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Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

El jardín de las hadas sin sueño (12 page)

—No lo entiendes…

—Explícamelo, Clara.

Me mordí el labio.

—Tranquila. Ya no hace falta que lo hagas…

De sus palabras y de su expresión resignada deduje que mi tiempo se agotaba. Estaba segura de que su misión no era matarme, pero sí de que otros lo harían. Aunque no había nada que pudiera decir para salir con vida de allí, sí había algo que podía hacer… Por la forma en la que sus ojos grises me miraban, supe que debía seguir adelante con mi plan. Tenía que seducirle. Aquella era mi única oportunidad. Y estaba dispuesta a llegar hasta el final.

Apagué la lámpara y me quité la camiseta y el sujetador.

—¿Qué haces?

La voz de Robin sonó confusa en la oscuridad del sótano. Pero antes de que tuviera tiempo de seguir hablando o de reaccionar, me tumbé sobre él y silencié sus labios con un beso. Noté su torso duro bajo mis senos y cómo se tensaba por el roce de mi piel desnuda. Sus brazos me rodearon. Estaba asustada —no podía olvidar que era un criminal— pero también excitada. Me gustaba la forma en que su mano sujetaba mi nuca, el sabor de su boca y cómo sus labios respondían a los míos: sin prisa, sin exigencia, con dulzura… Sentí rabia hacia mí misma. Mucha rabia. ¿Cómo era posible que disfrutara con aquel sacrificio? Me estaba entregando para salvar mi vida y aquello no debía ser placentero… ¡Yo amaba a Bosco!

Toda aquella furia se transformó en pasión. Le besaba con ira, de una forma tan intensa y profunda que temí perder la razón. Mi boca marcó un recorrido por su cuello hasta el lóbulo de su oreja. Después bajé hasta su pecho…

—Clara… —susurró con voz ronca—. Para. Esto no puede pasar. ..

Sus fuertes brazos me separaron de su cuerpo.

—¿Por qué?

—Porque estás cautiva y no eres dueña de tu voluntad. No podría hacer el amor contigo… sin que gozaras de libertad.

Su voz entrecortada y su expresión afligida constataba lo mucho que le había costado tomar aquella decisión en ese punto de excitación.

Sonreí satisfecha y contesté:

—Eso tiene fácil solución.

La espera

R
obin se incorporó y encendió la lamparita. Cubrí mi torso desnudo con la sábana mientras trataba de recuperar el aliento. Sentía fuego en las mejillas…

Me miró con desconfianza. No quería que pensara que me entregaba a él a cambio de mi libertad, que ese era el precio que estaba dispuesta a pagar para salir de allí. Necesitaba que creyera que sentía algo por él, que me estaba enamorando…

Por eso susurré estas palabras con firmeza, tratando de que sonaran convincentes y sinceras:

—Salgamos al jardín. Allí podremos amarnos libremente.

—Clara…

—Quiero estar contigo…

—Esto es una locura. No eres libre…

—Lo soy para amar a quien quiera —mi voz se quebró.

Tuve que recordarme que aquello solo era una interpretación que en realidad no amaba a aquel chicarrón que me miraba afligido. Si sentía algo por él… solo era por el maldito síndrome de Estocolmo.

—¿Cómo sabes que hay un jardín arriba?

—Oí los aspersores cuando subí al baño. Pero, créeme, no voy a escaparme ni a alertar a los vecinos. Solo quiero salir de aquí, respirar aire puro y estar contigo. Después volveré al sótano sin rechistar. —Robin se frotó la frente confundido y enmudeció durante unos segundos.

—Dejemos que el azar decida.

—¿Qué quieres decir?

—Nos lo jugaremos al backgammon. Si tú ganas, saldremos al jardín y… ocurrirá lo que tú quieras.

—¿Y si pierdo?

—Regresarás a la casilla de salida. No habrá más acercamientos… íntimos entre los dos.

—Estoy de acuerdo.

—Volveré pasada la medianoche.

Robin me miró un instante antes de marcharse. Me pareció que había cambiado mucho en apenas dos semanas. Su rostro de mandíbula cuadrada se había dulcificado o, al menos, había dejado de atemorizarme. Seguía siendo el mismo chico fuerte de mirada severa, pero, al conocerle mejor, podía ver más allá de sus amenazadores ojos grises. No había crueldad en su interior, pero sí un espíritu de soldado, acostumbrado a obedecer órdenes y recibir castigos desde muy pequeño. Me pregunté cómo habrían accedido sus padres a que ingresara en esa oscura organización. Imaginé que les habrían convencido con la promesa de ofrecer a su hijo una educación que estuviera al nivel de su inteligencia.

Dejé de pensar en Robin y me concentré en mí. Tenía que poner toda mi energía en ganarle al backgammon y escapar de allí. No estaba segura de poder vencerle, pero tenía una oportunidad y no estaba dispuesta a desaprovecharla.

