El invierno del mundo (26 page)

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Authors: Ken Follett

Los fascistas ya no estaban muy lejos y entonaban sus cánticos a voz en grito. Lloyd calculó que debían de ser unos cincuenta o sesenta. Se moría de ganas de salir ahí fuera y encararse a ellos. Dos jóvenes que estaban sentados bastante al fondo se levantaron y fueron a las ventanas a mirar. Ethel pidió cautela.

—No respondáis a las provocaciones de esos gamberros convirtiéndoos también vosotros en lo mismo —dijo—. Lo único que conseguiréis así es darles a los periódicos una excusa para decir que un bando es tan malo como el otro.

Se oyó un estrépito de cristales rotos y una piedra entró volando por la ventana. Una mujer dio un grito y varias personas se pusieron de pie.

—Permaneced sentados, por favor —dijo Ethel—. Seguro que se marchan dentro de nada. —Continuó hablando con una voz serena y tranquilizadora, pero ya pocas personas prestaban atención a su discurso.

Todo el mundo miraba hacia atrás, a la puerta del templo, donde se oían los gritos y silbidos de abucheo que soltaban los alborotadores en el exterior. A Lloyd le costó muchísimo trabajo quedarse en su sitio. Miraba a su madre con una expresión neutra, como si se hubiese puesto una máscara. Todos los huesos de su cuerpo querían salir corriendo allí fuera y empezar a soltar puñetazos.

Pasados unos minutos, el público empezó a tranquilizarse hasta cierto punto. Volvieron a prestar atención a Ethel, aunque aún se removían en sus asientos y no dejaban de mirar atrás por encima del hombro.

—Somos como una camada de conejos —murmuró Ruby— que se revuelve en la madriguera mientras el zorro acecha fuera. —Había desdén en su voz, y Lloyd se dio cuenta de que tenía razón.

Pero el pronóstico de su madre resultó ser acertado y ya no tiraron más piedras. Los cánticos fueron remitiendo.

—¿Por qué desean los fascistas la violencia? —dijo Ethel, lanzando una pregunta retórica—. Puede que esos que están ahí fuera, en Hills Road, no sean más que unos gamberros, pero alguien los está dirigiendo y su táctica tiene un propósito. Si se producen altercados en las calles, podrán afirmar que se ha quebrantado el orden público y que se necesitan medidas drásticas para restablecer el imperio de la ley. Esas medidas de emergencia supondrán también la prohibición de partidos políticos democráticos como el Laborista, la condena de la acción sindical y el encarcelamiento de personas sin juicio previo: personas como nosotros, hombres y mujeres de paz, cuyo único delito es el de no estar de acuerdo con el gobierno. ¿Os parece algo demasiado fantasioso, improbable, algo que jamás podría suceder? Bueno, pues son justamente las tácticas que utilizaron en Alemania… y funcionaron.

Pasó entonces a hablar de cómo había que enfrentarse al fascismo: mediante grupos de discusión, en reuniones y mítines como ese, escribiendo cartas a los periódicos, aprovechando toda oportunidad para advertir a los demás de ese peligro. Pero incluso a Ethel le resultaba difícil conseguir que esa postura pareciera valerosa y decisiva.

Lloyd se había sentido herido en lo más profundo de su ser con ese comentario de Ruby sobre los conejos. Se sentía un cobarde, y eso lo frustraba tanto que apenas podía estarse quieto en la silla.

La atmósfera de la sala fue recuperando poco a poco la normalidad. Lloyd se volvió hacia Ruby y dijo:

—Al menos los conejos están a salvo.

—Por ahora —repuso ella—, pero el zorro volverá.

II

—Si un chico te gusta, puedes dejar que te dé un beso en la boca —dijo Lindy Westhampton, sentada en el césped tomando el sol.

—Y si te gusta de verdad, puede tocarte los pechos —dijo su hermana gemela, Lizzie.

