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Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

El jardín de las hadas sin sueño (11 page)

—¿Qué ocurrió?

—Tú lo has definido muy bien: me reclutaron. Dejé la casa de mis padres para vivir en el mismísimo infierno. Me convirtieron en un soldado más de su causa.

—¿Tan duro era el entrenamiento militar? —pregunté observando sus brazos fuertes y moldeados.

—Esa era la parte divertida. Hasta entonces había sido un niño enclenque y empollón, el blanco de todas las bromas en el colegio, así que imagina lo bien que empecé a sentirme cuando descubrí que mi cerebro no era el único músculo que podía fortalecer.

—¿Entonces? ¿Echabas de menos a tu hermanita?

Grace no llegó al mundo hasta un par de años después. Fue una broma del destino que naciera precisamente en mi familia. Una broma macabra…

—¿Por qué?

—Tendrás que seguir ganándome si quieres saber más.

Tener delante a un chico tan listo me intimidó de tal manera que Robin solo necesitó unas cuantas tiradas para vencerme en la siguiente partida.

—Veamos… Yo también elijo verdad. Explícame qué significa la abeja.

Me llevé la mano al cuello y acaricié el colgante que me había regalado Alvaro.

—Es un regalo de mi tío. Ya sabes que él es apicultor… Me la dio por Navidades.

—Ya… pero yo he preguntado qué significa, no quién te la regaló. Eso ya lo sabía. Te vi abrir la cajita en el avión y supe que era de tu padre.

Sentí un aguijonazo en el corazón. ¡Sabía que yo era su hija! Pero… ¿cómo?

—Además —continuó con una picara sonrisa—, yo no me refería a esa abeja, sino a la que llevas tatuada en la pelvis.

Mis mejillas se tiñeron de rojo. ¿Cómo la había visto? Deduje que había sido al principio de estar allí, cuando me sedó y me desperté con un camisón nuevo.

La historia de aquella abejita era muy reciente. Tatuármela fue de las primeras cosas que había hecho al llegar a Londres, después de cambiar de identidad. Quería algo en mi piel que me recordara quién era y cuál era mi lucha. Se lo había explicado a Berta, cuando todavía nos escribíamos e-mails, y ella también había decidido hacerse una igual. Las dos éramos abejas guerreras, guardianas de un secreto.

Aquel insecto simbolizaba nuestra misión en la vida… Pero también la forma de destilar la eterna juventud. Había sido una abeja la que había libado el néctar de la inmortalidad de la flor violeta. El antepasado de Bosco solo había tenido que extraer el veneno de su aguijón e inyectárselo para dejar de envejecer…

Llevarla en mi piel era mi particular homenaje a Bosco —por eso había elegido un lugar solo apto para sus ojos—, pero también a mi madre… Aquella última versión me pareció menos comprometida.

—Me la hice en honor a mi madre. Mi padre solía llamarla Abejita. —Sentí un nudo en la garganta—. Descubrí unas cartas de amor en la Dehesa. Correspondencia privada entre mis padres. Fue así como me enteré de que Alvaro es mi padre. Pero él no sabe nada de…

—Lo sé.

Su breve respuesta me desconcertó. ¿Lo sabía? ¿Sabía que mi padre era ajeno al tema de la semilla? ¿Cómo? ¿Acaso le habían interrogado? Tenía que salir de allí cuanto antes y averiguarlo por mí misma.

—Hagamos un descanso. Nos vendrá bien comer un poco —dijo apartando el tablero y colocando la bandeja en medio de la cama.

Me pasó una rebanada de pan con mantequilla. Tenía una capa de una sustancia dorada y pringosa que yo conocía muy bien. Miel.

Desde que huí del bosque no había vuelto a probarla. La había tomado en forma de galletas —las que trajeron Miles y James a la residencia el día del Honey Trap—, pero la miel estaba tan diluida en ellas que apenas había intuido su sabor. Ahora era distinto. Era miel auténtica, oro líquido…

Dudé un instante antes de llevármela a la boca. Una explosión maravillosa de sabores, aromas y texturas sorprendió mi paladar. Recordé la miel centenaria de la cueva, a Bosco, a mi padre… Y rompí a llorar. Un segundo antes de estallar, había intentado controlar el torrente que amenazaba con anegar mis ojos. Pero fue inútil. Las lágrimas empezaron a inundar mis mejillas. No podía parar. Me cubrí la cara con las manos.

De pronto sentí sus brazos alrededor de mi cuerpo. Una sensación agradable empezó a templar mi tristeza. Me abracé a su cuello y dejé que toda la pena saliera con mis lágrimas. Durante un rato lloré y lloré hasta quedarme vacía. Su torso presionó el mío de tal forma que empecé a sentir que me faltaba el aire.

Su mano se posó en mi nuca y sus dedos se enroscaron juguetones en mis cabellos. Cerré los ojos y disfruté a mi pesar de su caricia.

No nos separamos hasta mucho después. Robin secó mi cara con el dorso de la mano y me miró un instante con dulzura. A un centímetro de mis labios, los suyos se abrieron para formular una pregunta:

—¿Estás bien? Será mejor que me vaya…

—No, por favor… El juego aún no ha acabado.

