El invierno del mundo (58 page)

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Authors: Ken Follett

Lloyd estaba desconcertado.

—¿Es que a nadie se le había ocurrido pensarlo hasta ahora?

—Claro que lo hemos pensado, y tenemos una estrategia para enfrentarnos a ello. —Billy bajó la voz—. Se llama Plan D. Ya no puede seguir considerándose secreto, puesto que lo estamos desplegando sobre el terreno. Lo mejor del ejército francés, además de toda la Fuerza Expedicionaria Británica, que ya se encuentra allí, están cruzando la frontera belga a toda velocidad. Formarán una sólida línea de defensa en el río Dyle. Eso detendrá el avance de los alemanes.

Aquello no acabó de convencer a Lloyd.

—O sea, ¿que estamos dedicando la mitad de nuestras fuerzas al Plan D?

—Tenemos que asegurarnos de que dé resultado.

—Más vale.

Los interrumpió la propietaria, que traía un telegrama para Lloyd.

Tenía que ser del ejército, porque le había facilitado al coronel Ellis-Jones esa dirección antes de coger el permiso. Le extrañó no haber recibido noticias antes aún. Rasgó el sobre y leyó el telegrama:

NO REGRESE ABEROWEN STOP PRESÉNTESE MUELLES SOUTHAMPTON DE INMEDIATO STOP À BIENTÔT FDO ELLISJONES

No volvería a Ty Gwyn. Southampton era uno de los mayores puertos de Gran Bretaña, habitual punto de embarco para viajar al continente, y se encontraba a tan solo unos kilómetros de Bournemouth siguiendo la costa, quizá a una hora en tren o autobús.

Con una punzada en el corazón, Lloyd comprendió que no vería a Daisy al día siguiente. Puede que nunca llegara a saber qué era lo que había querido decirle.

Ese «À BIENTÔT» del coronel Ellis-Jones confirmaba sus evidentes sospechas.

Lloyd se iba a Francia.

7

1940 (II)

I

Erik von Ulrich pasó los tres primeros días de la batalla de Francia en un atasco.

Erik y su amigo Hermann Braun pertenecían a una unidad médica adjunta a la 2.ª División Panzer. Durante el recorrido para cruzar el sur de Bélgica, no habían sido testigos de la acción bélica, el trayecto había consistido en kilómetros y kilómetros de verdes colinas y árboles. Sin duda se encontraban en la región boscosa de las Ardenas. Viajaban por caminos angostos, muchos de los cuales ni siquiera estaban pavimentados, y un tanque averiado podía provocar un atasco de unos ochenta kilómetros en cuestión de segundos. Permanecían detenidos, atascados en largas colas, más que en movimiento.

Hermann tenía el rostro pecoso congelado en una mueca de ansiedad.

—¡Esto es ridículo! —murmuró a Erik, en voz tan baja que nadie más pudo oírlo.

—Parece mentira que precisamente tú digas eso. Tú que estuviste en las Juventudes Hitlerianas —respondió su compañero con templanza—. Ten fe en el Führer —espetó, aunque no estaba lo bastante furioso como para denunciar a su amigo.

Al avanzar experimentaban una incomodidad dolorosa. Iban sentados en el duro suelo de madera de un camión militar y este pasaba rebotando sobre raíces de árboles y esquivaba con brusquedad los baches. Erik anhelaba poder entrar en combate solo para poder bajarse de aquel maldito vehículo.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Hermann elevando la voz.

Su jefe, el doctor Rainer Weiss, iba sentado en un asiento de verdad junto al conductor.

—Obedecemos las órdenes del Führer, que son siempre las correctas, por supuesto —lo dijo sin cambiar de expresión, aunque Erik tuvo la certeza de que estaba siendo sarcástico. El comandante Weiss, un hombre delgado de pelo negro y gafas, acostumbraba a hablar con cinismo del gobierno y los militares, aunque siempre lo hacía en ese tono enigmático, para que no pudiera probarse nada en su contra. De todas formas, el ejército no podía permitirse prescindir de un buen médico a esas alturas de la batalla.

Viajaban otros dos ordenanzas médicos en el camión, ambos mayores que Erik y Hermann. Uno de ellos, Christof, tenía una respuesta más satisfactoria para la pregunta de Hermann.

—Puede que los franceses no esperen que ataquemos por aquí, por la gran dificultad del terreno.

—Tendremos la ventaja del factor sorpresa y su defensa será débil —apuntó su amigo Manfred.

—Gracias a ambos por la lección de tácticas de guerra —agradeció Weiss con sarcasmo—. Ha sido muy esclarecedor. —Aunque no dijo que estuvieran equivocados.

Pese a todo lo que había ocurrido, todavía quedaban personas a las que les flaqueaba la fe en el Führer, para asombro de Erik. Su propia familia seguía negándose a reconocer los triunfos de los nazis. Su padre, que había sido un hombre con un buen cargo y poder, se había convertido en un personaje lastimero. En lugar de regocijarse por la conquista de Polonia, no hacía más que quejarse de lo mal que trataban a los polacos, algo que debía de haber escuchado de forma clandestina en alguna emisora de radio extranjera. Un comportamiento así podía meterlos en líos a todos, incluyendo a Erik, que sería acusado de no informar de ello al supervisor nazi de la comunidad.

