancos —les dijo—. Si le abren un agujero, se hundirá como un ataúd de plomo.

Chuck le puso una mano en el hombro a Eddie para contenerlo.

—¿Qué tal ese ojo, capitán? —preguntó.

La boca de Vandermeier se torció en una mueca de maldad.

—Buena suerte, marica. —Y los dejó allí plantados.

Chuck le dio un apretón de manos a Eddie y subió a bordo.

Al instante se olvidó de Vandermeier, porque por fin iba a hacerse a la mar… y en uno de los mayores barcos jamás construidos.

El
Yorktown
era el primero entre los portaaviones de su clase. Medía más de dos campos de fútbol americano y contaba con una tripulación de más de dos mil hombres. Transportaba noventa aviones: viejos torpederos Douglas Devastator con alas plegables; bombarderos de picado Douglas Dauntless, más nuevos; y cazas Grumman Wildcat para escoltar a los bombarderos.

Casi todo quedaba bajo cubierta, salvo por la estructura del puente, que se alzaba hasta nueve metros por encima de la cubierta de vuelo. Este contenía el centro de mando y comunicaciones del navío, el puente en sí, la sala de radio justo debajo, la sala de mapas y la sala de guardia de pilotos. Detrás de todo ello se levantaba una enorme chimenea que tenía tres tiros dispuestos en fila.

Algunos de los mecánicos seguían a bordo, terminando aún su trabajo, cuando la embarcación dejó el dique seco y salió lentamente de Pearl Harbor. Chuck se emocionó al sentir la vibración de sus descomunales motores mientras se hacía a la mar. Cuando llegaron a aguas profundas y la embarcación empezó a ascender y descender al ritmo del oleaje del océano Pacífico, se sintió como si estuviera bailando.

Habían destinado a Chuck a la sala de radio, una decisión muy sensata, pues allí sacarían partido de su experiencia en señales.

El portaaviones avanzaba a toda máquina hacia su cita al nordeste de Midway; sus parches recién soldados rechinaban como zapatos nuevos. En el barco había una heladería, conocida como el Gedunk, donde servían helados recién hechos. Allí, la primera tarde, Chuck se encontró con Trixie Paxman, al que no había visto desde aquella noche en The Band Round The Hat. Se alegró de contar con un amigo a bordo.

El miércoles 3 de junio, el día antes de la supuesta fecha del ataque, un hidroavión de la armada en misión de reconocimiento al oeste de Midway avistó un convoy de buques de transporte japoneses: se concluyó que debían de transportar las fuerzas de ocupación que se harían con el control del atolón después de la batalla. La noticia fue transmitida a todos los barcos estadounidenses, y Chuck, en la sala de radio del
Yorktown
, fue de los primeros en saberlo. Se trataba de una confirmación sólida de que sus compañeros del sótano habían acertado y sintió cierto alivio al ver que su suposición quedaba corroborada. Entonces se dio cuenta de lo irónico de la situación: si sus compañeros se hubiesen equivocado y los japoneses estuvieran en otra parte, él no se encontraría en peligro.

Llevaba en la armada un año y medio, pero hasta ese momento nunca había entrado en combate. El
Yorktown
, reparado con tantas prisas, sería el blanco de las bombas y los torpedos japoneses; avanzaba a toda máquina hacia unos hombres que harían todo cuanto estuviera en sus manos por hundirlo, y hundir a Chuck con él. Era una sensación peculiar. Casi todo el rato sentía una extraña calma, pero de vez en cuando lo invadía el impulso de saltar por la borda y empezar a nadar de vuelta a Hawai.

Esa noche escribió a sus padres. Si moría al día siguiente, seguramente tanto la carta como él se hundirían con el barco, pero la escribió de todas formas. En ella no dijo nada sobre los motivos de su traslado. Se le pasó por la cabeza confesarles que era invertido, pero enseguida cambió de opinión. Les dijo que los quería y que les daba las gracias por todo lo que habían hecho por él. «Si muero luchando por un país democrático en contra de una cruel dictadura militar, no habré perdido la vida en vano», escribió. Al releerlo le pareció un poco presuntuoso, pero lo dejó tal cual.