Desde el incidente del lavabo, Robin había instalado una bañera de patas en el sótano. Solo tenía que abrir el grifo, del que ahora salía agua caliente, para llenarla. Había un desagüe en el suelo, así que también podía vaciarla cada vez que la usaba. La llené hasta arriba con un chorro de gel y me sumergí en ella. El agua caliente me ayudaba a pensar…

En caso de ganarle la partida, necesitaba un plan de huida. ¿Qué haría una vez que estuviéramos fuera de esas paredes? ¿Cómo me las arreglaría para engañarle? Robin era un chico ágil, fuerte y muy listo, pero tenía un punto débil: su corazón dormido. Y yo tenía que despertarlo hasta hacerle perder la cabeza. Poco acostumbrado al amor, mis caricias debilitaban su seguridad y su capacidad de respuesta.

Solo así lograría que bajara la guardia y se presentara una oportunidad de huir.

Sin conocer el terreno no había mucho más que pudiera planear. Solo podía esperar el momento, echar a correr hasta una casa cercana y pedir ayuda. Pero ¿qué haría entonces? Con una identidad falsa y con los hombres de negro tras mis pasos, no podía permitirme que avisaran a la policía. En ese caso tendría que dar muchas explicaciones y no podía hacerlo sin comprometer mi secreto… Tal vez podría decirles que había sufrido un episodio de amnesia y que no sabía cómo había llegado hasta allí, pero que ya recordaba quién era y dónde vivía. Lo más probable era que Robin huyera por temor a que le delatase y corriera en busca de ayuda. Pero para entonces yo ya habría tenido tiempo de volver a Lakehouse y recuperar las monedas de oro. Con el dinero en mis bolsillos podría esconderme unos días en el barrio chino y planear la manera de volver a Colmenar.

Pero todo eso ya lo pensaría más tarde, en aquel momento debía concentrarme en mi plan de seducción.

Salí de la bañera, me sequé y me apliqué la crema corporal. Mi piel olía deliciosamente a jazmín. Después me puse un vestido negro de Victoria's Secret. Era cómodo y de corte sencillo, pero también elegante, con un cuello halter que dejaba los hombros y parte de mi espalda al descubierto. La tela de algodón se ajustaba a mi cuerpo como un guante. No tenía espejos para ver cómo me sentaba, pero adiviné cómo el escote dorsal me alargaba el cuello y estilizaba mi figura. Me recogí el pelo y me senté a esperar. Supuse que faltaba poco para la medianoche y que Robin había decidido esperar hasta entonces por seguridad, para evitar que alguien nos viera.

Repasé mentalmente una vez más mi plan, pero estaba tan nerviosa que decidí pedirle ayuda a Shakespeare. Sus sonetos tenían la virtud de serenarme. Me sabía algunos de memoria. En especial me gustaba el 116, que yo misma había traducido y recitaba a mi manera:

La unión de dos almas sinceras

no admite impedimentos.

No es amor el amor

que se transforma con el cambio,

o se aleja con la distancia.

¡Oh, no! Es un faro siempre firme,

que desafía a las tempestades sin estremecerse.

Es la estrella para el navio a la deriva,

de valor incalculable, aunque se mida su altura.

No es amor bufón del tiempo, aunque los rosados labios y

mejillas caigan bajo el golpe de su guadaña.

El amor no se altera con sus breves horas y semanas,

sino que se afianza incluso hasta en el borde del abismo.

Sí estoy equivocado y se demuestra,

yo nunca nada escribí, y nadie jamás amó.

Aquel poema me dio fuerzas para afrontar mi destino. Lo que iba a hacer esa noche no cambiaba en absoluto lo que sentía por Bosco.

Nuestro amor «no admitía impedimentos». Entregarme a Robin no era una traición, sino una cuestión de supervivencia, y mi única oportunidad de salir de aquel infierno. Por más que hubiera sucumbido al calor de las tinieblas y a las tentaciones del diablo, yo estaba condenada a muerte. Y jamás podría redimirme junto a mi ángel si no lograba escapar de allí.

Robin llegó un rato después. Se había rapado de nuevo el pelo y vestía de negro como yo. Supuse que era su forma de mostrarse ante mí como lo que era: un soldado de la Organización, un hombre de negro…

Se sentó a mi lado y me observó complacido unos segundos. Traía una botella de licor de miel y dos vasos. Reconocí enseguida la caligrafía de Alvaro en la etiqueta. Era uno de los productos con que mi padre les había obsequiado cuando fueron a verle a su casa.

Me pasó un vaso y propuso un brindis:

—Larga vida a la abeja reina.

Choqué mi copa y di un trago largo. Esa vez, la miel estaba diluida en aguardiente y se confundía con los sabores de la menta, la canela y los cítricos. Aun así, y a pesar del alcohol, sentí cómo mis sentidos se agudizaban y se caldeaba mi alma.

—La abeja reina es la más longeva de la colmena —dije con seguridad—, pero sus días también están contados. La muerte nos alcanza a todos.

—Tal vez, pero a algunos más decrépitos que a otros.

—Envejecer no es tan malo. —Recordé con ternura a mi abuela.