—Pero nada de nada por debajo de la cintura.

—Por lo menos hasta que os hayáis prometido.

Daisy estaba intrigada. Había imaginado que las chicas inglesas serían algo reprimidas, pero se había equivocado. Las gemelas Westhampton estaban obsesionadas con el sexo.

Estar invitada en Chimbleigh, la casa de campo de sir Bartholomew «Bing» Westhampton, era toda una sensación para Daisy. Sentía que la sociedad inglesa ya la había aceptado en su seno, aunque todavía no había conocido al rey.

Recordó la humillación de la que había sido objeto en el Club Náutico de Buffalo con una sensación de bochorno que todavía le escocía, como una quemadura en la piel que sigue doliendo aun mucho después de que la llama se haya extinguido. Pero cada vez que sentía ese dolor, pensaba en que un día iría a bailar con el rey, y se las imaginaba a todas —a Dot Renshaw, Nora Farquharson, Ursula Dewar— comiéndose con los ojos su fotografía en el
Buffalo Sentinel
y leyendo hasta la última palabra de la crónica, envidiándola y deseando poder decir, sin faltar a la verdad, que siempre habían sido amigas suyas.

Al principio nada había resultado fácil. Daisy había llegado hacía tres meses con su madre y su amiga Eva. Su padre les había dado unas cuantas cartas de presentación dirigidas a personas que habían resultado no ser precisamente la flor y nata del panorama social de Londres. Daisy empezaba a arrepentirse de haberse marchado del baile del Club Náutico con tanta prepotencia: ¿y si al final no llegaba a ninguna parte?

Sin embargo, era una chica decidida y no le faltaban recursos, así que por el momento le bastaba con tener un pie dentro. Incluso en espectáculos que eran más o menos públicos, como las carreras de caballos o las funciones de ópera, podía codearse una con gente de alta alcurnia. Daisy coqueteaba con los hombres y despertaba la curiosidad de las matronas dejándoles caer que era rica y estaba soltera. Muchas familias aristocráticas inglesas se habían arruinado en la Gran Depresión, y una heredera estadounidense siempre era bienvenida, incluso aunque no fuese guapa y encantadora. Les gustaba su acento, le toleraban que cogiera el tenedor con la mano derecha y les divertía saber que era capaz de ponerse al volante de un coche; en Inglaterra eran los hombres quienes conducían. Muchas chicas inglesas montaban a caballo igual de bien que Daisy, pero muy pocas igualaban la coqueta seguridad que exhibía ella sobre la silla. Algunas de las mujeres más mayores la miraban con recelo, pero incluso a ellas se las acabaría ganando, estaba segura.

Coquetear con Bing Westhampton había resultado fácil. Era un hombrecillo menudo y con una sonrisa irresistible al que se le iban los ojos detrás de las chicas guapas; y el instinto le decía a Daisy que los ojos no serían lo único que se le iría si tenía la oportunidad de llevársela a dar un oscuro paseo por el jardín al atardecer. Estaba claro que sus hijas habían salido a él.

La reunión en la casa de campo de los Westhampton era una de las muchas que se celebraban en Cambridgeshire durante la Semana de Mayo y que duraban varios días. Entre los invitados se contaban el conde Fitzherbert, conocido como Fitz, y su esposa, Bea. Ella era la condesa Fitzherbert, claro está, pero prefería utilizar su título de princesa rusa. Su hijo mayor, Boy, estudiaba en el Trinity College.

La princesa Bea era una de las matriarcas de la alta sociedad que todavía miraban a Daisy con cierto reparo. Sin llegar a decir ninguna falsedad, Daisy había dado a entender que su padre era un noble ruso que lo había perdido todo en la revolución, y no un obrero de una fábrica que había huido a América escapando de la policía. Pero Bea no se había dejado engañar.