A partir de ese momento, las preguntas subieron varios grados. Después de aquel acercamiento se había creado entre los dos una tensión extraña e intensa.

—¿Llegaste muy lejos con el chico del bosque?

—En realidad, no. No pasamos de los confines de la Sierra de la Demanda —contesté dando otra interpretación a sus palabras.

—Me refería a… —Se frotó la cabeza confuso.

—Lo siento, chico listo. Yo he respondido la verdad, que es de lo que trata este juego. Tendrás que ser más concreto la próxima vez y formular mejor tus preguntas.

—¿Has tenido noticias de él? —pregunté con el corazón en un puño cuando llegó mi tumo.

—¿De Gabriel?

Asentí con la cabeza. Recordé que Bosco era el nombre que le había puesto Berta cuando era una niña y que Gabriel era su verdadero nombre. El mismo me lo había dicho en la cueva donde nos ocultamos.

—No. Por extraño que te parezca, hace meses que no estoy en contacto con la Organización.

Su respuesta me desconcertó. Llevaba poco más de una semana encerrada allá abajo… ¿Me estaba diciendo que aún no había informado a sus superiores de mi secuestro? Me pareció extraño, pero me dio nuevas esperanzas… Si lograba escapar, Robin no avisaría de su fracaso de forma inmediata, con lo que estaría como al principio. Solo él tras mis pasos, sin un ejército de hombres de negro furiosos, dispuestos a darme caza.

Aquello me animó a continuar con el plan. La estufa había caldeado la sala, así que me quité la sudadera, mostrando una fina camiseta de tirantes que él mismo había escogido para mí.

—Este lugar sería mucho más romántico con luz natural, ¿no crees? —me atreví a decir.

Robin levantó la mirada del tablero.

—Hay gente que parece encantada de vivir bajo tierra e incluso tiene un piano.

Abrí la boca sorprendida. ¡Habían dado con su escondite subterráneo! Si bien era cierto que la cabaña había ardido en el bosque, confiaba en que la casa de abajo se habría salvado y que Bosco se escondía en ella… Descartada la cueva de la semilla por motivos obvios —era muy arriesgado que le vieran salir o entrar en ella—, aún le quedaba la caverna del grabado. Aquel confortable agujero donde Rodrigoalbar había dibujado un corazón con raíces del que brotaba un frondoso árbol.

Consciente de que había metido la pata, Robin enmudeció. Continuamos jugando en silencio hasta que gané la partida.

—¡He vuelto a ganar! Esta vez elijo prueba.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó con resignación.

Sus ojos grises se clavaron interrogativos en los míos.

Durante un segundo eterno me perdí en la profundidad de su mirada. Ya no me intimidaba, ni me parecía fría o insondable. Intuí en ella al muchacho de doce años que había captado la Organización. Un chico asustado y escuálido que lloraba a moco tendido tras ser separado de su madre. Había miedo en aquellos ojos. Miedo y tristeza.

Después, otra visión. Un Robin actual, con el torso desnudo y las manos atadas, recibiendo latigazos. El azote abría surcos de sangre en su espalda… Era un castigo. Una represalia por lo ocurrido en la Sierra de la Demanda: por sus compañeros muertos y por la huida del chico de la semilla y sus dos cómplices. Esta vez había dolor en su mirada. Dolor y rabia.

No sabía cómo había conectado con esos recuerdos de Robin, pero necesitaba comprobar que todo aquello era cierto.

—Nada —respondí volviendo a su pregunta mientras le desabrochaba los primeros botones de la camisa—. Solo que te tumbes y te dejes llevar.

El plan

M
ientras se acababa de quitar la camisa y se tumbaba boca abajo, con el torso desnudo, me levanté y puse el tocadiscos. Situé la aguja en una de mis canciones favoritas: «River Man».

Junto a la voz y la guitarra de Nick Drake podían escucharse sonidos ambientales como el canto de unos pájaros o el murmullo del viento.

Por eso me encantaba aquella canción, porque si cerraba los ojos me creía la ilusión de estar fuera de aquel agujero. Por eso y porque hablaba del «chico del río».

Me senté en el borde de la cama y observé la espalda de Robin. Era amplia, fuerte y muy blanca. Deduje que los rayos del sol jamás la habían acariciado. Los músculos se dibujaban con precisión bajo su piel.

Seguí con el índice muy lentamente la línea de su columna, desde la nuca hasta la zona lumbar. Su piel se erizó con el roce de mi dedo. Su apariencia y suavidad me recordó a una de esas esculturas griegas de mi libro de arte, pero también a la porcelana fina. Pensé en la vajilla que mi abuela guardaba para las grandes ocasiones. Concretamente, en un plato que había pegado tras hacerse añicos. La espalda de mi captor tenía el mismo aspecto. Aunque ya había cicatrizado, el surco del azote seguía marcado en su piel. Me conmoví al comprobar la certeza de mi visión, e intuí el tiempo que hacía que nadie la tocaba con dulzura.

