El invierno del mundo (56 page)

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Authors: Ken Follett

Daisy se quedó traspuesta ya de madrugada y soñó que tenía que coger un tren, pero que no dejaban de ocurrir tonterías que cada vez la retrasaban más: el taxi la llevaba a un lugar equivocado, tenía que caminar muchísimo cargando con su maleta, no encontraba el billete y, cuando al fin llegaba al andén, resultaba que la estaba esperando una antigua diligencia que tardaría días en llegar a Londres.

Al despertar de ese sueño, Boy estaba en el baño, afeitándose.

Daisy se sentía abatida. Se levantó y se vistió. Maisie preparó el desayuno y Boy tomó huevos con beicon y una tostada con mantequilla. Cuando hubo terminado ya eran las nueve. Lloyd había dicho que se marchaba a las nueve. Puede que estuviera en el vestíbulo, con la maleta en la mano.

Boy se levantó de la mesa y fue al baño, llevándose con él el periódico. Daisy conocía sus costumbres matutinas: estaría allí dentro cinco o diez minutos. De pronto su apatía desapareció. Salió del apartamento y corrió escaleras arriba hacia el vestíbulo.

Lloyd no estaba por ninguna parte. Debía de haberse ido ya. Se sintió vencida por el desánimo.

Pero seguro que iría a pie hasta la estación: solo los ricos y los enfermos tomaban taxis para recorrer poco más de un kilómetro. A lo mejor podía alcanzarlo aún, así que salió por la puerta principal.

Lo vio a unos cuatrocientos metros camino abajo, andando con paso elegante y la maleta en la mano, y le dio un vuelco el corazón. Abandonando toda precaución, echó a correr tras él.

Un camión ligero del ejército, de esos que llamaban «Tilly», bajaba también a toda velocidad por delante de ella. Para su desgracia, aminoró la marcha al acercarse a Lloyd.

—¡No! —gritó Daisy, pero Lloyd estaba demasiado lejos para oírla.

Lanzó la maleta a la parte de atrás y subió de un salto a la cabina, junto al conductor.

Daisy no dejó de correr, pero no serviría de nada. El pequeño camión estaba cogiendo velocidad.

Daisy se detuvo. Allí de pie, vio cómo el Tilly cruzaba la verja de Ty Gwyn y desaparecía a lo lejos. Intentó no llorar.

Al cabo de un momento se volvió y entró otra vez en la casa.

V

De camino a Bournemouth, Lloyd tenía que pasar una noche en Londres; y esa noche, la del miércoles 8 de mayo, estuvo en la tribuna de espectadores de la Cámara de los Comunes, asistiendo al debate que decidiría el destino del primer ministro, Neville Chamberlain.

Era como estar en el gallinero del teatro: los asientos eran muy estrechos y duros, y miraba uno hacia abajo, en un vertiginoso picado, al espectáculo que se desarrollaba en la cámara. Esa noche la tribuna estaba llena. A Lloyd y a su padrastro, Bernie, les había costado bastante conseguir entradas y solo lo habían logrado gracias a la influencia de su madre, Ethel, que en esos momentos estaba sentada con su tío Billy entre los parlamentarios laboristas, allí, en la abarrotada cámara.

Lloyd no había tenido ocasión de preguntar aún por sus verdaderos padres: todo el mundo estaba demasiado preocupado por la crisis política. Tanto Lloyd como Bernie querían que Chamberlain dimitiera. El contemporizador del fascismo tenía poca credibilidad como líder en la guerra, y la debacle de Noruega no había hecho más que ponerlo de manifiesto.

El debate había comenzado la noche anterior. Chamberlain había sido objeto de feroces ataques, no solo por parte de parlamentarios laboristas, sino también de los de su propio partido, según les había explicado Ethel. El conservador Leo Amery le había citado a Cromwell: «Habéis estado demasiado tiempo aquí sentado para el bien que habéis hecho. Marchad, os digo, y libradnos de vos. ¡En el nombre de Dios, marchad!». Eran unas palabras muy crudas viniendo de un correligionario, y aún fueron más hirientes a causa de las voces de «¡Eso, eso!» que se alzaron a uno y otro lado de la cámara.

La madre de Lloyd y las demás mujeres del Parlamento se habían reunido en su propia sala del palacio de Westminster y habían acordado forzar una votación. Los hombres no podían impedírselo, así que en lugar de eso se unieron a ellas. Cuando se hizo el anuncio, ya el miércoles, la sesión quedó convertida en una moción de confianza contra Chamberlain. El primer ministro había aceptado el reto y —en lo que Lloyd percibió como una señal de debilidad— apeló a sus amigos para que lo respaldaran.

Los ataques proseguían aún por la noche y Lloyd los estaba disfrutando. Detestaba al primer ministro por la política que había mantenido respecto a España. Durante dos años, de 1937 a 1939, Chamberlain había seguido insistiendo en la «no intervención» de Gran Bretaña y Francia, mientras que Alemania e Italia no hacían más que enviar armas y tropas al ejército rebelde, y los ultraconservadores estadounidenses vendían gasolina y camiones a los franquistas. Si había algún político británico culpable de los asesinatos en masa que estaba llevando a cabo Franco, ese era Neville Chamberlain.

