El invierno del mundo (46 page)

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Authors: Ken Follett

Woody contuvo el aliento. Roosevelt asintió con la cabeza, aunque Woody sabía que lo hacía siempre. Rara vez discrepaba abiertamente. Detestaba la confrontación. Woody había oído decir a su padre que convenía ser prudente y no interpretar su silencio como un consentimiento. No se atrevió a mirarlo, pero, sentado a su lado, percibía la tensión en él.

—Creo que tienes razón —dijo el presidente al cabo de un instante.

Woody tuvo que reprimir un grito de alegría. ¡El presidente consentía! Miró a su padre. Gus, que por lo general se mostraba imperturbable, apenas ocultaba su sorpresa. Había sido una victoria ciertamente rápida.

Gus se apresuró a consolidarla.

—En tal caso, ¿puedo sugerir que Cordell Hull y yo redactemos un borrador de propuesta para que lo considere?

—Hull está muy atareado. Habla con Welles.

Sumner Welles era el subsecretario de Estado, un hombre tan ambicioso como extravagante, y Woody sabía que no habría sido la primera opción de su padre. Pero hacía mucho tiempo que era amigo de la familia Roosevelt; había sido paje en la boda del presidente.

En cualquier caso, Gus no tenía intención de poner objeciones en este aspecto.

—Por supuesto —dijo.

—¿Algo más?

Era, sin duda, un formalismo para despacharlos. Gus se puso en pie, y Woody lo imitó al instante.

—¿Cómo se encuentra su madre, la señora Roosevelt, señor? —preguntó Gus—. Lo último que he sabido es que estaba en Francia.

—Su barco zarpó ayer, gracias a Dios.

—Me alegra saberlo.

—Gracias por venir —dijo Roosevelt—. Valoro mucho tu amistad, Gus.

—Nada podría complacerme más, señor —repuso Gus.

Estrechó la mano del presidente, y Woody hizo lo propio. Después se marcharon.

Woody albergaba una ínfima esperanza de que Joanne siguiera por allí, pero ya se había ido.

—Vayamos a tomar una copa para celebrarlo —propuso Gus mientras salían del edificio.

Woody consultó su reloj. Eran las cinco en punto.

—Claro —dijo.

Fueron al Old Ebbitt, en la calle F, cerca de la Quince: vidrieras de colores, terciopelo verde, lámparas de latón y trofeos de caza. El local estaba lleno de congresistas, senadores y su séquito habitual: asesores, representantes de lobbies y periodistas. Gus pidió directamente un dry martini con una rodaja de limón para él y una cerveza para Woody, que sonrió; quizá le habría apetecido un martini. En verdad, no le apetecía —para él solo sabía a ginebra fría—, pero le habría gustado que le preguntase. Pese a ello, alzó la copa y dijo:

—Felicidades. Has conseguido lo que querías.

—Lo que el mundo necesita.

—Has estado brillante.

—Casi no hacía falta convencer a Roosevelt. Es un liberal, pero pragmático. Sabe que no es posible hacerlo todo, que hay que elegir las batallas que pueden ganarse. El
new deal
es su prioridad absoluta, que los parados vuelvan a tener trabajo. No hará nada que interfiera en eso, es su principal misión. Si mi plan resulta demasiado controvertido y disgusta a sus partidarios, lo rechazará.

—De modo que aún no hemos ganado nada.

Gus sonrió.

—Hemos dado el primer paso, muy importante. Pero no, no hemos ganado nada.

—Es una lástima que te obligue a trabajar con Welles.

—No del todo. Sumner refuerza el proyecto. Está más cerca que yo del presidente. Pero es impredecible. Podría coger el proyecto y encauzarlo en otra dirección.

Woody miró hacia el fondo del local y vio una cara conocida.

—Adivina quién está ahí. Debería haberlo sabido.

Su padre miró en la misma dirección.

—De pie en la barra —dijo Woody—. Con un par de tipos mayores que él con sombrero y una chica rubia. Greg Peshkov.

Como de costumbre, Greg iba desaliñado pese a la ropa exquisita que vestía: llevaba la corbata torcida, la camisa se le salía por la cinturilla y lucía una mancha de ceniza de tabaco en los pantalones de color marfil. Sin embargo, la rubia lo miraba con veneración.

—El mismo —dijo Gus—. ¿Lo ves a menudo en Harvard?

—Se está especializando en física, pero no sale con científicos; demasiado aburridos para él, supongo. Suelo encontrármelo en la redacción del
Crimson
. —El
Harvard Crimson
era el periódico estudiantil en el que Woody publicaba fotografías y Greg, artículos—. Está haciendo prácticas en el Departamento de Estado este verano, por eso está aquí.

—En la oficina de prensa, imagino —dijo Gus—. Los dos hombres con los que está son periodistas; el del traje marrón trabaja para el
Tribune
de Chicago y el de la pipa, para el
Plain Dealer
de Cleveland.

