El invierno del mundo (103 page)

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Authors: Ken Follett

Después de comer, Greg se quedó un rato en el estadio abandonado. Mientras contemplaba las miles de gradas vacías, pensó en Georgy. No le había contado a nadie que tenía un hijo —ni siquiera a Margaret Cowdry, con quien ya estaba disfrutando de unas deliciosas relaciones carnales—, pero deseaba decírselo a su madre. Estaba orgulloso, aunque sin motivo: lo único que había hecho para contribuir a traer a Georgy al mundo había sido acostarse con Jacky, seguramente lo más fácil que había hecho en la vida. Sobre todo estaba entusiasmado. Sentía que se encontraba al principio de una especie de aventura. Georgy iba a crecer, a aprender y a cambiar, y un día se convertiría en un hombre; y Greg estaría allí, contemplándolo maravillado.

Los científicos volvieron a reunirse a las dos de la tarde. Esta vez había unas cuarenta personas en la tribuna, junto al equipo de control. El experimento se llevó cuidadosamente hasta el mismo punto en que lo habían dejado, y Fermi no paraba de comprobar sus instrumentos ni un segundo.

—Esta vez retiren la barra treinta centímetros —dijo entonces.

Los chasquidos se aceleraron. Greg esperó que el aumento se estabilizara como lo había hecho antes, pero no ocurrió así. Al contrario, los chasquidos eran cada vez más rápidos, hasta que se convirtieron en un rugido constante.

Al ver que todo el mundo centraba su atención en el registrador de trazo, Greg se dio cuenta de que el nivel de radiación estaba por encima del máximo marcado en los contadores. El registrador tenía una escala regulable. A medida que el nivel subía, la escala cambiaba, y así otra vez, y otra.

Fermi levantó una mano. Todos guardaron silencio.

—La pila ha alcanzado el nivel crítico —dijo. Sonrió… y no hizo nada.

Greg quería gritar: «¡Pues apague el puto aparato!», pero Fermi seguía callado e inmóvil, consultando el registrador, y su autoridad era tal que nadie se atrevió a desafiarlo. La reacción en cadena se estaba produciendo pero de manera controlada. Dejó que prosiguiera durante un minuto, luego otro más.

—Por Dios bendito —murmuró McHugh.

Greg no quería morir. Quería llegar a senador. Quería volver a acostarse con Margaret Cowdry. Quería ver a Georgy en la universidad. «Todavía no he llegado ni a la mitad de mi vida», pensó.

Por fin Fermi ordenó que recolocaran las barras de control.

El ruido de los contadores remitió hasta convertirse en un lento tictac que finalmente se detuvo.

Greg volvió a respirar con normalidad.

—¡Lo hemos demostrado! —McHugh estaba exultante—. ¡La reacción en cadena es una realidad!

—Y es controlable, lo que resulta más importante —añadió Greg.

—Sí, supongo que eso es más importante desde un punto de vista práctico.

Greg sonrió. Así eran los científicos, lo sabía desde Harvard: para ellos, la teoría era la realidad y el mundo, un modelo bastante impreciso.

Alguien sacó una botella de vino italiano que venía dentro de una cestita de mimbre y varios vasos de papel. Todos los científicos bebieron lo poco que les tocó. Esa era otra razón por la que Greg no era científico: no tenían ni idea de cómo celebrar una fiesta.

Alguien le pidió a Fermi que firmara la cestita y, después de él, todos los demás firmaron también.

Los técnicos apagaron los monitores. Todo el mundo se marchaba ya, pero Greg se quedó a observar. Al cabo de un rato, se encontró a solas con Fermi y Szilárd en la tribuna y vio cómo los dos gigantes intelectuales se daban la mano. Szilárd era un hombre grande y de cara redonda; Fermi era menudo y delicado. Por un momento, Greg tuvo la inadecuada ocurrencia de pensar en Laurel y Hardy.