La noche fue corta. La tripulación aérea oyó el toque de aviso para el desayuno a la una y media de la madrugada. Chuck se acercó a desearle buena suerte a Trixie Paxman. Como recompensa por haberse levantado tan temprano, a los pilotos les sirvieron filete y huevos.

Sacaron los aviones de los hangares que había en una cubierta inferior y los subieron en los enormes montacargas del barco, después los condujeron a mano hasta las plazas que debían ocupar en la cubierta de vuelo, donde repostaban y cargaban municiones. Unos cuantos pilotos despegaron y partieron en busca del enemigo. El resto aguardaba en la sala de instrucciones, ataviados ya con el equipo de vuelo a la espera de cualquier noticia.

Chuck entró de guardia en la sala de radio. Poco antes de las seis de la mañana recibió una comunicación de un hidroavión de reconocimiento:

NUMEROSOS AVIONES ENEMIGOS HACIA MIDWAY

Unos minutos después recibió una señal parcial:

PORTAAVIONES ENEMIGOS

Había empezado.

Cuando llegó el informe completo, un minuto después, supieron que las fuerzas de ataque japonesas se situaban casi exactamente donde habían predicho los criptoanalistas. Chuck estaba orgulloso… y asustado.

Los tres portaaviones norteamericanos —el
Yorktown
, el
Enterprise
y el
Hornet
— seguían un rumbo que dejaría a sus aviones a una distancia desde la que podrían alcanzar a los buques japoneses.

En el puente estaba el almirante Frank Fletcher, un hombre de cincuenta y siete años y con la nariz alargada que había recibido la Cruz de la Armada en la Primera Guerra Mundial. Mientras llevaba un mensaje al puente, Chuck lo oyó decir:

—Todavía no hemos visto ni un avión japonés. Eso quiere decir que aún no saben que estamos aquí.

Chuck era consciente de que lo único que tenían los estadounidenses a su favor era eso: la ventaja de estar mejor informados.

Sin duda, los japoneses esperaban sorprender a Midway en plena siesta y así repetir la escena de Pearl Harbor, pero eso, gracias a los criptoanalistas, no sucedería. Los aviones norteamericanos de Midway no serían blancos fáciles aparcados en las pistas. Cuando los bombarderos japoneses llegaran, todos ellos estarían en el aire buscando pelea.

Mientras escuchaban en tensión el crepitar de las señales de radio que llegaban desde Midway y los buques japoneses, los oficiales y los hombres de la sala de radio del
Yorktown
no tenían duda alguna de que sobre el diminuto atolón ya estaba teniendo lugar un terrible combate aéreo; lo que no sabían era quién iba ganando.

Poco después, los aviones norteamericanos destinados en Midway se lanzaron al ataque y arremetieron contra los portaaviones japoneses.

En ambas batallas, por lo que pudo colegir Chuck, los cañones antiaéreos habían sido los protagonistas. La base de Midway tan solo había sufrido daños moderados, y casi todas las bombas y los torpedos dirigidos contra la flota japonesa habían errado el tiro; pero en ambos combates se habían derribado muchos aviones.

Parecía que de momento estaban muy igualados… pero eso tenía a Chuck preocupado, porque los japoneses contaban con más reservas.

Justo antes de las siete, el
Yorktown
, el
Enterprise
y el
Hornet
viraron hacia el sudeste. Era un rumbo que, por desgracia, los apartaba del enemigo, pero sus aviones tenían que despegar contra el viento, que soplaba desde esa dirección.

Hasta el último rincón del poderoso
Yorktown
temblaba bajo el estruendo de los motores de los aviones, que aceleraban al máximo por la cubierta para, uno tras otro, alzar el vuelo. Chuck se fijó en que el Wildcat tenía tendencia a levantar el ala derecha y desviarse un poco a la izquierda cuando aceleraba por la pista, una característica de la que los pilotos no hacían más que quejarse.