—¡Vamos, Clara! Hacerse viejo es la gran humillación de la vida. ¿Por qué tenemos que aguantar esa degeneración si podemos evitarlo?

Yo no quiero envejecer.

—Yo tampoco —reconocí—, pero ¿no deberíamos conformarnos y asumir que la juventud es limitada? Aprovechémosla, disfrutemos el momento…

—¿Conformarse? Lo más humano que hay es no conformarse con lo que la naturaleza nos ofrece. Continuamente la desafiamos y hacemos cosas que no tienen nada de natural, empezando por la agricultura, los teléfonos móviles o los viajes en avión… ¿Cómo no vamos a desafiar a la muerte?

—Tienes razón, pero… —recordé las palabras que me había dicho Bosco en la cueva de la semilla— esa muerte de la que huimos es precisamente la que nos hace humanos.

—A veces dudo de mi lado humano.

—Yo no. He tenido ocasión de verlo… —Apuré el licor y le tendí el vaso para que volviera a llenarlo—. Y me gusta.

Sus labios esbozaron una tímida sonrisa.

—Dejémonos de charlas y empecemos la partida.

Las hadas sin sueño

E
staba tan concentrada en vencerle que no reparé en lo evidente hasta el final de la partida: Robin me había dejado ganar. Lo supe porque, a pesar de la derrota, había una sonrisa triunfal en su rostro.

—Tú ganas.

—Sí. Y no hace falta que te recuerde lo que eso significa.

—Aun así, me gustaría escucharlo de tus labios.

Una súbita timidez se apoderó de mí al pronunciar estas palabras:

—Quiero salir de aquí y… hacer el amor contigo.

—¿Estás segura?

Asentí con firmeza.

—Está bien. Pero entiende que tome ciertas precauciones.

Sacó un pañuelo negro de su bolsillo y se acercó a mí por la espalda. Sentí el roce de su aliento en mi nuca y permanecí inmóvil mientras me vendaba los ojos. Sus manos se posaron en mis hombros desnudos y se deslizaron por mis brazos hasta las manos. Contuve la respiración al notar sus labios en mi cuello. Después unió mis muñecas por detrás y las ató con un fular suave.

Temblé.

—No tengas miedo —me susurró al oído—. Te quitaré las vendas en cuanto pisemos el jardín.

Me dejé guiar dócilmente hasta el exterior. Nada más salir, sentí la brisa en mi cara. La noche era cálida para principios de mayo. Me llené de aire los pulmones. A pesar de no ver nada y de tener las manos atadas, me sentía confiada. Estaba a merced de Robin… y, sin embargo, tenía la curiosa sensación de controlar la situación.

Robin me sujetaba con firmeza del brazo mientras me indicaba los pasos y los obstáculos a esquivar. Avanzábamos muy despacio, pero aun así tropecé y estuve a punto de caerme varias veces. Notaba el suelo blando bajo mis pies, como si estuviéramos atravesando un barrizal, y un aroma inconfundible a campo.

Me extrañó que camináramos tanto. Supuse que quería desorientarme y aprovechar la oscuridad de la noche para que no tuviera referencias de la casa o los alrededores.

Robin se detuvo. Escuché el ruido de una cerca oxidada. Después, un olor a flores y a hierba mojada, y el mismo sonido de la verja al cerrarse con llave. Caminamos unos pasos más y me quitó la venda. Mientras deshacía el nudo de mis muñecas observé boquiabierta el lugar en el que nos encontrábamos. Era un jardín frondoso y extenso, tanto, que me costó divisar sus lindes. Las altas paredes que lo cercaban estaban cubiertas por una tupida hiedra. Había plantas silvestres por todas partes y rosales enmarañados que se abrazaban a los árboles y a las enredaderas del muro. La vegetación crecía libremente desplegando todas sus galas. Unas campanillas azules, que se balanceaban sobre sus largos y flexibles tallos, me hicieron cosquillas en las piernas.

La luna llena me ayudó a descubrir nuevos detalles: florecillas de colores, arbustos, árboles frutales… Todo a su aire. Por todas partes. Era evidente que nadie ponía orden en aquel vergel desde hacía años, pero ese era precisamente su encanto. Era un jardín abandonado. Un jardín secreto.

Tuvimos que apartar la maleza para avanzar hasta una glorieta de piedra. Rosas, jazmines y azucenas trepaban por sus columnas medio en ruinas. Aspiré su deliciosa fragancia.

Había una manta extendida en el cenador. Sobre ella, una caja de madera con un candelabro de tres brazos, un termo y dos tazas de té.

Robin encendió las velas y me hizo una señal para que me sentara a su lado.

—Este lugar es increíble —reconocí.

—Sabía que te gustaría.

—En serio, ¿cómo sabes tanto de mí? Mi sabor favorito, la caída del columpio… son cosas íntimas que no explicas a todo el mundo. Es imposible que la Organización…

—No la nombres, por favor —dijo tapando suavemente mi boca con su mano—. Esta noche, no.

Los sonidos nocturnos llenaron el silencio. Al canto de los grillos se unió un trino aflautado y melodioso.

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