El invierno del mundo (60 page)

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Authors: Ken Follett

Los prisioneros no estaban sometidos a una vigilancia muy férrea. Solo había diez alemanes encargados de esa columna de un millar de hombres en movimiento. Los guardias tenían un coche y una motocicleta; los demás viajaban a pie y en bicicletas que debían de haber sustraído a los habitantes del lugar.

De todas formas, en un principio, Lloyd consideró la fuga como imposible. No había matas tras las que ocultarse, como en Inglaterra, y la cuneta no tenía la profundidad suficiente como para esconderse en ella. Un hombre a la fuga sería un blanco fácil para un fusilero experto.

Entonces llegaron a una aldea. Allí los guardias tendrían mayor dificultad para mantener vigilado a todo el mundo. Los aldeanos, hombres y mujeres, se mantenían a ambos lados de la columna, observando a los prisioneros. Un pequeño rebaño de ovejas se mezcló entre ellos. Había cabañas y tiendas al borde del camino. Lloyd observaba todo a la espera de una oportunidad. Necesitaba un lugar donde ocultarse de forma inmediata: una puerta abierta, un pasaje entre casas o un arbusto tras el cual refugiarse. Y debía pasar junto a ese escondite en el momento exacto en que no hubiera guardias a la vista.

Transcurridos un par de minutos, habían dejado atrás la aldea sin haberse presentado la mentada oportunidad.

Lloyd estaba furioso y tuvo que obligarse a tener paciencia. Habría más oportunidades. Quedaba un largo recorrido hasta Alemania. Por otra parte, con cada día que pasara, los alemanes consolidarían el domino del territorio conquistado, mejorarían su organización, impondrían toques de queda, pases y controles, impedirían el movimiento de refugiados. Estar fugado sería fácil al principio, pero se dificultaría con el paso del tiempo.

Hacía calor, y se quitó la chaqueta y la corbata del uniforme. Se desharía de esas prendas en cuanto pudiera. Visto de cerca, quizá siguiera teniendo aspecto de soldado inglés, con los pantalones y la camisa caquis, aunque, a cierta distancia, esperaba no resultar tan sospechoso.

Pasaron por dos aldeas más hasta llegar a una pequeña ciudad. Lloyd pensó con nerviosismo que allí contaría con mayor número de posibles vías de escape. Se dio cuenta de que, en parte, deseaba no llegar a tener una buena oportunidad, así no tendría que ponerse a tiro de los fusiles alemanes. ¿Es que estaba habituándose al cautiverio? Era demasiado fácil continuar marchando: doloroso para los pies, pero seguro. Debía cortar con aquello de raíz.

Por desgracia, la carretera era bastante ancha en el tramo que atravesaba la ciudad. La columna se mantuvo en el centro de la calle, dejando un pasillo a cada lado que cualquier hombre a la fuga debería cruzar antes de encontrar un escondite. Algunas tiendas estaban cerradas y unos pocos edificios estaban tapiados con tablas, pero Lloyd localizó prometedores callejones, cafeterías con las puertas abiertas y una iglesia, aunque no podía llegar hasta ninguno de esos lugares sin dejar de ser observado.

Analizó los rostros de los vecinos del lugar mientras contemplaban a los prisioneros que pasaban. ¿Eran expresiones de compasión? ¿Recordarían que aquellos hombres habían luchado por Francia? ¿O tendrían tanto miedo a los alemanes, cosa por otra parte comprensible, que rechazarían ponerse en peligro? Seguramente era cierto al cincuenta por ciento. Algunos arriesgarían su vida por ayudarlo; otros lo entregarían a los alemanes sin pensarlo. Y él no sabría distinguir quién haría qué hasta que fuera demasiado tarde.

Llegaron al centro de la ciudad. «Ya he perdido la mitad de oportunidades —se dijo—. Ha llegado la hora de actuar.»

Más adelante divisó un cruce de caminos. Una cola de coches que iba en dirección contraria esperaba para girar a la izquierda, pues tenía el paso bloqueado por los hombres que marchaban. Lloyd identificó una camioneta civil en la cola. Polvorienta y maltrecha, parecía el vehículo de algún contratista o un peón de carreteras. La parte trasera estaba abierta, pero Lloyd no veía el interior porque los laterales eran altos.

Pensó que conseguiría montar a la camioneta por un lado y darse impulso hasta saltar a su interior.

Una vez dentro no sería visible para nadie que estuviera de pie o caminando por la calle, ni para los guardias montados en bicicleta. Pero sí podrían verlo directamente las personas apostadas en las ventanas superiores de los edificios que flanqueaban las calles. ¿Lo traicionarían?

Se acercó más a la camioneta.

Miró hacia atrás. El guardia más próximo se encontraba a unos ciento ochenta metros por detrás de él.

Miró hacia delante. Había un guardia en bicicleta a unos veinte metros en esa dirección.

—Aguántame esto un momento, ¿quieres? —dijo al hombre que se encontraba a su lado, y le entregó la chaqueta.