Mis palmas se posaron sobre su cuello y se deslizaron desde las cervicales hasta la cadera, presionando con firmeza y suavidad hasta el último centímetro de su espalda.

Después recorrí el sendero de sus azotes. Sabía que era imposible borrar la dolorosa memoria de cada uno de esos surcos, pero mis dedos se esforzaron en trazar un nuevo y dulce recuerdo en cada uno de ellos.

Robin dejó escapar un leve suspiro.

Para acabar, descendí por sus musculosos brazos. Acaricié la flor tatuada y deslicé mis dedos hasta sus manos. El aprovechó ese gesto para tomar la mía y acomodarme a su lado. Pasó el brazo alrededor de mi hombro y recosté la cabeza sobre su pecho. Había llegado a dudar de que los hombres de negro tuvieran corazón, así que me gustó escuchar el latido del suyo… Sonreí ante mi propia reflexión.

—¿Piensas en él? —me preguntó mientras enredaba sus dedos en mi pelo.

—¿En quién?

—En el chico del río…

—No.

La voz de Drake llenó un silencio.

Said she hadn’t heard the news

Hadn’t had the time to choose

A way to lose

But she believes.

Going to see the river man

Going to tell him all I can

About the plan

For lilac time
[3]

Supe que Robin se refería a Bosco. El también sabía que las flores violetas crecían en el río. Las había usado como cebo para atraerme hasta allí… Lo que me sorprendía era que la canción de Drake hablara del «chico del río», «el plan» o el tiempo de las «lilas».

Miré a Robin y me pregunté si estaría pensando lo mismo… Nuestras miradas se encontraron. Parecía surrealista estar tumbada en la cama de aquella manera con mi secuestrador, escuchando música relajadamente y dándonos masajes como un par de jóvenes enamorados.

—Me siento como un radical libre —murmuró Robin.

Le miré extrañada.

—Ya sabes… por lo de separar parejas. El chico del río y tú…

—Tú no has separado nada. Fue él quien decidió que siguiéramos caminos distintos. Cuando las cosas se complicaron, se deshizo de mí.

—No lo entiendo. Si tú fueras mi… Si tú y yo… —Enmudeció un instante sin acabar la frase—. Jamás te hubiera dejado sola con un ejército de hombres despiadados tras tus pasos. Hay que ser muy cobarde para abandonar a tu chica en un momento así.

Podría haberle dicho que él era uno de esos hombres despiadados a los que se refería y que Bosco no me había abandonado; sencillamente, confiaba en mi fortaleza. Mi ermitaño sabía que yo era una abeja guerrera, una guardiana de la semilla … Sin embargo, no pude evitar sentirme triste por sus palabras. En ellas había una verdad que yo me había negado a reconocer hasta ahora; Bosco me había dejado sola. Le había suplicado que nos ocultáramos juntos, que no nos separáramos… Pero él había antepuesto la seguridad de la semilla a nuestro amor. Y yo lo entendía. Y a la vez, no.

Quizá debería haber insistido más antes de dejar el bosque. Él no podía huir lejos como yo; tenía que estar cerca de la semilla. Tampoco podía ocultarse en una gran ciudad; su hipersensibilidad al miedo humano le hada sufrir lo indecible.

¿Y si no volvía a verle nunca más? Aquella idea me entristeció.

—Tú no tuviste la culpa, Clara.

Asentí con la cabeza.

—En serio. —Me tomó del mentón obligándome a mirarle a los ojos—. No es culpa tuya que ese idiota te dejara. Tampoco lo fue que tu madre enfermase…

¿Cómo lo sabía? Era imposible que supiera cómo me sentía. La idea de que Robin también tuviera visiones cruzó un instante por mi mente.

—¿Qué más sabes de mí?

Me miró dubitativo antes de soltar:

—Tu sabor favorito es el helado de vainilla; te recuerda a un verano en la Costa Brava. Antes te gustaba resolver sudokus, pero no has vuelto a hacer ninguno desde que murió tu madre. Y esa heridita que tienes ahí —me rozó la barbilla con un dedo y me miró con dulzura—, te la hiciste a los siete años cuando te caíste de un columpio… Te soltaste porque querías sentir la sensación de volar.

—¿Cómo es posible…?

—La Organización está muy bien informada.

Sabía que mentía, pero aun así no lograba imaginar cómo había averiguado cosas tan íntimas sobre mí. Parecía conocerme muy bien.

Después de aquello y de haber visto las marcas en su espalda, me atreví a preguntarle:

—¿Has pensado alguna vez en escapar?

—No.

—¡Vamos! —Me incorporé para ver mejor su expresión—. Tu causa es muy noble, pero ¿de verdad crees que ellos perderán el tiempo por una niña? Es insignificante en sus planes. ¡Son crueles!

—¿Y tú me hablas de crueldad? ¡Has tenido un maestro a tu lado! ¿Acaso no es cruel tener en tus manos algo que puede beneficiar al planeta entero y no compartirlo? Solo un monstruo escondería el antídoto contra el sufrimiento humano.

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