El invierno del mundo (95 page)

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Authors: Ken Follett

Despacio, con cuidado, las dos mujeres se dispusieron a enderezar los huesos de las manos de Rudi.

II

Thomas Macke acudía al bar Tannenberg todos los viernes por la tarde.

El local no era gran cosa. En una pared había una fotografía enmarcada del propietario, Fritz, ataviado con el uniforme de la Primera Guerra Mundial, veinticinco años más joven y sin la barriga de cerveza. Se jactaba de haber dado muerte a nueve rusos en la batalla de Tannenberg. También había unas cuantas mesas y sillas, pero los clientes habituales preferían sentarse a la barra. La carta, con la cubierta de cuero, era puramente ornamental; lo único que servían era salchichas con patatas o salchichas sin patatas.

Con todo, el lugar se encontraba justo enfrente de la comisaría de Kreuzberg, por lo que lo frecuentaban policías y eso significaba que en él no había normas. Estaba permitido el juego, las mujeres de la calle hacían felaciones en el lavabo y los inspectores de sanidad del ayuntamiento de Berlín nunca entraban en la cocina. Abría sus puertas en cuanto Fritz se levantaba y las cerraba cuando se marchaba el último cliente.

Macke había sido un humilde agente de policía que trabajaba en la comisaría de Kreuzberg antes de que los nazis ascendieran al poder y dieran puerta a hombres como él sin previo aviso. Algunos de sus antiguos compañeros seguían acudiendo al Tannenberg, por lo que siempre se encontraba con alguna cara conocida. Le gustaba charlar con sus viejos amigos a pesar de haber adquirido una categoría muy superior a ellos al convertirse en inspector y miembro de las SS.

—Lo has hecho muy bien, Thomas. Esta va por ti —dijo Bernhardt Engel, que en 1932 era sargento y superior de Macke, y seguía siendo sargento—. Buena suerte, hijo. —Se llevó a los labios la jarra de cerveza a que Macke lo había invitado.

—No pienso llevarte la contraria —repuso Macke—. Aun así, te diré que el superintendente Kringelein es bastante peor jefe que tú.

—Yo era muy blando con vosotros —admitió Bernhardt.

Otro viejo compañero, Franz Edel, rió con aire burlón.

—¡Pues yo no diría que eras precisamente blando!

Macke miró por la ventana y vio detenerse a una motocicleta conducida por un joven que lucía la guerrera azul claro con cinturón propia de un oficial de las fuerzas aéreas. Le resultaba familiar, lo había visto en alguna parte. El pelo bermejo y más bien largo caía con gracioso movimiento sobre su frente patricia. Cruzó la acera y entró en el Tannenberg.

Macke recordó su nombre. Era Werner Franck, el hijo consentido del fabricante de radios Ludi Franck.

Werner se acercó a la barra y pidió un paquete de cigarrillos Kamel. Lógico, pensó Macke; el playboy fumaba cigarrillos americanos, aunque fuera una imitación alemana.

Werner pagó, abrió el paquete, sacó un cigarrillo y le pidió un mechero a Fritz. Cuando se volvió para marcharse, sujetando el cigarrillo ladeado en la boca con aire desenfadado, cruzó la mirada con Macke.

—Inspector Macke —dijo, tras pensarlo unos instantes.

Todos los hombres de la barra se quedaron mirando a Macke, esperando a ver qué respondía. Él lo saludó con la cabeza de modo informal.

—¿Qué tal estás, joven Werner?

—Muy bien, señor, gracias.

Macke se sintió complacido, aunque también sorprendido, ante su tono respetuoso. Recordaba a Werner como un mocoso arrogante que no mostraba el debido respeto a la autoridad.

—Acabo de regresar de pasar una temporadita en el frente oriental, con el general Dorn —añadió Werner.

Macke se percató de que los policías de la barra estaban pendientes de la conversación. Un hombre que había estado en el frente oriental merecía respeto. Macke no pudo evitar sentirse complacido al verlos impresionados ante los selectos círculos en los que se movía.

Werner ofreció el paquete de cigarrillos a Macke, que aceptó uno.

—Una cerveza —dijo Werner a Fritz—. ¿Puedo invitarle a tomar algo, inspector? —preguntó volviéndose hacia Macke.

—Tomaré lo mismo, gracias.

Fritz llenó dos jarras. Werner levantó la jarra ante Macke.

—Quiero darle las gracias.

Macke se llevó otra sorpresa.

—¿Por qué? —preguntó.

Sus amigos seguían escuchando con interés.

—Hace un año me dio una buena reprimenda —dijo Werner.

—En ese momento no pareció agradecerlo.

—Y me disculpo por ello. Di muchas vueltas a lo que me dijo, y al final comprendí que tenía razón. Había permitido que las emociones me nublasen la razón y usted me metió en cintura. Nunca lo olvidaré.

Macke estaba emocionado. Antes sentía aversión por Werner, y le había hablado con dureza. Sin embargo, el joven se había tomado a pecho sus palabras y había cambiado de actitud. Macke se sintió lleno de orgullo al saberse capaz de obrar semejante transformación en la vida de un joven.