Entonces oyó hablar a Szilárd.

—Amigo —dijo—, me parece que el día de hoy pasará a la historia de la humanidad como un día aciago.

«¿Qué puñetas ha querido decir con eso?», pensó Greg.

V

Greg quería que sus padres aceptaran a Georgy.

No sería fácil. Seguro que les resultaría desconcertante enterarse de que tenían un nieto desde hacía seis años y que se lo habían ocultado. Puede que se enfadaran. Puede que también despreciaran a Jacky. No tenían ningún derecho a adoptar una actitud de superioridad moral, pensó con acritud: ellos mismos tenían un hijo ilegítimo… el propio Greg. Pero la gente no era racional.

Tampoco sabía muy bien hasta qué punto importaría que Georgy fuera negro. Los padres de Greg no eran cerrados en temas raciales y nunca hablaban de «sucios negros» ni de «perros judíos», como hacían otros de su generación, pero eso podía cambiar en cuanto supieran que tenían a alguien de color en la familia.

Suponía que su padre sería el mayor obstáculo, así que habló primero con su madre.

Por Navidad, cogió varios días de permiso y fue a verla a su casa, en Buffalo. Marga tenía un enorme apartamento en el mejor edificio de la ciudad. Vivía casi siempre sola, pero tenía cocinera, dos criadas y chófer. Contaba con una caja fuerte llena de joyas y un vestidor del tamaño de un garaje de dos coches. Pero no tenía marido.

Lev estaba en la ciudad, pero el día de Nochebuena siempre sacaba a Olga a cenar. Técnicamente seguía casado con ella, aunque hacía años que no pasaba una noche en su casa. Por lo que sabía Greg, Olga y Lev se detestaban, pero por algún motivo seguían viéndose una vez al año.

Esa noche, Greg y su madre cenaron juntos en el apartamento, y él se puso el esmoquin para complacerla.

—Me encanta ver a mis hombres bien vestidos —solía decir.

Tomaron sopa de pescado, pollo al horno y el postre preferido de Greg cuando era pequeño, tarta de melocotón.

—Tengo que darte una noticia, mamá —dijo con cierto nerviosismo mientras la criada les servía el café. Le daba miedo que su madre se enfadara. No tenía miedo por sí mismo, sino por Georgy, y se preguntó si en eso consistía la paternidad: en preocuparse por otra persona más de lo que se preocupaba uno por sí mismo.

—¿Una buena noticia? —preguntó la mujer.

Había ganado peso en los últimos tiempos, pero a sus cuarenta y seis años seguía conservando todo el glamour. Si tenía alguna cana en su pelo oscuro, su peluquera la había camuflado con esmero. Esa noche llevaba un sencillo vestido negro y una gargantilla de diamantes.

—Muy buena, aunque me parece que algo sorprendente. Así que, por favor, no pierdas los nervios.

Ella levantó una ceja negra, pero no dijo nada.

Greg se llevó una mano al interior de la chaqueta y sacó una fotografía: era Georgy, montado en una bicicleta roja con cintas en el manillar. La rueda trasera de la bici tenía un par de rueditas estabilizadoras para que no se cayera. La expresión del chico era de auténtica felicidad. Greg estaba arrodillado junto a él con cara de orgullo.

Le pasó la fotografía a su madre.

Ella la miró con detenimiento y, al cabo de un minuto, dijo:

—Supongo que le has regalado la bicicleta a ese niño por Navidad.

—Eso es.

La mujer levantó la mirada.

—¿Me estás diciendo que tienes un hijo?

Greg asintió con la cabeza.

—Se llama Georgy.

—¿Te has casado?

—No.

Su madre soltó la foto.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó, enfadada—. Pero ¿qué les pasa a los hombres Peshkov?

Greg estaba consternado.

—No sé qué quieres decir con eso.

—¡Otro hijo ilegítimo! ¡Otra mujer criándolo sola!