Woody vio que Greg hablaba con los periodistas como si fuesen viejos amigos, tomando del brazo a uno y acercándose a él para decirle algo en voz baja, y dando palmadas en la espalda al otro en un gesto falso de felicitación. Los otros parecían a gusto con él, pensó Woody mientras se reían a carcajadas de algo que había dicho. Woody envidiaba ese talento. Resultaba muy útil para los políticos…, aunque quizá no imprescindible; su padre carecía de ese talante jovial y campechano y era uno de los estadistas más veteranos de Estados Unidos.

—Me pregunto qué opinará su hermanastra, Daisy, sobre la amenaza de guerra. Está en Londres. Se casó con un lord inglés —dijo Woody.

—Para ser exactos, se casó con el primogénito del conde Fitzherbert, a quien llegué a conocer muy bien.

—Es la envidia de todas las chicas de Buffalo. El rey asistió a su boda.

—También conocí a la hermana de Fitzherbert, Maud… una mujer maravillosa. Se casó con Walter von Ulrich, un alemán. Yo también me habría casado con ella si no se me hubiese adelantado Walter.

Woody arqueó las cejas. No era propio de su padre hablar de aquel modo.

—Eso fue antes de que me enamorase de tu madre, por supuesto.

—Por supuesto. —Woody reprimió una sonrisa.

—Walter y Maud desaparecieron del mapa después de que Hitler ilegalizara a los socialdemócratas. Espero que estén bien. Si estalla una guerra…

Woody advirtió que su padre se ponía nostálgico al hablar de la guerra.

—Al menos Estados Unidos está al margen.

—Eso es lo que creímos la última vez. —Gus cambió de tema—. ¿Qué sabes de tu hermano pequeño?

Woody suspiró.

—No va a cambiar de idea, papá. No irá a Harvard, ni a ninguna otra universidad.

Era una crisis familiar. Chuck había anunciado que en cuanto cumpliera los dieciocho se enrolaría en la armada. Careciendo de un título universitario, sería un soldado raso, sin posibilidades de llegar a oficial. Era algo que horrorizaba a sus exitosos padres.

—¡Maldita sea! Es lo bastante inteligente para ir a la universidad.

—Me gana al ajedrez.

—A mí también. ¿Qué le ocurre?

—Detesta estudiar. Y adora los barcos. Navegar es lo único que le importa. —Woody consultó su reloj de pulsera.

—Tienes una fiesta a la que ir —dijo su padre.

—No hay prisa…

—Sí que la hay. Es una chica muy atractiva. Lárgate de aquí.

Woody sonrió. Su padre podía ser sorprendentemente astuto.

—Gracias, papá. —Se puso en pie.

Greg Peshkov se marchaba en ese momento, y salieron juntos.

—Hola, Woody. ¿Cómo va todo? —preguntó Greg con tono cordial. Iban en la misma dirección.

Hubo un tiempo en que Woody habría asestado un puñetazo a Greg por su implicación en el turbio asunto de Dave Rouzrokh. Esos sentimientos se habían enfriado con los años, y en realidad el responsable había sido Lev Peshkov, no su hijo, que entonces solo tenía quince años. De todos modos, Woody se limitó a ser correcto.

—Estoy disfrutando de Washington —dijo mientras caminaban por uno de los amplios bulevares parisinos de la ciudad—. ¿Y tú?

—Me gusta. Se sorprenden al conocer mi nombre, pero se les pasa enseguida. —Al ver la mirada inquisitiva de Woody, Greg se explicó—: En el Departamento de Estado todo son Smith, Faber, Jensen y McAllister. Nadie se apellida Kozinski, Cohen o Papadopoulos.

Woody cayó en la cuenta de que era verdad. Las riendas del gobierno las llevaba un reducido y bastante exclusivo grupo étnico. ¿Cómo no había reparado en eso antes? Tal vez porque se había encontrado lo mismo en la escuela, en la iglesia y en Harvard.

—Pero no son estrechos de miras —prosiguió Greg—. Están dispuestos a hacer una excepción con alguien que habla ruso con fluidez y proviene de una familia acaudalada.

Greg se mostraba displicente, pero se atisbaba en él un trasfondo de auténtico rencor, y Woody advirtió que estaba ciertamente resentido.

—Creen que mi padre es un gángster —dijo Greg—, pero no les importa. La mayoría de los ricos cuentan con algún gángster entre sus antepasados.

—Hablas como si odiaras Washington.

—¡Todo lo contrario! No viviría en ningún otro lugar. El poder está aquí.

Woody se sintió más magnánimo.

—Yo he venido porque hay cosas que quiero hacer, cosas que quiero cambiar.

Greg sonrió.

—Supongo que te refieres a la misma «cosa»: el poder.

—Hum. —Woody no se lo había planteado de esa forma.

—¿Crees que habrá guerra en Europa? —preguntó Greg.

—Tú deberías saberlo, ¡trabajas en el Departamento de Estado!

—Sí, pero estoy en la oficina de prensa. Lo único que sé son los cuentos de hadas que les soltamos a los periodistas. No tengo ni idea de cuál es la verdad.

—Ya, yo tampoco. Acabo de estar con el presidente y creo que ni él lo sabe.

—Mi hermana, Daisy, está allí.

El tono de Greg había cambiado. Woody vio que su preocupación era genuina e intentó reconfortarlo.

—Lo sé.

