Por el contrario, comenzó a encontrar mucho gusto en frecuentar la iglesia, al principio solo por buscar el sosiego que en ocasiones faltaba en La Cava, siempre bulliciosa, con tantos niños y criados pululando de arriba abajo que en ocasiones le producían jaqueca. Se arrodillaba delante del sagrario y musitaba plegarias muy sencillas, o simplemente susurraba: «Señor, aquí estoy, dime algo». Como salía muy confortada de estas visitas, decidió mejorarlas: en lugar de ir a cualquier hora del día, iba por la mañana temprano para cobrar fuerzas para toda la jornada, y asistía a misa, aunque no se atrevía a comulgar con frecuencia, ya que no se consideraba digna por las muchas faltas que cometía cada día, sobre todo de confianza en Dios.
Había padecido tantas muertes de seres queridos que temía que a nada que se descuidase se le podía morir alguno de los que tenía confiados, y había organizado un sistema de vigilancia muy estricto, de suerte que los niños debían estar siempre bajo su mirada, o si no de la de Pepa. Solo ella, o Pepa, o en caso extremo alguna criada de las antiguas, podía evitar que a los niños les pasara algo.
Pepa, superado el drama de la muerte de Refugio, se había convertido en la persona de su especial confianza, ocupando en La Cava una jerarquía muy singular. Estaba dispensada de vestir uniforme, como el resto del servicio, y solo se vestía una bata blanca que le llegaba hasta los pies cuando se ponía al frente de la cocina, pero en lo demás vestía de oscuro, con trajes más propios de señora que de criada. Era muy joven, apenas tenía cumplidos los treinta años, de una fortaleza poco común, que apenas necesitaba dormir, y si las labores de la casa se quedaban retrasadas era capaz de pasarse buena parte de la noche planchando. Si por algo la tenía que reprender Rafaela era por su exigencia para con las criadas que dependían de ella, haciéndola ver que no todas tenían sus fuerzas ni podían hacer lo que ella hacía.
Era tal el amor y la veneración que sentía Pepa por Rafaela que, por parecerse lo más posible a ella, empezó a frecuentar la iglesia, a ir a misa, y comenzó a enriquecerse en su vida interior, sobre todo desde que Rafaela inició su dirección con don Leonardo Zabala, ya que le recomendó a su sirvienta que se confesara con él, y no era extraño que ambas coincidieran en el confesionario de ese sacerdote, que, en su día, llegó a decir que si la señora era una santa, la sirvienta no le iba a la zaga, aun siendo en todo más rústica y de menos luces, y con menos iluminación del Espíritu Santo, pero las pocas iluminaciones que recibía las aprovechaba muy bien, y cada una en su condición daban mucha gloria a Dios.
A Pepa le parecía que no podía haber nada en este mundo tan importante como atender la vorágine en la que se había convertido la casa de los Vilallonga, con tantos niños, mezclados los que ella llamaba los «nuestros» —Rosario, nacida en 1871, y Amelia, en 1873— con los «otros», los Urquijo —Adolfo, Luisa, Rafaela, Julio y José María—, pero todos tratados por igual, ya que bien se cuidaba su señora de que no hiciera distinción entre ellos. Con ese trajín era feliz.
Rafaela acostumbraba a ir a la primera misa del día, que solía ser a las seis y media de la mañana, y Pepa procuraba ir a la siguiente, hacia las ocho, cuando ya había dejado levantados y arreglados a los niños, por lo menos a los mayores. Pero uno de los días, Rafaela tenía unas obligaciones que le impedían hacerse cargo de los niños a la vuelta de su misa y le dijo a su sirvienta:
—Lo primero son los niños, y si para eso hay que quedarse sin misa, pues se queda.