—Y aun así —le dijo Bernie a Lloyd durante una pausa—, lo cierto es que no se puede culpar a Chamberlain del desastre de Noruega. Winston Churchill es el primer lord del Almirantazgo, y tu madre dice que fue él quien presionó para que se realizara la invasión. Después de todo lo que ha hecho Chamberlain, España, Austria, Checoslovaquia, sería irónico que abandonara el poder a causa de algo que en realidad no es culpa suya.

—Todo es, en última instancia, culpa del primer ministro —dijo Lloyd—. Eso es lo que implica tener el poder.

Bernie sonrió con ironía, y Lloyd supo que estaba pensando que los jóvenes veían las cosas de un modo demasiado simple; pero el hecho de que no dijera nada honraba a su padrastro.

El debate estaba siendo acalorado, pero la cámara quedó en silencio cuando el antiguo primer ministro, David Lloyd George, se puso en pie. A Lloyd le habían puesto su nombre por él. Con sus ya setenta y siete años, era un anciano hombre de Estado de pelo cano que hablaba con la autoridad del artífice de la victoria en la Gran Guerra.

No tuvo piedad.

—No es cuestión de quiénes son aquí amigos del primer ministro —dijo, afirmando lo evidente con un sarcasmo mordaz—. Se trata de un asunto de proporciones mucho mayores.

De nuevo, Lloyd se sintió alentado al ver que el coro de aprobación venía tanto del bando conservador como de la oposición.

—Él ha instado a que se hagan sacrificios —dijo Lloyd George, y su acento nasal de Gales del Norte parecía afilar las cuchillas de su desprecio—. No hay nada que pueda contribuir más a la victoria, en esta guerra, que el hecho de que él sacrifique su sello oficial.

La oposición rugió su aprobación, y Lloyd vio a su madre aclamando al viejo hombre de Estado.

Churchill cerró el debate. Como orador podía equipararse a Lloyd George, y Lloyd temió que su oratoria pudiera salvar a Chamberlain. Pero tenía a la cámara en contra, interrumpiéndolo y jaleando a veces con tanto alboroto que no se lo oía por encima del clamor.

Churchill se sentó a las once de la noche y entonces se realizó la votación.

El sistema se hacía lento y pesado. En lugar de levantar las manos o marcar papeletas, los parlamentarios tenían que abandonar la cámara para ser contados a medida que pasaban a uno de los dos vestíbulos, el del «Sí» o el del «No». El procedimiento se alargó durante quince o veinte minutos. Ethel siempre decía que solo podía haber sido ideado así por hombres que no tenían nada más que hacer. Estaba segura de que no tardarían en modernizarlo.

Lloyd estaba en ascuas. La caída de Chamberlain le proporcionaría una profunda satisfacción, pero no era ni mucho menos segura.

Para distraerse pensó en Daisy, siempre una ocupación agradable. Qué extrañas habían sido las últimas veinticuatro horas en Ty Gwyn: primero aquella nota con una sola palabra, «Biblioteca»; después la conversación apresurada y aquella tentadora cita en la Suite Gardenia; luego toda una noche de espera, con frío, aburrido y desconcertado, y todo por una mujer que no había aparecido. Lloyd había estado allí hasta las seis de la mañana, abatido pero reacio a abandonar las esperanzas hasta el momento en que se viera obligado a lavarse, afeitarse y cambiarse de ropa, hacer la maleta y salir de viaje.

Estaba claro que algo había salido mal, o a lo mejor Daisy había cambiado de opinión; pero ¿cuál había sido su intención en primer lugar? Le había susurrado que tenía algo que decirle. ¿Tenía pensado confesarle algo tan estremecedor como para merecer todo aquel montaje? ¿O sería algo tan banal que se había olvidado incluso de su cita? Tendría que esperar hasta el martes siguiente para preguntárselo.

No le había dicho a su familia nada de que Daisy estaba en Ty Gwyn. Eso habría supuesto tener que explicarles también la nueva relación que lo unía a ella, y no podía hacerlo porque ni siquiera él acababa de entenderla. ¿Estaba enamorado de una mujer casada? No lo sabía. ¿Qué sentía ella por él? No lo sabía. Lo más probable, pensó, era que Daisy y él se hubieran convertido en dos buenos amigos que habían perdido su oportunidad con el amor. Y en cierta forma, no quería admitir eso delante de nadie, porque entonces le resultaría insoportablemente definitivo.

—¿Quién subirá al poder si Chamberlain cae?

—Las apuestas favorecen a Halifax. —Lord Halifax era entonces secretario del Foreign Office.

—¡No! —exclamó Lloyd, indignado—. No podemos tener a un conde como primer ministro en un momento así. Además, también es un contemporizador, ¡es tan malo como Chamberlain!

—Estoy de acuerdo —dijo Bernie—. Pero ¿quién queda, si no?

—¿Y Churchill?