La madre de Erik daba los mismos problemas. Cada cierto tiempo desaparecía con pequeños paquetes de pescado ahumado o huevos. No daba ninguna explicación, pero Erik estaba seguro de que se lo llevaba a frau Rothmann, cuyo marido judío ya no tenía permitida la práctica de la medicina.

A pesar de ello, Erik enviaba a casa un buen pellizco de su soldada, pues sabía que sus padres pasarían hambre y frío si no lo hacía. Detestaba sus ideas políticas, pero los quería. Ellos, sin duda, sentían lo mismo por las ideas políticas de su hijo y por él.

La hermana de Erik, Carla, había querido ser médico, como su hermano, y se había puesto hecha un basilisco cuando le dejaron claro que, en la Alemania que le había tocado vivir, esa profesión era asunto de hombres. En ese momento estaba formándose como enfermera, una ocupación mucho más apropiada para una chica alemana. Y ella también ayudaba a sus padres con su exiguo sueldo.

Erik y Hermann soñaban con alistarse en las unidades de infantería. La idea que tenían del combate era que iban a abalanzarse corriendo sobre el enemigo mientras disparaban su fusil y que iban a matar o morir por la madre patria. Pero no matarían a nadie. Ambos tenían un año de medicina, y una formación así no podía desperdiciarse; acabaron nombrándolos ordenanzas médicos.

El cuarto día en Bélgica, el lunes 13 de mayo, fue como los tres primeros hasta la tarde. Por encima del estruendoso rugido de cientos de motores de tanques y camiones, empezaron a oír otro sonido más alto. Eran aviones que sobrevolaban bajo, a no mucha distancia, bombardeando algún objetivo. Erik arrugó la nariz al olfatear los explosivos de gran potencia.

Hicieron un alto en el camino para la pausa de media tarde en un terreno elevado con vistas a un serpenteante valle fluvial. El comandante Weiss informó que se trataba del río Mosa, y que se encontraban al oeste de la ciudad de Sedán. Por tanto, ya habían entrado en Francia. Los aviones de la Luftwaffe los sobrepasaban volando y rugiendo, uno tras otro, y se lanzaban en picado sobre el río a unos kilómetros de distancia, bombardeando y acribillando las aldeas que salpicaban las riberas, donde, supuestamente, se encontraban las posiciones defensivas francesas. Se elevaban columnas humeantes de los incontables incendios entre las viviendas y las granjas arrasadas. La cortina de fuego era incesante, y Erik empezó a sentir pena por cualquiera que pudiera haber quedado atrapado en aquel infierno.

Aquella era la primera contienda que presenciaba. No pasaría mucho tiempo hasta que él entrara en combate, y tal vez hubiera un joven soldado francés que estuviera observando la batalla desde un seguro punto aventajado y sintiera lástima por los alemanes a los que acorralaban y mataban. Esa idea le aceleró el pulso a Erik, la emoción hacía que el corazón le retumbase como un enorme tambor en el pecho.

Al mirar hacia el este, donde los detalles del paisaje quedaban difuminados por la distancia, pudo ver, no obstante, los aviones como pequeños puntos y las volutas de humo que ascendían hacia el cielo, y se percató de que la batalla se había librado a lo largo de varios kilómetros de aquel río.

Mientras miraban, el bombardeo aéreo tocó a su fin, los aviones viraban, ponían rumbo al norte y agitaban las alas como para decir: «Buena suerte» cuando los sobrevolaban de regreso a casa.

Cerca de donde se encontraba Erik, sobre la planicie que conducía al río, los tanques alemanes estaban entrando en acción.

Se encontraban a unos tres kilómetros del enemigo, pero la artillería francesa ya estaba martilleándolos desde el pueblo. A Erik le sorprendió la cantidad de artilleros que habían sobrevivido al bombardeo. Sin embargo, el fuego seguía refulgiendo entre las ruinas, el estruendo de los cañones retumbaba por los campos y una auténtica lluvia de tierra francesa caía sobre los puntos donde impactaban los proyectiles. Erik vio que un tanque salía volando por los aires tras un impacto directo: humo, fragmentos de metal y cuerpos desmembrados fueron escupidos por la boca del cráter. El joven soldado se sintió desfallecer.

No obstante, el bombardeo francés no detuvo el avance de los alemanes. Los tanques reptaban sin pausa hacia el tramo del río situado al este de la población, que, según Weiss, se llamaba Donchery. La infantería los seguía de cerca, en camiones y a pie.

—El ataque aéreo no ha sido suficiente —valoró Hermann—. ¿Dónde está nuestra artillería? Necesitamos que saquen la artillería pesada en el pueblo y que den a nuestros tanques y a la infantería una oportunidad para cruzar el río y levantar una cabeza de puente.

Erik deseó cerrarle la bocaza de un puñetazo. Estaban a punto de entrar en acción, ¡debían ser optimistas!

