Desde ese día el grupo se dividió en dos: las que conservaron la norma de las visitas cortas y las que siguieron la pauta marcada por Rafaela de dedicar toda la mañana a las enfermas para interesarse no solo por sus necesidades materiales, sino también por las espirituales. El ascendiente de Rafaela sobre estas últimas cada día era creciente, y le consultaban todos los problemas que se les presentaban.
Cuando Rafaela comenzó estas visitas la sensación generalizada era que se trataba de mujeres viciosas que habían contraído la enfermedad por practicar el sexo desordenadamente, cuando la realidad solía ser muy diferente.
En una de las visitas la hermana le señaló a Rafaela a una enferma muy joven, y le susurró:
—Esa pobre creo que se va a morir, y se muestra muy rebelde a que la atienda un sacerdote. Yo creo que no se da cuenta del peligro en que se encuentra, o piensa que si le dan la extremaunción se va a morir antes. Es muy ignorante.
Rafaela se fue a ella, conforme a su costumbre le pidió permiso para sentarse en el borde de la cama, y se dio cuenta de que no era tan ignorante, sino que había sufrido tanto, había sido tan maltratada por la sociedad, que se mostraba en extremo recelosa. El rostro no acababa de ser desagradable pese a estar surcado por una buba sifilítica que le subía por el cuello hasta llegar a una mejilla, que ella, con un resto de coquetería, procuraba disimular teniéndola pegada a la almohada. La cabeza se la cubría con un pañuelo, ya que se le había caído buena parte del cabello. Era una ruina humana, pero Rafaela consiguió que sonriera, y le pudo alabar los dientes, a los que no habían llegado los efectos de la enfermedad y lucían blancos y bien alineados.
A Rafaela le llevó varios días el que le contara su historia, lo cual le preocupaba, pues cada vez la encontraba más exangüe, pero muy lúcida de cabeza, y convencida de que acabaría curándose. Se llamaba Visitación García y procedía de un pueblo de Extremadura, cuyos padres, de los que apenas consiguió que les hablara, habían emigrado a Vizcaya en busca de un mejor jornal como labradores. Rafaela mostraba una gran paciencia con ella y no la atosigaba para que le contara cosas. Uno de esos días la joven le preguntó:
—¿Por qué me trata usted con tanto cariño?
—¿Por qué no te voy a tratar con cariño si eres un encanto?
La respuesta de la joven la dejó perpleja.
—Por ser un encanto me vino la perdición. Antes sí que era un encanto.
Llegó a Bilbao con intención de servir, mal aconsejada por sus padres, y vino a dar a la estación del Norte, también llamada de Abando, y durante el viaje hizo amistad con otra joven, un poco mayor que ella —todavía no había cumplido los dieciocho años—, y ambas fueron abordadas en la misma estación por una señora bien vestida que habría de ser su perdición. Fue esta señora la que la convenció de que era un encanto de criatura, y la otra no tanto, pero que también serviría para algo más que para hacer de criada, que era a lo último que podían dedicarse dos jóvenes en la flor de la vida, ya que esa flor, refiriéndose a su virginidad, era muy apreciada en ambientes bien conocidos por ella. No se lo dijo con estas palabras o, por lo menos, Visitación no se enteró de primeras del provecho que podía sacar de ese encanto, pero su nueva amiga sí debió de enterarse mejor porque desde el primer momento se mostró dispuesta a prestarse a los manejos de la señora, que se las llevó a un bloque de viviendas económicas que había junto a la estación, en el que funcionaba un prostíbulo, pero los primeros servicios no los prestaron en él, sino que lo hicieron en un local muy elegante, el Eden Concert, que estaba situado en las Siete Calles y que figuraba como casa de juego, pero que en el piso de arriba disponía de habitaciones con otra finalidad.
Al principio, dentro de lo desagradable de los servicios que tenía que prestar, se sentía halagada por los elogios sobre su belleza que hacían caballeros que, en ocasiones, se mostraban corteses, otras no tanto, pero la señora procuraba tenerla contenta regalándole hermosos trajes y dándole algo de dinero, no mucho, hasta que contrajo una enfermedad menor, creía que distinta de la que padecía ahora, y su belleza se empezó a marchitar. Fue cuando se la llevaron al prostíbulo de la Estación, frecuentado por obreros a los que había que atender continuamente, y así estuvo cinco años, hasta que le vino la enfermedad que la condujo al pabellón de aquel hospital. Su amiga salió mucho peor librada que ella, ya que apenas disfrutó de los halagos del Eden Concert y tuvo que acabar ejerciendo la prostitución en la calle.
