El invierno del mundo (25 page)

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Authors: Ken Follett

—¿Qué? ¡Dios mío!

Parecía más afectada de lo que su hijo había esperado; él la miró con atención: se había quedado pálida.

—¿Te sorprende mucho?

—¡Sí! —Parecía que iba recobrando la compostura—. Su padre es subsecretario del Foreign Office. —El gobierno estaba formado por una coalición de mayoría conservadora—. Fitz debe de estar avergonzado.

—A mí me parece que la mayoría de los conservadores son bastante transigentes con el fascismo. No ven nada de malo en matar comunistas y perseguir judíos.

—Puede que algunos sí, pero estás exagerando. —Miró a Lloyd de reojo—. O sea, ¿que fuiste a ver a Boy?

—Sí. —Lloyd intuía que aquello tenía algún significado especial para Ethel, pero no lograba imaginar por qué—. Me pareció un joven de lo más espantoso. En su habitación del Trinity tenía toda una caja de whisky escocés… ¡doce botellas!

—Ya lo habías conocido antes. ¿No te acuerdas?

—No. ¿Cuándo fue?

—Tenías nueve años. Te llevé al palacio de Westminster, poco después de que me eligieran. Nos encontramos a Fitz y a Boy en las escaleras.

Lloyd lo recordaba con vaguedad. En aquel entonces, igual que en esta ocasión, el incidente pareció resultar misteriosamente importante para su madre.

—¿Ese era él? Qué curioso.

—Yo lo conozco. Es un cerdo. Se dedica a manosear a las criadas —terció Ruby.

Lloyd se sorprendió, pero a su madre no pareció extrañarle.

—Es algo muy desagradable, pero sucede en todas partes. —Su cruda aceptación hizo que a Lloyd le pareciera más horrible aún.

Llegaron al templo y entraron por la puerta de atrás. Allí, en una especie de sacristía, encontraron a Robert von Ulrich con un traje de cuadros verdes y marrones y una corbata de rayas que le conferían un aspecto asombrosamente británico. Se puso en pie y Ethel le dio un abrazo.

—Querida Ethel, qué sombrero tan perfectamente encantador —dijo Robert en un inglés impecable.

Lloyd presentó a su madre a las mujeres de la sección local del Partido Laborista, que estaban preparando grandes teteras y platos de galletas para servir después del mitin. Como había oído a Ethel quejarse muchísimas veces de que la gente que organizaba actos políticos parecía creer que los parlamentarios nunca tenían que ir al baño, dijo:

—Ruby, antes de empezar, ¿podrías enseñarle a mi madre dónde está el servicio de señoras?

Las dos mujeres se marcharon y Lloyd se sentó junto a Robert para darle conversación.

—¿Qué tal va el negocio?

Robert había llegado a ser el propietario de un restaurante muy frecuentado por esos homosexuales de los que Ruby acababa de quejarse hacía un rato. De algún modo se había enterado de que Cambridge, en los años treinta, era un lugar muy tolerante con esos hombres, igual que lo había sido el Berlín de los años veinte. Su nuevo local llevaba el mismo nombre que el antiguo, Bistro Robert.

—El negocio va bien —respondió. En su rostro apareció una sombra, una expresión de auténtico miedo, breve pero intensa—. Esta vez espero poder conservar lo que he construido.

—Hacemos todo lo posible por acabar con los fascistas, y mítines como este son la mejor forma de conseguirlo —dijo Lloyd—. Tu charla será de gran ayuda. Le abrirá los ojos a mucha gente. —Robert iba a hablarles de su experiencia personal bajo un régimen fascista—. Muchos dicen que aquí nunca podría suceder algo así, pero se equivocan.

Robert asintió con gesto adusto.

—El fascismo es una mentira, pero con un gran poder de seducción.

La visita de Lloyd a Berlín, hacía ya tres años, seguía muy viva en su recuerdo.

—A menudo me pregunto qué habrá sido del viejo Bistro Robert —dijo el chico.

—Recibí una carta de un amigo —contestó Robert con la voz cargada de tristeza—. Ninguno de los antiguos habituales sigue yendo por allí. Los hermanos Macke malvendieron la bodega. Ahora la clientela consiste sobre todo en polizontes de medio pelo y burócratas. —Su expresión de dolor se acentuó al añadir—: Ya no usan manteles. —Cambió de tema con brusquedad—. ¿Vas a ir al baile del Trinity?

La mayoría de los
colleges
organizaban bailes de verano para celebrar que se habían acabado los exámenes. Esos bailes, con las fiestas y las meriendas campestres que los acompañaban, constituían la Semana de Mayo, que paradójicamente tenía lugar en junio. El baile del Trinity era famoso por su derroche.

—Me encantaría, pero no me lo puedo permitir —dijo Lloyd—. Las entradas valen dos guineas, ¿verdad?

—Me han regalado una, pero te la puedes quedar si quieres. Varios cientos de estudiantes borrachos bailando al ritmo de una banda de jazz es justamente la idea que tengo yo del infierno.

Lloyd se sintió tentado.