Se dio cuenta de que veía a Jacky como una versión más joven de sí misma.

—Yo tenía quince años…

—¿Por qué no podías ser normal? —gritó la mujer—. Por todos los santos, ¿qué tiene de malo una familia como es debido?

Greg bajó la mirada.

—No tiene nada de malo.

Se sentía avergonzado. Hasta ese momento se había visto como un actor pasivo de aquella obra dramática, incluso una víctima. Todo lo que había sucedido se lo había hecho su padre a él, y también a Jacky. Pero su madre no lo veía del mismo modo, y de pronto Greg comprendió que tenía razón. Al acostarse con Jacky, él no se lo había pensado dos veces; no había preguntado nada cuando ella, alegremente, le había dicho que no tenían que preocuparse por la contracepción; y tampoco se había enfrentado a su padre cuando Jacky se marchó. Entonces era muy joven, sí, pero si había sido lo bastante adulto para tener relaciones con ella, también debería haberlo sido para aceptar la responsabilidad de las consecuencias.

Su madre seguía hecha una furia.

—¿Es que no te acuerdas de tus interminables preguntas? «¿Dónde está mi papá? ¿Por qué no duerme aquí? ¿Por qué no podemos ir con él a casa de Daisy?» Y más adelante las peleas que tenías en el colegio cuando los demás niños te llamaban bastardo. Y lo mucho que te enfadaste cuando no dejaron que te hicieras socio de ese maldito club náutico.

—Claro que me acuerdo.

Su madre estampó un puño lleno de anillos en la mesa e hizo temblar las copas de cristal.

—Entonces, ¿cómo puedes hacer pasar a otro niño por esa misma tortura?

—No sabía que existía hasta hace dos meses. Papá espantó a la madre, la ahuyentó.

—¿Quién es ella?

—Se llama Jacky Jakes. Es camarera. —Sacó otra fotografía.

Su madre suspiró.

—Un negra muy guapa. —Se estaba tranquilizando.

—Quería ser actriz, pero supongo que abandonó esa esperanza cuando tuvo a Georgy.

Marga asintió con la cabeza.

—Un niño te arruina la carrera más deprisa que una gonorrea.

Greg se dio cuenta de que su madre daba por hecho que una actriz tenía que acostarse con la gente adecuada para progresar. ¿Qué iba a saber ella? Pero, claro, había sido cantante en un club nocturno cuando conoció a su padre…

Greg no quiso seguir por ahí.

—¿Qué regalo de Navidad le has hecho a ella? —preguntó la mujer.

—Un seguro médico.

—Buena elección. Mejor que un osito de peluche.

Greg oyó unos pasos en el vestíbulo. Su padre estaba en casa.

—Mamá —dijo a toda prisa—, ¿querrás conocer a Jacky? ¿Aceptarás a Georgy como nieto tuyo?

Su madre se llevó la mano a la boca.

—Ay, Dios mío, si soy abuela. —No sabía si estar horrorizada o encantada.

Greg se inclinó hacia delante.

—No quiero que papá lo rechace. ¡Por favor!

Antes de que pudiera contestarle, Lev entró en la sala.

—Hola, cariño —dijo Marga—. ¿Qué tal la cena?

Él se sentó a la mesa con cara de mal humor.

—Bueno, me han explicado mis defectos con todo detalle, así que supongo que lo he pasado de fábula.

—Pobrecillo. ¿Te has quedado con hambre? Puedo prepararte una tortilla en un momento.

—La comida ha estado bien.

Las fotografías seguían en la mesa, pero Lev todavía no las había visto.

Entonces entró la criada.

—¿Le apetece un café, señor Peshkov?

—No, gracias.

—Trae el vodka —dijo Marga—. Por si al señor Peshkov le apetece una copa después.

—Sí, señora.

Greg se fijó en lo solícita que era Marga con todo lo que tenía que ver con la comodidad y el placer de Lev. Supuso que por eso pasaba él allí la noche, y no con Olga.