Werner prosiguió.

—De hecho, el otro día me acordé de usted. El general Dorn hablaba de capturar espías y nos preguntó si podíamos seguirles la pista a través de las señales que enviaban por radio. Temo que no fui capaz de explicarle gran cosa.

—Tendría que habérmelo preguntado a mí —dijo Macke—. Es mi especialidad.

—¿En serio?

—Venga, siéntese.

Llevaron las bebidas a una mesa mugrienta.

—Esos hombres son agentes de policía —explicó Macke—. Y aunque no fuera así, no debe hablarse de esas cosas delante de la gente.

—Claro. —Werner bajó la voz—. Pero sé que puedo confiar en usted. Mire, algunos comandantes del frente le explicaron a Dorn que, según creen, muchas veces el enemigo conoce nuestras intenciones de antemano.

—¡Ah! —exclamó Macke—. Me lo temía.

—¿Qué puedo contarle a Dorn sobre la detección de señales de radio?

—El término correcto es «goniometría». —Macke se paró a pensar. Era una oportunidad de impresionar a un influyente general, aunque fuera de manera indirecta. Tenía que ser claro y poner de relieve la importancia de lo que estaba haciendo sin exagerar los resultados. Imaginó al general Dorn diciendo al Führer como quien no quiere la cosa: «En la Gestapo hay un buen elemento, se llama Macke. Es solo inspector, por ahora, pero es muy eficiente y…»—. Disponemos de un instrumento que nos indica la dirección de la que procede la señal —empezó—. Si realizamos tres escuchas desde lugares bastante separados, podemos trazar tres líneas en el mapa. La intersección es el punto donde se encuentra el emisor.

—¡Es fantástico!

Macke alzó la mano con gesto de advertencia.

—En teoría —añadió—. En la práctica, resulta más difícil. El pianista, que es como llamamos al operador de radio, no suele permanecer en un mismo sitio el tiempo suficiente para que lo encontremos. Un pianista cauteloso envía dos señales desde el mismo punto. Y nuestro instrumento se encuentra en una furgoneta que tiene una antena muy llamativa en el techo, o sea que nos ven venir.

—Pero han obtenido buenos resultados.

—Ya lo creo. De todos modos, una noche de estas debería venir con nosotros, así vería todo el proceso… y podría explicárselo al general Dorn de primera mano.

—Buena idea —convino Werner.

III

Moscú en junio era cálido y soleado. A la hora de comer, Volodia esperaba a Zoya junto a una fuente de los jardines Alexander, detrás del Kremlin. Había cientos de personas paseando, la mayoría en pareja, aprovechando que hacía buen día. Corrían tiempos difíciles y habían cortado el suministro de agua de la fuente para ahorrar energía, pero el cielo era azul, los árboles estaban poblados de hojas y el ejército alemán se encontraba a ciento cincuenta kilómetros de distancia.

Volodia se henchía de orgullo cada vez que recordaba la batalla de Moscú. El temible ejército alemán, experto en la guerra relámpago, había llegado hasta las puertas de la ciudad; pero lo habían rechazado. Los soldados soviéticos habían luchado como leones para salvar su capital.

Por desgracia, en marzo el contraataque soviético había llegado a un punto muerto. Habían conseguido reconquistar gran parte del territorio, por lo que los moscovitas se sentían más seguros, pero los alemanes se habían recuperado del golpe y se estaban preparando para volver a intentarlo.

Y Stalin seguía a la cabeza.

Volodia vio a Zoya entre la multitud, dirigiéndose hacia él. Llevaba un vestido a cuadros rojos y blancos. Caminaba con brío y su pelo rubio claro parecía botar al compás de sus pasos. Todos los hombres la miraban.

Volodia había tenido unas cuantas novias guapas, pero se le hacía raro estar saliendo con Zoya. Durante años, ella lo había tratado con fría indiferencia y no le hablaba de nada que no fuese física nuclear. De repente, un día, para su gran asombro, le preguntó si quería acompañarla al cine.

Ocurrió poco después del motín en el que asesinaron al general Bobrov. Aquel día había cambiado de actitud con respecto a él, y Volodia no estaba seguro de comprender por qué. De algún modo, la experiencia compartida había creado un clima de intimidad entre los dos. La cuestión era que habían ido juntos a ver
George’s Dinky Jazz Band
, una astracanada protagonizada por un inglés que tocaba el banjo y se llamaba George Formby. La película se había hecho muy popular, y en Moscú estuvo en cartelera durante meses. El argumento era de lo más surrealista: George ignoraba que su instrumento enviaba mensajes a los U-Boot alemanes. Era tan tonto que los dos se habían reído a mandíbula batiente.

Desde aquel día, salían de forma habitual.

Hoy iban a comer con el padre de él. Volodia había quedado en esperarla antes junto a la fuente para disponer de unos minutos a solas.