Rafaela estaba muy satisfecha de que su sirvienta se mostrara tan piadosa, e incluso —siguiendo el consejo de don Leonardo Zabala— le daba clases de catecismo, pero con lo de la misa se mostraba más cicatera, y cuando Pepa iba a la suya le encarecía que no se distrajera y que volviera pronto, siempre con el pío de cuidar a los niños.
El día que le dijo a Pepa que se quedara sin misa, la sirvienta le replicó respetuosamente:
—¿Cree la señora que los niños van a estar mejor atendidos por nosotras que por sus ángeles de la guarda?
Esta consideración influyó bastante en su vida, pues tomó conciencia de que aquella preocupación excesiva significaba una falta de confianza en la providencia divina y un olvido, o duda, sobre la existencia de los ángeles custodios, de los que acabaría siendo tan devota que la institución que terminó fundando se denominaría de los Santos Ángeles Custodios.
Durante mucho tiempo se acusó en la confesión de esta falta, porque durante mucho tiempo acababa encareciendo a Pepa que vigilara a los niños, y que a Dios rogando y con el mazo dando, hasta que don Leonardo la reprendió severamente y le hizo ver que quizá el Señor esperaba de ella algo más que estar siempre ojo avizor sobre unos niños de los que podían cuidar otras personas no menos capacitadas para ello.
RAFAELA VISITA «EL CASTILLO»
En marzo de 1878 se produjo un acontecimiento que Rafaela consideró definitivo en su transformación espiritual. Por recomendación de don Leonardo leyó la
Introducción a la vida devota
, del obispo de Ginebra, san Francisco de Sales, y por vez primera tomó conciencia de que la perfección no era algo reservado para los que profesaban en religión, o abrazaban el sacerdocio, sino que estaba al alcance de todos lo que vivían en el mundo, fueran casados, viudos, o solteros.
Reflexionó sobre que había sido creada para lo divino, pero también para lo sensible, y que el inmenso amor que sentía por tanta gente, comenzando por su marido, y siguiendo por sus hijos, por sus criados, y hasta por los desconocidos con los que se topaba por la calle, y con los que apenas cruzaba una mirada, eran una manifestación del amor de Dios. Y que amar a Dios a través de sus criaturas era una forma de amarle a él. Y que cuanto menos importantes fueran esas criaturas, cuanto más despreciables fueran a los ojos de los hombres, más amigo se era de Dios.
En 1877 se había producido otro acontecimiento muy doloroso en su vida, la muerte de su hermana Matilde, pero que no produjo en ella un efecto tan devastador como el fallecimiento de su hermana Rosario. Tenía ya un claro sentido de la trascendencia, como dejara escrito en una de sus notas: «¡Ay, Señor! Si no hemos nacido sino para el cielo, ¿por qué tememos el haber de ir a nuestra patria?». Y además, siguiendo una de las recomendaciones de san Francisco de Sales, de que la tristeza era enemiga de la santidad, tomó la decisión de no dejarse dominar nunca por ella y procuraba no perder la sonrisa por adversas que fueran las circunstancias.
Su marido se plegaba de buen grado a esta evolución espiritual que se estaba produciendo en su esposa, la cual le decía:
—No se trata de encontrar a Dios el uno en el otro, sino de buscarlo juntos.
Y don José en todo le daba la razón, porque Rafaela se había convertido en una criatura muy atractiva, cautivadora, que nunca discutía una decisión de su marido, y si veía que algo no le gustaba, no lo hacía.
Prueba de que Rafaela seguía siendo esposa y madre por encima de todo, fue que en el año 1880, cuando tenía ya treinta y siete años, dio a luz a su último hijo, José, Pepín, que fue recibido con gran alborozo.
Rafaela tenía un alto concepto de la sexualidad, como manifestación sublime del amor humano y fuente de la vida, y de ahí la repugnancia que sentía hacia el libertinaje del que las principales víctimas eran las mujeres desamparadas, y hacia ellas se centró su principal actividad cuando se volcó sobre el prójimo. Se asomó a ese drama, de una manera casual, o más bien así tenía prevista esa casualidad la providencia divina, según le explicaba don Leonardo, que veía con agrado que se desentendiera un poco de sus hijos para ocuparse de los que más la necesitaban.