—Pero es que no tengo frac. —Los bailes de los
colleges
exigían traje de gala y pajarita.

—Te dejo el mío. El pantalón te vendrá un poco ancho de cintura, pero somos igual de altos.

—Entonces, sí que iré. ¡Gracias!

Ruby volvió a aparecer.

—Tu madre es un encanto —le comentó a Lloyd—. ¡No sabía que antes hubiera sido doncella!

—Hace más de veinte años que conozco a Ethel —dijo Robert—. Es una persona realmente extraordinaria.

—Ahora entiendo por qué no has encontrado a la chica adecuada —le dijo Ruby a Lloyd—. Estás buscando a alguien como ella, y no hay muchas.

—En esto último, por lo menos, tienes razón —repuso Lloyd—. No hay nadie como ella.

Ruby se estremeció, como si le doliera algo.

—¿Qué te sucede? —preguntó Lloyd.

—Me duele la muela.

—Tienes que ir al dentista.

Ella se quedó mirándolo como si acabara de decir una estupidez, y Lloyd se dio cuenta de que, con su paga, una doncella no podía permitirse ir al dentista; se sintió como un idiota.

Después se acercó a la puerta para asomarse a la nave principal. Igual que en muchos templos no conformistas, era una sencilla sala rectangular con las paredes pintadas de blanco. El día era cálido y las ventanas de cristales claros estaban abiertas. Las hileras de sillas estaban llenas y el público esperaba con expectación.

—Si a todo el mundo le parece bien, yo daré comienzo al mitin —dijo Lloyd cuando apareció Ethel—. Después Robert nos contará su experiencia personal, y luego mi madre extraerá de ella las conclusiones políticas.

Todos estuvieron de acuerdo.

—Ruby, ¿te encargarás de tener vigilados a los fascistas? Si sucede algo, dímelo.

Ethel frunció el ceño.

—¿De verdad es necesario?

—No creo que debamos albergar grandes esperanzas en que cumplan su promesa.

—Piensan reunirse a unos seiscientos metros de aquí, calle arriba. No me importa acercarme corriendo un momento a ver.

Ruby salió por la puerta de atrás, y Lloyd entró con los demás en la iglesia. No había ningún escenario, sino una mesa con tres sillas que habían dispuesto casi en el altar, con un atril a un lado. Mientras Ethel y Robert ocupaban sus asientos, Lloyd se acercó al atril y los asistentes aplaudieron con moderación.

—El fascismo se ha puesto en marcha —empezó diciendo Lloyd—, y resulta peligrosamente atractivo. Les da falsas esperanzas a los parados. Se viste de un patriotismo espurio, igual que los fascistas mismos se visten con imitaciones de uniformes militares.

Para consternación de Lloyd, el gobierno británico tendía a mostrarse más bien complaciente con los regímenes fascistas. Estaba formado por una coalición en la que dominaban los conservadores, con algunos liberales y algún que otro ministro laborista renegado que había roto con su partido. El pasado noviembre, apenas unos días después de que fuera reelegido, el secretario del Foreign Office había propuesto ceder gran parte de Abisinia a los conquistadores italianos y a su líder fascista, Benito Mussolini.

Peor aún, Alemania se estaba rearmando y era cada vez más agresiva. Apenas un par de meses antes, Hitler había violado el Tratado de Versalles al enviar tropas a la desmilitarizada Renania… y Lloyd se había escandalizado al ver que ningún país parecía dispuesto a impedírselo.

Cualquier esperanza que pudiera haber albergado de que el fascismo no era más que una aberración temporal se había desvanecido ya. Lloyd creía que países democráticos como Francia y Gran Bretaña deberían estar dispuestos a tomar las armas. En su discurso de ese día, no obstante, no dijo nada de eso porque sabía que su madre y la mayoría del Partido Laborista se oponían al rearme de su país, y esperaban que la Sociedad de las Naciones fuera capaz de lidiar con los dictadores europeos. Querían evitar a cualquier precio que se repitiera la espantosa carnicería de la Gran Guerra. Lloyd simpatizaba con esa esperanza, pero temía que no fuese realista.

Él ya se estaba preparando para una guerra. Había sido oficial cadete en el colegio y, al llegar a Cambridge, se había unido al Cuerpo de Instrucción de Oficiales: el único chico de clase obrera y, desde luego, el único miembro del Partido Laborista que había entrado en él.

Se sentó oyendo de nuevo ese comedido aplauso. Era un orador claro y coherente, pero no poseía la habilidad de su madre para llegar al corazón de la gente… todavía no, por lo menos.

Robert se acercó al atril.

—Yo soy austríaco —dijo—. Fui herido en la guerra, los rusos me capturaron y me enviaron a un campo de prisioneros de Siberia. Cuando los bolcheviques firmaron la paz con las Potencias Centrales, los guardias abrieron las puertas y nos dijeron que podíamos irnos a donde quisiéramos. Volver a casa era problema nuestro, no de ellos. Desde Siberia hay un largo camino hasta Austria… casi cinco mil kilómetros. No había ningún autobús, así que empecé a andar.