La criada sacó una botella y tres vasitos en una bandeja de plata. Lev seguía bebiendo el vodka al estilo ruso, caliente y solo.

—Padre, ya conoces a Jacky Jakes… —empezó a decir Greg.

—¿Otra vez esa? —repuso Lev, molesto.

—Sí, porque hay algo que no sabes de ella.

Con eso llamó su atención. Lev detestaba pensar que los demás sabían algo y él no.

—¿El qué?

—Tiene un hijo. —Le acercó las fotografías sobre la lustrada mesa.

—¿Es tuyo?

—Tiene seis años. ¿Tú qué crees?

—Se lo tenía muy calladito, joder.

—Te tenía miedo.

—¿Qué pensaba que iba a hacer, cocinar al niño y comérmelo para cenar?

—No lo sé… El experto en asustar a la gente eres tú.

Lev lo fulminó con la mirada.

—Pero tú aprendes deprisa.

Se refería a la escena de la navaja. «A lo mejor sí que estoy aprendiendo a asustar a la gente», pensó Greg.

—¿Por qué me enseñas estas fotografías?

—Pensaba que te gustaría saber que tienes un nieto.

—¡De una maldita actriz de tres al cuarto que no pensaba más que en pescar a un ricachón!

—¡Cariño! —exclamó Marga—. Por favor, recuerda que también yo era una cantante de club nocturno de tres al cuarto que no pensaba más que en pescar a un ricachón.

Lev estaba furioso. Por un momento fulminó a Marga con la mirada, pero después relajó su expresión.

—¿Sabes qué? —dijo—. Tenéis razón. ¿Quién soy yo para juzgar a Jacky Jakes?

Greg y Marga se quedaron mirándolo, atónitos ante esa repentina humildad.

—Soy igual que ella —siguió diciendo Lev—. No era más que un timador de tres al cuarto de los arrabales de San Petersburgo hasta que me casé con Olga Vyalov, la hija de mi jefe.

Greg intercambió una mirada con su madre, que simplemente se encogió un poco de hombros como diciendo: «Nunca se sabe».

Lev volvió a mirar la fotografía.

—Menos por el color, ese niño es igual que mi hermano Grigori. Esto sí que es una sorpresa. Hasta ahora, pensaba que todos esos morenitos eran iguales.

A Greg le costaba trabajo respirar.

—¿Querrás conocerlo? ¿Me acompañarás a conocer a tu nieto?

—Qué puñetas, sí. —Lev destapó la botella, sirvió vodka en los vasitos y los repartió—. Bueno, ¿y cómo se llama el niño?

—Georgy.

Lev alzó su vaso.

—Pues por Georgy.

Bebieron los tres.

15

1943 (I)

I

Lloyd Williams ascendía por un estrecho sendero de montaña cerrando una fila de fugitivos desesperados.

No se notaba fatigado. Estaba habituado a esas caminatas. Había cruzado ya varias veces los Pirineos. Las alpargatas que calzaba le proporcionaban buena sujeción en un terreno rocoso como aquel. Llevaba un pesado abrigo sobre el mono azul. El sol calentaba con fuerza, pero más tarde, cuando el anochecer sorprendió al grupo a mayor altitud, la temperatura cayó en picado bajo cero.

Delante de él iban dos robustos caballos, tres lugareños y ocho prófugos exhaustos y desaliñados, todos ellos cargados con fardos. De los extranjeros, tres eran pilotos estadounidenses, los supervivientes de la tripulación de un bombardero B-24 Liberator que se había estrellado en Bélgica; dos, oficiales británicos que se habían fugado del campo de prisioneros de guerra Oflag 65, en Estrasburgo, y los demás, un comunista checo, una mujer judía con un violín y un misterioso inglés llamado Watermill, que con toda probabilidad era una especie de espía.

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