De los pobres llevaba tiempo ocupándose, siempre muy atenta a las necesidades que se cruzaban en su camino, sobre todo de vagabundos, algunos fijos a los que atendía todas las semanas y que como conocían dónde vivía su bienhechora, el día señalado la esperaban a la puerta de La Cava, y Rafaela, en ocasiones, les hacía pasar al interior para escuchar sus cuitas. Y en este punto le llamó la atención su marido.
—Me parece muy bien lo que estás haciendo, porque todo lo que hagamos por esos desgraciados me parece poco, pero no me parece bien que los recibas en casa. Considera que los ven los niños, que están muy tiernos para asomarse a ese mundo de miserias, y les puede hacer daño.
Rafaela encontró razonable la objeción y le puso remedio habilitando una de las cocheras de La Cava, con entrada independiente desde la calle, a la que se denominó «la salita de la cochera», en la que colocó una mesa y sillas, una estufa para que estuviera caliente en los días del invierno, y en la que tenía dulces para los niños cuando venían acompañando a sus madres. Llegó a ser tanta la afluencia de menesterosos que tuvo que poner un día fijo para atenderlos, los miércoles, desde las cuatro de la tarde hasta bien entrada la noche, hora en la que aparecía Pepa para recordarle que la estaban esperando para cenar. La actividad en la «salita de la cochera» la mantuvo durante muchos años, incluso cuando ya estaba metida en empresas de mayor envergadura, pero sostenía que aquella «salita» era como un confesionario, salvadas las distancias, en el que las gentes no solo recibían ayudas materiales, sino también espirituales, pues allí le contaban sus penas, y ella procuraba darles consuelo y buenos consejos, porque, en su evolución espiritual, en las personas veía sobre todo almas, almas a las que había que salvar del infierno.
—¿Es que, acaso, has tenido una visión del infierno, como dicen que la tuvo santa Teresa de Ávila? —le preguntó un día su marido, medio en broma.
—No, pero me lo imagino —le respondió Rafaela—, y esas pobres gentes están viviendo un infierno en esta tierra, y no quiero que vivan otro peor cuando se mueran.
Por aquellos años, Rafaela había comenzado a hacer los ejercicios espirituales conforme a la norma de san Ignacio de Loyola, en los que tomaba notas, y en ellas se aprecia cómo en los comienzos le impresionaba profundamente la meditación sobre las penas del infierno:
¡Toda una eternidad privada de tu dulce compañía! Comprendo, Señor, que haya almas grandes que puedan sufrir cuantos tormentos se puedan imaginar, por tu amor; pero ¿lejos de ti, Señor, y por toda una eternidad? ¡Este es el tormento más terrible que se puede concebir!
Rafaela tenía un grupo de amigas de la buena sociedad bilbaína, mujeres caritativas, ya que era obligado que las damas católicas dedicaran alguna atención a los pobres, pues así lo predicaban los padres de la Compañía de Jesús en las misiones que daban cada dos o tres años y que siempre terminaban con la misma coletilla: «Si alguno dijere amo a Dios, pero no al hermano, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve».
Y lo que estas damas tenían más visible y al alcance de su caridad eran las enfermas del Hospital Civil, en uno de cuyos pabellones, al que llamaban «el Castillo», se encontraban las pacientes que padecían enfermedades venéreas. Hacían cabeza de todas ellas María Lecea, viuda de Saracho, y Lucila de Acha, que era la más amiga de Rafaela y la que la animó a incorporarse al grupo.