Se puso a la altura de la cabina de la camioneta. Al volante iba un hombre de expresión hastiada con mono de trabajo y tocado con boina, con un cigarrillo colgado del labio. Lloyd lo dejó avanzar. Entonces se situó junto al lateral del vehículo. No había tiempo de volver a comprobar dónde se encontraban los guardias.

Sin detenerse, Lloyd puso ambas manos en el lateral de la camioneta, se dio impulso, levantó una pierna por encima de la carrocería y luego la otra, cayó dentro e impactó contra el suelo del vehículo con un golpe tan fuerte que sonó estruendoso a pesar del barullo del millar de pares de pies que marchaban por el camino. Se pegó al suelo boca abajo sin pensarlo. Se quedó ahí quieto, esperando escuchar una algarabía de gritos en alemán, el rugido de una motocicleta aproximándose o el restallido de un disparo de fusil.

Oyó el rugido irregular del motor de la camioneta, el paso firme y también el arrastrado de los pies de los prisioneros, los ruidos de fondo del tráfico rodado y de los viandantes de una pequeña ciudad. ¿Se había salido con la suya?

Miró a su alrededor, manteniendo la cabeza gacha. Junto a él, en la camioneta, vio unos cubos, tablones, una escalera de mano y una carretilla. Había albergado la esperanza de encontrar algunos sacos con los que taparse, pero no había ninguno.

Oyó una motocicleta. Le pareció que frenaba en seco por allí cerca. Luego, a unos centímetros de donde él se encontraba, alguien habló en francés con un fuerte acento alemán.

—¿Adónde se dirige? —Un guardia estaba hablando con el conductor de la camioneta, supuso Lloyd, con el corazón en la boca. ¿Intentaría el guardia revisar la parte trasera del vehículo?

Oyó responder al conductor, con tono indignado y con un francés tan acelerado que Lloyd no logró descifrar. Casi con total seguridad, el soldado alemán tampoco fue capaz de entenderlo. Repitió la pregunta.

Lloyd levantó la vista y vio a dos mujeres apostadas en una ventana mirando a la calle. Lo miraban, boquiabiertas. Una estaba señalándolo, asomando el brazo por la ventana abierta.

Lloyd intentó que lo mirase a los ojos. Inmóvil en el suelo, agitó una mano de lado a lado con un gesto que quería decir: «No».

Ella captó el mensaje. Bajó el brazo y se tapó la boca con la mano como si hubiera caído en la cuenta, horrorizada, de que su gesto podría suponer una sentencia de muerte.

Lloyd deseaba que ambas mujeres se apartasen de la ventana, pero eso era desear demasiado, y siguió mirándolas.

El guardia de la motocicleta no quiso seguir insistiendo. Pasados unos minutos, la motocicleta se alejó con gran estruendo.

Las pisadas se oían cada vez más lejos. El grupo de prisioneros había pasado. ¿Era libre?

Se oyó el ruido de los motores y la camioneta se movió. Lloyd notó que doblaba la esquina y tomaba velocidad. Se quedó quieto, demasiado asustado para moverse.

Miraba a lo alto de los edificios a medida que iban pasando, alerta por si alguien lo divisaba, aunque no sabía qué haría si eso ocurría. Cada segundo que transcurría lo alejaba de los guardias, eso pensaba para animarse.

Para su decepción, la camioneta no tardó nada en detenerse. El conductor apagó el motor, abrió su portezuela y la cerró de golpe. Luego no pasó nada. Lloyd permaneció quieto durante un rato, pero el conductor no regresaba.

Lloyd elevó la vista al cielo. El sol estaba alto: debían de ser más de las doce. Seguramente, el conductor había ido a comer.

El problema era que Lloyd seguía siendo visible desde las ventanas de los pisos superiores de ambas aceras. Si permanecía donde estaba, se percatarían de su presencia tarde o temprano. Y entonces no cabía ninguna duda de lo que ocurriría.

Vio que una cortina se movía en un ático, y eso lo hizo decidirse.

Se levantó y miró hacia un lado. En la acera vio a un hombre con traje de oficina, este se quedó mirándolo con curiosidad, pero no se detuvo.

Lloyd saltó como pudo por el lateral del vehículo y cayó al suelo. Se encontró en la entrada de un bar restaurante. Ese era el lugar al que había ido el conductor, estaba claro. Lloyd se percató, horrorizado, de que había dos hombres con uniforme del ejército alemán sentados en una mesa junto a la ventana, con jarras de cerveza en la mano. De puro milagro, no miraron en dirección al prisionero fugado.

Lloyd se alejó caminando a toda prisa.

Miraba a su alrededor, alerta, mientras avanzaba. Todas las personas con las que se cruzaba se quedaban mirándolo: sabían exactamente qué era. Una mujer soltó un grito y salió corriendo. Lloyd entendió que debía cambiarse la camisa y el pantalón caquis por alguna prenda más francesa lo antes posible.

Un joven lo agarró por el brazo.

—Venga
conmigó
—dijo con un fuerte acento francés—. Le
ayudagué
a
escondegse
.

Tomaron un callejón paralelo. Lloyd no tenía motivos para confiar en ese muchacho, pero debía tomar una decisión sin pensarlo, y se dejó llevar.