—¿Sabes qué dijo Stanley Baldwin de Churchill? —Baldwin, conservador, había sido primer ministro antes que Chamberlain—. Cuando nació Winston, muchas hadas bajaron revoloteando hasta su cuna para llevarle dones: la imaginación, la elocuencia, la diligencia, la capacidad… Y entonces llegó un hada que dijo: «Ninguna persona tiene derecho a tantos dones». Lo cogió en brazos y le dio tal meneo y tal sacudida que lo dejó sin discernimiento ni sensatez.

Lloyd sonrió.

—Muy gracioso, pero ¿es eso cierto?

—Algo de ello hay. En la última guerra fue el responsable de la batalla de los Dardanelos, que supuso una terrible derrota para nosotros. Ahora nos ha empujado a la aventura noruega, otro fracaso. Es un orador vehemente, pero la historia indica que tiene cierta tendencia a dejarse llevar por quimeras.

—Estuvo en lo cierto con la necesidad de rearme durante los años treinta, cuando todo el mundo se mostraba en contra, el Partido Laborista incluido.

—Churchill exigirá el rearme hasta en el Paraíso, cuando el león morará con el cordero.

—Me parece que necesitamos a alguien con cierta agresividad. Queremos que nuestro primer ministro ladre, no que gimotee.

—Bueno, a lo mejor se cumple tu deseo. Ya entran otra vez los escrutadores.

Se anunciaron los votos: 280 para el «Sí», 200 para el «No». Chamberlain había ganado. La cámara estalló en protestas. Los partidarios del primer ministro lo vitoreaban, pero los demás le gritaban que dimitiese.

Lloyd quedó amargamente decepcionado.

—¿Cómo pueden desear que se quede, después de todo eso?

—No saques conclusiones precipitadas —dijo Bernie mientras el primer ministro salía y el alboroto empezaba a remitir. Bernie estaba haciendo unos cálculos a lápiz en el margen del
Evening News—.
El gobierno suele tener una mayoría de unos 240 votos. Ahora han caído hasta 80. —Hizo unas rápidas anotaciones numéricas, sumas y restas—. Suponiendo por encima el número de parlamentarios ausentes, calculo que unos cuarenta partidarios del gobierno han votado en contra de Chamberlain, y otros sesenta se han abstenido. Es un golpe durísimo para un primer ministro: un centenar de sus compañeros de partido no depositan su confianza en él.

—Pero ¿bastará eso para obligarlo a dimitir? —preguntó Lloyd con impaciencia.

Bernie extendió los brazos en un gesto de rendición.

—No lo sé.

VI

Al día siguiente, Lloyd, Ethel, Bernie y Billy se fueron a Bournemouth en tren.

El tren estaba lleno de delegados venidos de toda Gran Bretaña, que se pasaron el trayecto entero discutiendo acerca del debate de la noche anterior y del futuro del primer ministro. Sus acentos iban desde el crudo sincopado de Glasgow hasta las fintas y los regates del
cockney
. Una vez más, Lloyd no encontró la ocasión de plantearle a su madre aquel tema que lo tenía obsesionado.

Igual que la mayoría de los delegados, tampoco ellos podían permitirse los hoteles de postín que se alzaban al borde de los acantilados, así que se alojaron en una casa de huéspedes de las afueras. Esa tarde, los cuatro fueron a un pub y se sentaron en un rincón tranquilo, y entonces Lloyd vio su oportunidad.

Bernie pidió una ronda de bebidas. Ethel se preguntó en voz alta cómo debía de estarle yendo a su amiga Maud en Berlín: ya no recibía noticias suyas, puesto que la guerra había interrumpido el servicio postal entre Alemania y Gran Bretaña.

Lloyd bebió unos sorbos de su pinta de cerveza y luego dijo con aplomo:

—Me gustaría saber algo más sobre mi verdadero padre.

—Tu padre es Bernie —repuso Ethel, cortante.

¡Otra vez con evasivas! Lloyd contuvo la furia que sintió crecer al instante en su interior.

—Eso no hace falta ni que lo digas —contestó—. Como tampoco hace falta que yo le diga a Bernie que lo quiero como a un padre, porque ya lo sabe.

Bernie le dio unas palmadas en el hombro, un gesto de afecto torpe pero genuino.

Lloyd adoptó un tono de apremio.

—Pero siento curiosidad por Teddy Williams.

—De lo que hay que hablar es del futuro, no del pasado… Estamos en guerra.

—Exactamente —dijo Lloyd—. Por eso quiero respuestas para mis preguntas ahora mismo. No estoy dispuesto a esperar, porque pronto tendré que irme al frente y no quiero morir en la ignorancia. —No veía forma de que pudiera rebatirle ese argumento.

—Ya sabes todo lo que hay que saber —dijo Ethel, pero evitaba mirarlo a los ojos.

—No, eso no es cierto —insistió Lloyd, obligándose a tener paciencia—. ¿Dónde están mis otros abuelos? ¿Tengo tíos, tías, primos?

—Teddy Williams era huérfano —contestó Ethel.

—¿Y creció en un orfanato?

—¿Por qué eres tan cabezota? —dijo su madre, molesta.

Lloyd dejó que su voz adoptara un tono de fastidio correspondiente.

—¡Porque soy igual que tú!

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