Zoya lo obsequió con su sonrisa de mil vatios y se puso de puntillas para besarlo. Era alta, pero él lo era más. Volodia se deleitó con el beso, notando sus labios suaves y húmedos, pero terminó demasiado rápido.

Él todavía no tenía plena confianza en la relación. Estaban en la fase de cortejo, tal como lo llamaba la generación anterior. Se besaban a menudo, pero aún no se habían acostado. No es que fueran demasiado jóvenes: él tenía veintisiete años y ella, veintiocho. Con todo, Volodia intuía que Zoya no se acostaría con él hasta que no estuviera preparada.

Una parte de su ser se resistía a creer que acabase pasando una sola noche con esa muchacha de ensueño. Le parecía demasiado rubia, demasiado inteligente, demasiado alta, demasiado segura de sí misma, demasiado sensual para entregarse a un hombre. Probablemente, nunca tendría la oportunidad de ver cómo se quitaba la ropa, de contemplarla desnuda, de acariciarle todo el cuerpo, de tumbarse sobre ella…

Caminaron por el parque estrecho y alargado. A un lado había una calle muy transitada. A lo largo del otro, las torres del Kremlin se cernían por encima de un alto muro.

—Mirando eso parece que los ciudadanos rusos tengan prisioneros a los dirigentes —dijo Volodia.

—Sí —convino Zoya—. En vez de lo contrario.

Él se volvió a mirar atrás, pero no los había oído nadie. Aun así, era una imprudencia hablar de ese modo.

—No me extraña que mi padre te considere un peligro.

—Antes creía que tú eras igual que tu padre.

—Ojalá. Mi padre es un héroe. ¡Asaltó el Palacio de Invierno! No creo que yo llegue nunca a cambiar el curso de la historia.

—Ah, ya, pero él tiene una mentalidad cerrada y conservadora. Tú no eres así.

Volodia pensó que sí que era como su padre, pero no pensaba discutir.

—¿Estás libre esta noche? —preguntó ella—. Me gustaría cocinar para ti.

—¡Por supuesto!

Era la primera vez que lo invitaba a su casa.

—Tengo carne de ternera.

—¡Genial! —La ternera de calidad era un lujo incluso en el privilegiado hogar de Volodia.

—Y los Kovalev han salido de viaje.

Esa noticia era aún mejor. Como muchos moscovitas, Zoya vivía en un piso con otra familia. Disponía de dos habitaciones para su uso, y compartía la cocina y el baño con otro científico, el doctor Kovalev, además de su esposa y su hijo. Pero los Kovalev no estaban, así que Zoya y Volodia tendrían el piso para ellos solos. Se le aceleró el pulso.

—¿Me llevo el cepillo de dientes? —preguntó.

Ella le dirigió una sonrisa enigmática y no respondió a la pregunta.

Salieron del parque y cruzaron la calle en dirección a un restaurante. Muchos habían cerrado, pero el centro de la ciudad estaba lleno de despachos cuyos ocupantes tenían que comer en algún sitio, por lo que unos cuantos bares y cafés habían sobrevivido.

Grigori Peshkov ocupaba una mesa en la terraza. Dentro del Kremlin había mejores restaurantes, pero le gustaba dejarse ver en lugares frecuentados por los ciudadanos de a pie; quería demostrar que por el hecho de llevar un uniforme de general no estaba por encima de los soviéticos corrientes. Con todo, había elegido una mesa bastante apartada del resto para que nadie oyera su conversación.

Desaprobaba la actitud de Zoya, pero no era invulnerable a sus encantos. Se puso en pie y la besó en ambas mejillas.

Pidieron tortitas de patata y cerveza. La única otra opción eran arenques en vinagre y vodka.

—Hoy no voy a hablarle de física nuclear, general —empezó Zoya—. Sin embargo, puedes dar por sentado que sigo creyendo en todo lo que te expliqué la última vez que tratamos del tema.

—Es un alivio —dijo él.

Ella se echó a reír, mostrando los blancos dientes.

—En vez de eso, me gustaría saber cuánto tiempo durará la guerra.

Volodia sacudió la cabeza fingiendo exasperarse. Zoya siempre tenía que provocar a su padre. Si no hubiera sido una mujer joven y guapa, hacía tiempo que Grigori la habría encarcelado.

—Los nazis están acabados, pero no lo reconocerán —dijo Grigori.

—En Moscú, todo el mundo se pregunta qué ocurrirá este verano; claro que seguramente vosotros dos lo sabéis.

—Te aseguro que aunque lo supiera, no se lo contaría a mi novia; por muy loco que esté por ella —dijo Volodia. «Sobre todo porque podrían pegarle un tiro», pensó; pero eso no lo confesó.

Llegaron las tortitas de patata y empezaron a comer. Como siempre, Zoya devoró su parte. A Volodia le encantaba la avidez con que atacaba la comida. A él, sin embargo, no le gustaron mucho las tortitas.

—Estas patatas saben sospechosamente a nabo —protestó.

Su padre le lanzó una mirada de desaprobación.

—No me estoy quejando —se apresuró a añadir.

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