—No recuerdo a ninguna familia de nombre Peshkov en San Petersburgo ni en Moscú —le había dicho sin molestarse demasiado en fingir desconcierto, a lo que Daisy se había obligado a sonreír como si el hecho de que la princesa lo recordara o no fuese del todo intrascendente.

En la casa había otras tres chicas de la misma edad que Daisy y Eva: las gemelas Westhampton y May Murray, que era hija de un general. Los bailes se alargaban toda la noche, así que todos dormían hasta el mediodía, pero las tardes se hacían un poco pesadas. Las cinco chicas pasaban los ratos muertos en el jardín o se iban a pasear por el bosque.

—¿Y qué es lo que se puede hacer después de haberse prometido? —preguntó Daisy en ese momento, incorporándose en su hamaca.

—Puedes frotarle la cosa —respondió Lindy.

—Hasta que le sale el chorrito —añadió su hermana.

—¡Qué asqueroso! —exclamó May Murray, que no era tan atrevida como las gemelas.

Eso no hizo más que animarlas.

—También se la puedes chupar —dijo Lindy—. Eso es lo que más les gusta.

—¡Callaos ya! —protestó May—. Os lo estáis inventando.

Lo dejaron correr, ya habían molestado bastante a May.

—Me aburro —dijo Lindy—. ¿Qué podríamos hacer?

Daisy se dejó llevar por un impulso travieso.

—¿Por qué no nos presentamos a la cena vestidas de hombre? —Se arrepintió nada más haberlo dicho. Un numerito como ese podía dar al traste con su carrera social cuando apenas si había empezado.

El decoro alemán de Eva hizo que se sintiera violentada.

—¡Daisy, no lo dirás en serio!

—No —admitió ella—. Ha sido una tontería.

Las gemelas tenían el mismo pelo rubio y fino que su madre, no los rizos oscuros de su padre, pero sí habían heredado de él su vena pícara, y a las dos les encantó la idea.

—Hoy bajarán todos con frac, así que podemos robarles los esmóquines —dijo Lindy.

—¡Eso! —soltó su hermana gemela—. Lo haremos cuando estén tomando el té.

Daisy se dio cuenta de que ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.

—¡Pero no podemos presentarnos así en el baile! —exclamó May Murray. Todos ellos pensaban asistir al baile del Trinity después de cenar.

—Nos cambiaremos otra vez antes de salir hacia allí —dijo Lizzie.

May era una criatura tímida, a la que seguramente su padre militar había apocado el carácter, y siempre accedía a todo lo que decidían las demás. Eva, siendo la única voz discrepante, se vio anulada y el plan siguió adelante.

Cuando llegó el momento de vestirse para la cena, una doncella llevó dos trajes de etiqueta a la habitación que Daisy compartía con Eva. La doncella se llamaba Ruby y el día anterior había tenido un dolor de muelas horrible, así que Daisy le había dado dinero para que fuera al dentista, donde le habían arrancado la pieza. Ruby, con el dolor de muelas ya olvidado, tenía los ojos encendidos de la emoción.

—¡Aquí tienen, señoras! —dijo—. Sir Bartholomew debe de llevar una talla lo bastante pequeña para usted, señorita Peshkov, y el traje del señor Andrew Fitzherbert para la señorita Rothmann.

Daisy se quitó el vestido y se puso la camisa. Ruby la ayudó con los extraños gemelos y los puños, a los que no estaba acostumbrada. Después se metió dentro de los pantalones de Bing Westhampton, negros y con una raya de raso. Remetió por dentro la combinación y luego se subió los tirantes hasta los hombros. Al cerrar los botones de la bragueta, se sintió algo osada.

Ninguna de las chicas sabía hacer el lazo de la pajarita, así que los lacios resultados dejaron mucho que desear. Daisy, sin embargo, fue la que consiguió el toque más convincente: cogió un lápiz para las cejas y se pintó un bigote.

—¡Qué maravilla! —dijo Eva—. ¡Estás aún más guapa!