—Si hay bombardeos, ni siquiera las mujeres y los niños estarán a salvo. ¿Crees que los alemanes bombardearán Londres?

Solo había una respuesta franca:

—Supongo que sí.

—Ojalá hubiera vuelto a casa.

—Tal vez no estalle la guerra. El año pasado, Chamberlain, el primer ministro británico, firmó un pacto in extremis con Hitler en relación con Checoslovaquia.

—Una claudicación in extremis.

—Cierto. Así que es posible que haga lo mismo en relación con Polonia… aunque se acaba el tiempo.

Greg asintió taciturno y cambió de tema.

—¿Adónde vas ahora?

—Al apartamento de Joanne Rouzrokh. Celebra una fiesta.

—Sí, he oído algo. Conozco a una de sus compañeras de piso, pero no me han invitado, como seguramente supondrás. Su edificio es… ¡Santo Dios! —Greg dejó la frase a medias.

Woody también se detuvo. Greg miraba fijamente al frente. Woody miró en esa misma dirección y vio a una atractiva mujer negra que caminaba hacia ellos por la calle E. Tenía aproximadamente su edad y era hermosa, con unos labios carnosos de color marrón rosáceo que hicieron pensar a Woody de nuevo en besos. Llevaba un sencillo vestido negro que podría haber formado parte de un uniforme de camarera, pero lo acompañaba con un coqueto sombrero y unos zapatos modernos que le conferían un aire elegante.

Ella los vio, miró a Greg y volvió la cara.

—¿Jacky? ¿Jacky Jakes? —preguntó Greg.

La chica lo obvió y siguió caminando, pero a Woody le pareció que se inquietaba.

—Jacky, soy yo, Greg Peshkov —insistió Greg.

Jacky, si acaso era ella, no contestó, aunque daba la impresión de estar a punto de romper a llorar.

—Jacky… Te llamas Mabel, en realidad. ¡Me conoces! —Greg se colocó en medio de la acera con los brazos extendidos en un gesto de súplica.

Ella lo esquivó deliberadamente, sin pronunciar palabra ni mirarlo a los ojos, y siguió andando.

Greg se volvió.

—¡Espera un momento! —gritó a sus espaldas—. Hace cuatro años me abandonaste sin más… ¡Me debes una explicación!

Aquello era impropio de Greg, pensó Woody. Siempre había sabido engatusar a las chicas, tanto en la escuela como en Harvard. En aquel momento parecía disgustado de verdad: desconcertado, herido, casi desesperado.

«Hace cuatro años», reflexionó Woody. ¿Podía ser aquella la chica del escándalo? Había tenido lugar allí, en Washington. Sin duda ella vivía en la ciudad.

Greg corrió tras ella. Un taxi había parado en la esquina y el pasajero, un hombre con esmoquin, se había apeado y pagaba al taxista desde la acera. Jacky subió al coche y dio un portazo.

Greg se acercó y gritó a través de la ventanilla:

—¡Habla conmigo, por favor!

El taxi se alejó y dejó a Greg allí, mirándolo.

Greg volvió con paso lento hasta donde Woody lo esperaba, intrigado.

—No lo entiendo —dijo Greg.

—Parecía asustada —comentó Woody.

—¿De qué? Nunca le hice daño. Estaba loco por ella.

—Pues algo la asustaba.

Greg parecía afectado.

—Lo siento —dijo—. En cualquier caso, no es tu problema. Discúlpame.

—No hay de qué.

Greg señaló un bloque de pisos situado a apenas unos pasos.

—Ese es el edificio de Joanne —dijo—. Que te diviertas. —Y se marchó.

Algo desconcertado, Woody se encaminó hacia la entrada. Pero enseguida olvidó la vida sentimental de Greg y empezó a pensar en la suya. ¿De veras le gustaba a Joanne? Tal vez no lo besara esa noche, pero quizá podría pedirle una cita.

Era un edificio modesto, sin portero ni conserje. Un listado en el portal le informó de que Rouzrokh compartía piso con Stewart y Fisher, presumiblemente otras dos chicas. Woody subió en el ascensor. En ese momento cayó en la cuenta de que iba con las manos vacías; debería haber comprado dulces o flores. Pensó en dar media vuelta, pero llegó a la conclusión de que eso sería llevar demasiado lejos los buenos modales. Llamó al timbre.

Una chica de poco más de veinte años abrió la puerta.

—Hola. Soy… —dijo Woody.

—Pasa —dijo ella, sin esperar a oír su nombre—. Las bebidas están en la cocina, y hay comida en la mesa del comedor, si es que queda algo. —Y se dio media vuelta, con la evidente certeza de que aquel recibimiento había sido más que suficiente.

El pequeño apartamento estaba repleto de gente que bebía, fumaba y se gritaba para hacerse oír sobre el ruido del fonógrafo. Joanne había dicho «unos amigos», y Woody había imaginado a ocho o nueve jóvenes sentados alrededor de una mesa de centro charlando sobre la crisis en Europa. Se sintió desilusionado; en aquella fiesta tan concurrida difícilmente iba a encontrar la ocasión de demostrar a Joanne cuánto había crecido.

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