Unas risas de asombro recorrieron la sala acompañadas de algún aplauso de reconocimiento. Lloyd vio que Robert ya se los había metido en el bolsillo.

Ruby se le acercó con cara de estar algo preocupada y le habló al oído.

—Los fascistas acaban de pasar por aquí delante. Boy Fitzherbert llevaba a Mosley a la estación en coche, y un grupo de exaltados con camisas negras corrían detrás de ellos lanzando vítores.

Lloyd torció el gesto.

—Prometieron no organizar ninguna marcha. Supongo que dirán que correr detrás de un coche no cuenta.

—Me gustaría saber qué diferencia hay entre lo uno y lo otro.

—¿Eran violentos?

—No.

—No bajes la guardia.

Ruby se retiró. Lloyd estaba preocupado, era evidente que habían violado el espíritu del acuerdo, aunque quizá no la letra pequeña. Habían salido a la calle vestidos con sus uniformes sabiendo que no se encontrarían con ninguna contramanifestación. Los socialistas estaban allí dentro, en la iglesia, invisibles. Lo único que demostraba su postura era una pancarta que colgaba en la pared del templo y que decía LA VERDAD SOBRE EL FASCISMO en grandes letras rojas.

—Es un placer para mí estar aquí; es un honor que me hayan invitado para hablarles, y estoy encantado de ver a muchos clientes de Bistro Robert entre el público. Sin embargo, debo advertirles que la historia que tengo que contar es más bien desagradable, puede que incluso truculenta.

Robert relató cómo a Jörg y a él los habían arrestado después de negarse a vender el restaurante de Berlín a un nazi. Describió a Jörg como su chef, además de socio durante muchísimo tiempo, sin decir nada de su relación sexual, aunque los más avispados del público seguramente lo imaginaron.

Los asistentes guardaron el más completo silencio mientras él empezaba a describir los sucesos que había vivido en el campo de concentración. Lloyd oyó cómo contenían el aliento con horror cuando llegó a la parte en que aparecían aquellos perros hambrientos. Robert narró la tortura de Jörg con una voz grave, clara, que se proyectaba hasta el final de la sala. Cuando llegó a la muerte de Jörg, había mucha gente llorando.

El propio Lloyd revivió la crueldad y la angustia de aquellos momentos, se sintió presa de un arrebato de rabia hacia idiotas como ese Boy Fitzherbert, cuyo capricho pasajero por las marchas militares y los uniformes elegantes amenazaba con llevar a Inglaterra ese mismo tormento.

Robert se sentó y Ethel se acercó al atril. Justo cuando empezaba a hablar, Ruby apareció de nuevo y con aspecto de estar furiosa.

—¡Te dije que esto no saldría bien! —le siseó a Lloyd al oído—. Mosley se ha ido ya, pero sus chicos están cantando «Rule, Britannia» frente a la estación.

Lloyd, airado, pensó que con eso sí que incumplían el acuerdo. No había duda. Boy había roto su promesa. Adiós muy buenas a su palabra de caballero inglés.

Ethel estaba explicando que el fascismo ofrecía falsas soluciones, culpando de una forma simplista a grupos como los judíos y los comunistas de problemas mucho más complejos, como el paro o la delincuencia. Se burló sin contemplaciones del concepto del «triunfo de la voluntad» y dejó al Führer y al Duce como dos matones de patio de colegio. Clamaban por el apoyo popular, pero prohibían toda forma de oposición.

Lloyd se dio cuenta de que, cuando los fascistas regresaran desde la estación al centro de la ciudad, tendrían que pasar por delante del templo. Empezó a prestar atención a los sonidos que llegaban por las ventanas abiertas y oyó el rugido de coches y camiones avanzando por Hills Road, interrumpido por algún que otro timbre de bicicleta o el grito de un chiquillo. Creyó oír entonces un griterío a lo lejos y le pareció que sonaba como el alboroto organizado por unos gamberros demasiado jóvenes aún para sentirse orgullosos de la gravedad recién estrenada de sus voces. Aquello no presagiaba nada bueno. Se puso tenso, intentando oír mejor, y percibió más gritos. Los fascistas estaban marchando.

Ethel se vio obligada a levantar la voz a medida que el jaleo de fuera se hacía cada vez más fuerte. Defendía que los obreros de todas las procedencias tenían que unir sus fuerzas mediante los sindicatos y el Partido Laborista para así construir una sociedad más justa dando un paso democrático después de otro, y no recurriendo a levantamientos violentos como los que tan mal habían acabado en la Rusia comunista o la Alemania nazi.

Ruby entró una vez más.

—Ya están marchando por Hills Road, vienen hacia aquí —dijo en un murmullo grave, apremiante—. ¡Tenemos que salir a hacerles frente!

—¡No! —susurró Lloyd—. El partido tomó una decisión colectiva: no nos manifestaremos. Debemos atenernos a eso. ¡Tenemos que ser un movimiento disciplinado! —Sabía que con la mención a la disciplina de partido la convencería más.

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