—Por aquí —le indicó el joven, y condujo a Lloyd al interior de una pequeña casa.

En una cocina vacía había una chica con un bebé. El joven se presentó, dijo que se llamaba Maurice; ella era su esposa, Marcelle, y la pequeña se llamaba Simone.

Lloyd se permitió un instante de agradecido alivio. ¡Había huido de los alemanes! Seguía en peligro, pero ya no estaba en la calle y se encontraba en un hogar hospitalario.

El francés académico y formal que Lloyd había aprendido en la escuela se había vuelto más coloquial durante su huida desde España y, sobre todo, durante las dos semanas que había pasado vendimiando en Burdeos.

—Sois muy amables —dijo—. Gracias.

Maurice le respondió en francés, a todas luces aliviado por no tener que hablar en inglés.

—Supongo que te apetecerá comer algo.

—Muchísimo.

Marcelle rebanó a toda prisa una alargada barra y la sirvió en la mesa junto a un queso redondo y una botella de vino sin etiquetar. Lloyd se sentó y lo engulló con avidez.

—Te prestaré algo de ropa vieja —se ofreció Maurice—. Pero además deberías intentar caminar de otra forma. Ibas andando sin dejar de mirar a tu alrededor, demasiado alerta e interesado en el entorno. Es como si llevaras un cartel colgado al cuello que dijera: «Visitante de Inglaterra». Será mejor que vayas arrastrando los pies con la vista clavada al suelo.

—Lo recordaré —dijo Lloyd con la boca llena de pan y queso.

Había una pequeña estantería de libros, entre los que se contaban traducciones al francés de Marx y de Lenin. Maurice se dio cuenta de que Lloyd estaba mirándolas.

—Yo era comunista, hasta el pacto entre Hitler y Stalin —aclaró—. Ahora, se acabó. —Hizo un gesto de corte limpio con la mano—. Sea como sea, tenemos que vencer al fascismo.

—Yo estuve en España —explicó Lloyd—. Antes de eso, creía en la posibilidad de un frente unido de todos los partidos de izquierdas. Pero ya no.

Simone rompió a llorar. Marcelle se sacó un voluptuoso pecho por debajo del vestido holgado y empezó a amamantar al bebé. Las francesas hacían gala de una actitud más relajada ante la lactancia materna que las mojigatas damas inglesas, Lloyd no lo había olvidado.

Cuando terminó de comer, Maurice lo llevó al piso de arriba. De un armario casi vacío, sacó un par de monos de trabajo azul marino, una camisa celeste, calzoncillos y calcetines, todo usado pero limpio. La generosidad de aquel hombre sin duda pobre abrumó a Lloyd, y no tenía ni idea de cómo expresarle su agradecimiento.

—Deja el uniforme militar en el suelo —le indicó Maurice—. Yo lo quemaré.

A Lloyd le habría gustado lavarse, pero no había aseo. Supuso que estaba en el patio trasero.

Se puso la ropa limpia y se miró fijamente en un espejo que colgaba de la pared. El azul francés le sentaba mejor que el caqui militar, aunque seguía pareciendo inglés.

Volvió a bajar.

Marcelle estaba sacándole el flato a la pequeña.

—Una gorra —dijo.

Maurice sacó la típica boina francesa azul oscuro, y Lloyd se la encasquetó.

Entonces su generoso anfitrión miró con preocupación las resistentes botas de piel negra del ejército inglés que calzaba Lloyd, polvorientas pero de excelente calidad.

—Te delatan —aseguró.

Lloyd no quería dejar sus botas. Le quedaba un largo camino por recorrer.

—¿Y si hacemos que parezcan viejas? —sugirió.

Maurice no se mostró muy convencido.

—¿Cómo?

—¿Tienes un cuchillo afilado?

El francés se sacó una navaja del bolsillo.

Lloyd se descalzó. Se hizo unos agujeros en la punta, luego rajó las cañas. Les retiró los cordones y volvió a colocarlos, retorciéndolos y liándolos. Ahora ya parecían las botas de un pobre, aunque seguían siendo cómodas y le durarían muchos kilómetros.

—¿Adónde irás? —preguntó Maurice.

—Tengo dos opciones —respondió Lloyd—. Puedo dirigirme al norte, hacia la costa, y allí convencer a algún pescador de que me ayude a cruzar el canal de la Mancha. O puedo ir en dirección sudoeste para cruzar la frontera con España. —España era un país neutral, y todavía tenía cónsules ingleses en las principales ciudades—. Conozco la ruta española, la he hecho dos veces.

—El canal de la Mancha está mucho más cerca que España —le aclaró Maurice—. Pero creo que los alemanes cerrarán todos los puertos marítimos y comerciales.

—¿Dónde está la primera línea?

—Los alemanes han tomado París.

Lloyd sufrió un brutal impacto fugaz. ¡París ya había caído!

—El gobierno francés se ha trasladado a Burdeos —informó Maurice y se encogió de hombros—. Pero nos han derrotado. Ya nada puede salvar a Francia.

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