Daisy le pintó unas patillas a Eva.

Las cinco chicas se reunieron en el dormitorio de las gemelas. Daisy se puso a andar con un balanceo masculino que desató las risitas histéricas de las demás.

May expresó la preocupación que también ocupaba en parte el pensamiento de Daisy.

—Espero que no vayamos a meternos en un lío por esto.

—Bah, ¿y a quién le importa? —dijo Lindy.

Daisy decidió dejar de lado sus recelos y pasárselo bien, así que encabezó la marcha para bajar al salón.

Fueron las primeras en llegar, la sala estaba vacía. Repitiendo algo que le había oído a Boy Fitzherbert decirle al mayordomo, Daisy puso voz de hombre y, arrastrando las palabras, pidió:

—Grimshaw, pórtese bien conmigo y sírvame un whisky… este champán sabe a meados.

Las demás casi estallaron en carcajadas nerviosas.

Bing y Fitz entraron juntos. Bing, con su chaleco blanco, le hizo pensar a Daisy en una aguzanieves pinta, un descarado pájaro blanco y negro. Fitz era un hombre apuesto, de mediana edad, con el pelo oscuro entreverado de gris. A causa de las heridas de guerra caminaba con una ligera cojera y tenía un párpado medio caído, pero esas pruebas de su valor en la batalla no hacían sino aumentar su gallardía.

Fitz vio a las chicas y tuvo que mirarlas una segunda vez.

—¡Dios santo! —exclamó. Su tono era de severa reprobación.

Daisy vivió unos instantes de pánico absoluto. ¿Lo había estropeado todo? Los ingleses podían ser puritanos a más no poder, todo el mundo lo sabía. ¿La invitarían a dejar la casa? Algo así sería espantoso. Si volvía a Buffalo con deshonor, Dot Renshaw y Nora Farquharson se lo restregarían por las narices. Preferiría morirse.

Sin embargo, Bing se echó a reír a carcajada limpia.

—Caray, esto sí que es bueno —dijo—. Mire eso, Grimshaw.

El anciano mayordomo, que entraba con una botella de champán metida en una cubitera de plata, las observó con gesto sombrío.

—Muy divertido, sir Bartholomew —dijo con un deje de mordaz hipocresía.

Bing siguió mirándolas a todas con una mezcla de regocijo y lascivia, y Daisy se dio cuenta, demasiado tarde, de que vestirse como el sexo contrario podía inducir a algunos hombres a suponer un grado de libertad sexual y una voluntad de experimentar que no se correspondían con la realidad; una insinuación que, evidentemente, podía acarrearles problemas.

Cuando los invitados se reunieron para la cena, casi todos siguieron el ejemplo de su anfitrión y se tomaron la broma de las chicas como una payasada divertida, aunque Daisy percibió con claridad que no todo el mundo estaba igual de encantado. Su madre se quedó blanca del susto al verlas y se sentó enseguida, como si estuviera a punto de caerse. La princesa Bea, una encorsetada mujer de cuarenta y tantos años que en el pasado debió de ser guapa, arrugó la frente empolvada en un gesto de censura. Pero lady Westhampton era una mujer alegre que se enfrentaba a la vida, igual que a su díscolo marido, con una sonrisa tolerante: se rió con ganas y felicitó a Daisy por el bigote.

Los chicos, que fueron los últimos en llegar, también se mostraron encantados. El hijo del general Murray, el teniente Jimmy Murray, que no era tan envarado como su padre, estalló en placenteras carcajadas. Los hijos de los Fitzherbert, Boy y Andy, entraron juntos, pero fue la reacción de Boy la que resultó más interesante que ninguna otra. Se quedó mirando fijamente a las chicas, fascinado, embelesado. Intentó disimularlo con su jovialidad, mofándose de ellas como los demás hombres, pero estaba claro que sentía una extraña turbación.

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