A eso de las ocho y media, los tres portaaviones habían lanzado 155 naves estadounidenses contra las fuerzas de ataque del enemigo.

Los primeros aviones llegaron a la zona del objetivo con una precisión milimétrica, justo cuando los japoneses estaban ocupados repostando y recargando de munición los aviones que regresaban de Midway. En las cubiertas de vuelo no había más que cajas de munición esparcidas entre el nido de serpientes de las mangas de repostaje, todo ello casi dispuesto para estallar en cuestión de segundos. Aquello debería haber acabado en una carnicería.

Pero no sucedió.

Casi todos los aviones estadounidenses de la primera partida habían sido destruidos.

Los Devastator estaban obsoletos. Los Wildcat que los escoltaban eran mejores, pero aun así no eran rival para los Zero japoneses, rápidos y maniobrables. Los aviones que habían sobrevivido para descargar su artillería quedaron diezmados por el devastador fuego antiaéreo de los portaaviones enemigos.

Lanzar una bomba desde un avión en movimiento y lograr que impactara contra un barco en movimiento, o dejar caer un torpedo de manera que alcanzara un buque, revestía una dificultad increíble, sobre todo para un piloto al que estaban disparando desde arriba y desde abajo.

La mayoría de los aviadores se dejaron la vida en el intento.

Y ninguno de ellos dio en el blanco.

Ninguna bomba y ningún torpedo estadounidense alcanzó su objetivo. Las tres primeras partidas de aviones atacantes, cada una de ellas despegada desde los tres portaaviones norteamericanos, no hicieron ningún daño a las fuerzas de ataque japonesas. La munición de las cubiertas no estalló y las líneas de combustible no se incendiaron. El enemigo había resultado intacto.

Chuck, que estaba escuchando las comunicaciones por radio, se sintió flaquear.

De nuevo veía ante sí la genialidad del ataque a Pearl Harbor de siete meses atrás. Los barcos norteamericanos allí anclados, un puñado de blancos estáticos, apiñados, relativamente fáciles de alcanzar. Los aviones de combate que podrían haberlos protegido quedaron destruidos en las pistas de despegue. Para cuando los estadounidenses cargaron y desplegaron los cañones antiaéreos, el ataque casi había terminado.

Sin embargo, la batalla de Midway todavía se estaba librando, y no todos los aviones norteamericanos habían llegado aún a la zona del objetivo. Oyó a un oficial de aviación del
Enterprise
gritar por la radio: «¡Ataquen! ¡Ataquen!», y luego la lacónica respuesta de un piloto: «¡Procedo, en cuanto encuentre a esos malnacidos!».

La buena noticia era que el comandante japonés todavía no había enviado a sus aviones a atacar los portaaviones estadounidenses. Seguía su plan al pie de la letra y no se apartaba de Midway. A esas alturas ya podría haber supuesto que los estaban atacando con aviones despegados desde portaaviones, pero puede que no estuviera seguro de dónde se encontraban las embarcaciones estadounidenses.

A pesar de esa ventaja, los norteamericanos no iban ganando.

Entonces el panorama cambió. Una partida de treinta y siete bombarderos de picado Dauntless del
Enterprise
avistó a los japoneses. Los Zero que protegían los barcos habían descendido casi hasta el nivel del mar durante su combate aéreo con los atacantes anteriores, así que los bombarderos tuvieron la suerte de encontrarse por encima de los cazas y pudieron lanzarse sobre ellos como salidos directamente del sol. Apenas unos minutos después, otros dieciocho Dauntless del
Yorktown
alcanzaron la zona del objetivo. Uno de los pilotos era Trixie.

La radio se convirtió en una algarabía de voces exaltadas. Chuck cerró los ojos y se concentró para intentar comprender los sonidos distorsionados. No lograba identificar la voz de Trixie.

Entonces, por detrás de las palabras, empezó a oír el aullido característico de los bombarderos lanzándose en picado. El ataque había empezado.

De pronto, por primera vez, se oyeron gritos triunfales por parte de los pilotos.

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