El hospital se encontraba en el barrio de Achuri en un lugar de cierta distinción, ya que a su izquierda, subiendo la cuesta de Zabalbide, se levantaba el palacio de la familia Lecea, y pegado a él se situaba la alberca que suministraba de agua potable a la villa de Bilbao. El arquitecto que lo diseñó, Orbegozo, quizá con deseos de revestir de dignidad un edificio destinado al dolor, proyectó una fachada con un pórtico de entrada sustentada por columnas griegas como si se tratara de un templo, pero el interior no se correspondía con esa magnificencia, ni cuando menos el pabellón de las enfermas venéreas, que era rectangular, adosado al edificio principal y con muy pocos ventanales y deficiente ventilación.
La misión de estas señoras era informarse de las necesidades de las enfermas y prestarles ayuda en forma de alimentos y ropa, y en ocasiones de alguna medicina muy singular, o cara, de la que no se disponía en el hospital, y si se informaban de que tenían niños pequeños que dependían de ellas les hacían llegar su caridad.
Sobre las enfermedades venéreas, sobre todo la más común, la sífilis, no se sabía demasiado en orden a su contagio: si solo se contraía en el acto sexual o se podía contagiar por contacto y, por si acaso, las señoras no se quitaban los guantes, aunque fuera verano, y procuraban mantener una prudencial distancia con las enfermas.
El día señalado para estas visitas era el viernes. Las señoras procuraban llegar juntas, siendo recibidas con deferencia por una hermana de la caridad, que estaba al frente del pabellón y que era la que las informaba de las novedades acaecidas durante la semana sobre altas y bajas, en ocasiones, por fallecimiento, que procuraban que hubiera sido en gracia de Dios, pero no siempre lo conseguían.
A continuación pasaban al pabellón y su entrada revestía cierta solemnidad, ya que la hermana advertía:
—¡Ya están aquí las señoras!
Las enfermas que se encontraban en condiciones de hacerlo se ponían en pie, muy respetuosas, y las que no, se quedaban en el lecho, y a estas era a las que más caso hacía la hermana, arreglándoles el embozo de la cama, a veces haciéndoles una caricia, y musitando un ¡pobrecita!, o ya verás cómo te pones bien.
El promedio de enfermas era de unas cuarenta, y cada señora tenía asignadas varias, a las que se dirigían, hablaban con ellas, se interesaban por el estado de su mal, les transmitían palabras de consuelo y les hacían entrega de lo que les llevaban, de ropa, alimentos o medicinas. La visita duraba poco más de una hora.
En las primeras visitas, Rafaela se acomodó al protocolo establecido, pero uno de los días, a la salida, dijo a sus compañeras:
—Vamos demasiado bien vestidas.
«¿Qué quieres decir? —se extrañaron—, vamos vestidas normal». A lo que Rafaela les replicó que ellas consideraban normal ir engalanadas como damas de la alta sociedad que eran, pero que ese empingorotamiento las distanciaba de las enfermas, que apenas disponían de cuatro trapos para vestirse.
—Creo que hasta las ofendemos.
Esto no lo entendían sus compañeras. ¿Cómo se iban a sentir ofendidas si precisamente venían a ayudarlas?
Rafaela no discutió, pero al viernes siguiente fue vestida con una mantilla muy sencilla, un poco vieja, e hizo algo insólito: pidió permiso a una de las enfermas para sentarse en el borde de su cama a fin de poder hablar más tranquilamente. Y cuando llegó la hora de abandonar el pabellón, le rogó a la hermana quedarse un rato más; esta al principio se resistía a esa concesión, pero Rafaela desarrolló todos sus encantos, y la monja acabó cediendo. El principal encanto de Rafaela consistía en que no era consciente del efecto que causaba en las personas su manera de sonreír, no solo con los labios, sino también con los ojos, con las mejillas, acompañado con un mohín muy gracioso de la nariz, que le hacía decir a José Vilallonga que tenía la impresión de haberse casado con una bruja. Hasta cuando se enfadaba, lo que rara vez ocurría, lo hacía sin perder la sonrisa.