—Tienes razón, Braun, pero la munición de nuestra artillería se encuentra en pleno atasco en el bosque de las Ardenas —comentó Weiss—. Tenemos solo cuarenta y ocho proyectiles.

Un comandante de rostro enrojecido pasó corriendo.

—¡Moveos! ¡Moveos! —les exhortó.

—Instalaremos el hospital de campaña en el este —indicó el comandante Weiss señalando con el dedo—. Donde está esa granja. —Erik logró distinguir un tejado bajo y de color gris a unos setecientos metros del río—. ¡Está bien, en marcha!

Subieron de un salto al camión y salieron colina abajo con el motor a todo gas. Tras el descenso avanzaron dando tumbos por un camino de tierra. Erik se preguntó qué harían con la familia que supuestamente vivía en el edificio que pensaban convertir en hospital de campaña. Supuso que los echarían de su casa o que los matarían si daban muchos problemas. Pero ¿accederían a irse? Estaban en pleno campo de batalla.

No tenía por qué preocuparse: ya se habían marchado.

El edificio estaba a un kilómetro de lo más cruento de la batalla, según apreció Erik. Imaginó que no tenía sentido montar un hospital de campaña en el radio de alcance del fuego enemigo.

—¡Camilleros, adelante! —gritó Weiss—. Cuando regreséis, ya estaremos listos.

Erik y Hermann agarraron una camilla enrollable y un equipo de primeros auxilios del camión de material sanitario, y se dirigieron hacia el campo de batalla. Christof y Manfred iban justo por delante de ellos, y una docena de sus camaradas les iban a la zaga. «Ya está —pensó Erik, exultante —, esta es nuestra oportunidad de convertirnos en héroes. ¿Quién mantendrá la calma bajo el fuego enemigo y quién perderá el norte y se arrastrará para esconderse en un agujero?»

Corrieron a campo través en dirección al río. Fue una larga carrera e iba a parecerles más larga de regreso, pues transportarían a los heridos.

Pasaron junto a tanques calcinados, pero no quedaban supervivientes; Erik apartó la mirada de los restos de hombres descuartizados, desperdigados entre el metal retorcido. Las bombas caían alrededor de ellos, aunque no eran demasiadas: la defensa del río era más bien débil, y la práctica totalidad de artilleros habían sucumbido en el ataque aéreo. En cualquier caso, para Erik, era la primera vez en la vida que le disparaban, y sintió el impulso estúpido e infantil de taparse los ojos con las manos. Pero siguió corriendo hacia delante.

Entonces una bomba cayó justo enfrente de ellos.

Se oyó un terrorífico estruendo seco y la tierra tembló como si un gigante hubiera dado un enérgico pisotón. Christof y Manfred recibieron el impacto directo, y Erik vio que sus cuerpos salían despedidos por los aires, como si de plumas se tratara. La explosión tiró a Erik al suelo. Mientras yacía tumbado boca arriba, quedó cubierto por la lluvia de tierra generada por la detonación, pero no resultó herido. Se levantó como pudo. Justo delante de él se encontraban los cuerpos desmembrados de Christof y Manfred. Christof estaba tendido como una muñeca rota, como si le hubieran arrancado las extremidades. La explosión había decapitado a Manfred, y la cabeza le había quedado tendida a los pies todavía calzados con las botas.

Erik quedó paralizado por el horror. En la facultad de medicina no había practicado con cuerpos mutilados y sangrantes. Estaba acostumbrado a los cadáveres de la clase de anatomía —trabajaban con uno cada dos estudiantes y Hermann y él habían compartido el cadáver de una anciana marchita—, también había visto a personas vivas sobre la mesa de operaciones abiertas en canal con el bisturí. Sin embargo, ninguna de aquellas prácticas lo había preparado para lo que estaba viendo en ese momento.

Solo deseaba salir corriendo.

Dio media vuelta. No podía sentir ni pensar en nada que no fuera el miedo. Empezó a desandar el camino que habían hecho hasta allí, se dirigía al bosque, alejándose del campo de batalla, con grandes y decididas zancadas.

Hermann lo salvó. Se puso delante de Erik.

—¿Adónde vas? ¡No seas idiota! —exclamó Hermann.

Erik continuó avanzando e intentó pasar por delante de su amigo. Este le propinó un fuerte puñetazo en la boca del estómago; Erik se dobló sobre sí mismo y cayó de rodillas.

—¡No huyas! —gritó Hermann, consternado—. ¡Te fusilarán por desertor! ¡Entra en razón!

Mientras Erik intentaba recuperar el aliento, logró pensar en frío. No podía salir huyendo, no debía desertar, debía quedarse allí, de pronto lo vio claro. Poco a poco, la fuerza de voluntad se fue imponiendo al terror que sentía. Al final logró levantarse.

Hermann lo miró con preocupación.

—Lo siento —se disculpó Erik—. Me he dejado llevar por el pánico. Ahora ya estoy bien.

—Entonces levanta la camilla y vamos.

Erik levantó la camilla enrollable, se la puso en equilibrio sobre el hombro, se volvió y empezó a correr.

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