—En eso yo he tenido más suerte —le decía a Rafaela—, y la señora me ha dicho que cuando me cure que puedo volver, pero yo no pienso volver.
Visitación era consciente de que aquella señora había sido su perdición, pero no del todo, ya que gracias a ella había conseguido tener unos ahorros, de los que no se separaba, y los guardaba en una cartera que escondía debajo de la almohada: unas pocas monedas de plata y unos billetes de papel muy arrugados.
¿Creía doña Rafaela que con ese dinero le llegaría para montar un negocio? Ella había pensado que fuera de ropa, que podía vender en un mercadillo que se celebraba los sábados en el barrio de Achuri, cerca de la iglesia de San Antón, porque ella había sido muy presumida y entendía de ropa, sobre todo de la ropa que les pudiera interesar a las aldeanas presumidas como ella, y sabía dónde conseguirla a muy buen precio, porque en su anterior oficio…
Y comenzó a darle nuevos detalles de su anterior oficio, algunos tan escabrosos que Rafaela le dijo que, por favor, no siguiera, que ya sabía bastante.
Estaba profundamente conmovida ante aquella joven, que se encontraba a las puertas de la muerte, pero a la que aún le brillaban los ojos en aquel rostro exangüe cuando pensaba en montar un negocio de ropa.
Rafaela sabía escuchar y se había acostumbrado a hacerlo en silencio, encomendándose al ángel de la guarda de su interlocutora y al suyo propio, quien le sugirió:
—Yo creo que puede ser una buena idea, pero… creo que también debías pensar en otras cosas. ¿Tú acostumbras a rezar?
—Sí, todas las noches tres avemarías antes de dormirme. Y eso aunque me acostara con un hombre, también las rezaba. En cambio a misa hace muchos años que no voy.
A Rafaela, dentro del caos en el que se movía la joven, le pareció una buena noticia lo de las tres avemarías.
—Visitación, estás muy malita, ahora debes rezar con especial devoción esas tres avemarías.
—Sí, también para que me ayuden a ponerme buena.
—Para lo que Dios quiera. ¿No te gustaría hablar con el capellán?
Visitación, antes de contestar, se quedó pensativa y concedió:
—Si usted me lo pide, doña Rafaela…
—Te lo pido de todo corazón.
—Pero dígale que no me riña demasiado por lo de no ir a misa.
—Descuida.
A Rafaela le produjo algún consuelo el que Visitación hubiera hablado con el capellán dos días antes de morir, pero no del todo, porque pensaba que con más tiempo la hubiera podido preparar mejor para el trance definitivo.
También le dio mucha pena que los padres de la joven, de los que apenas se tenía noticia, y que no la habían visitado durante su enfermedad, aparecieran en el hospital para hacerse cargo de sus míseros ahorros.
RAFAELA SE HUMILLA ANTE PEPA
Todos estos incidentes los comentaba con su marido, que la escuchaba con gusto y le daba consejos, y, en ocasiones, la advertía de que tuviera cuidado, que podía estar dando palos de ciego con su intención de abarcar demasiado y no llegar a todo: atender a los pobres que recibía en la salita de la cochera, acudir al pabellón del Hospital Civil y también a la Galera, que es como era conocida la cárcel de mujeres y que recientemente había comenzado a visitar. Y hasta era frecuente que si en sus paseos por la ciudad veía una joven con aire de estar perdida, se detuviera a hablar con ella, como hiciera con Catalina.
José de Vilallonga se había convertido en uno de los industriales más importantes de la zona norte de España, ya que desde 1882 era el presidente de Altos Hornos de Bilbao y disfrutaba de un gran prestigio en la sociedad bilbaína, no solo por su éxito en los negocios, sino por el modo de dirigir la empresa, de lo que Rafaela se sentía muy orgullosa, al tiempo que muy implicada en la cuestión obrera, insistiéndole a su marido que parte de las riquezas que generaba el espléndido negocio se debían invertir en la realización de obras sociales. Vilallonga le daba cuenta a Rafaela de las mejoras que hacían a favor de los trabajadores, atendiendo especialmente a los que sufrían desgracias, o construyendo grupos de viviendas económicas para ellos, escuelas para sus hijos, animándoles a ahorrar y dándoles facilidades para que lo hicieran. En una carta de Vilallonga a Rafaela de aquella época, le escribe una coletilla: «Te cuento todo esto porque sé que te complacerá que yo tomase esa iniciativa».
El mayor logro de Vilallonga en este aspecto fue una huelga que tuvo lugar por aquellos años en la que Pablo Iglesias, el fundador del Partido Socialista, mandó a su hombre de confianza, Facundo Perezagua, para organizarla y, después de grandes esfuerzos, logró constituir la Agrupación Socialista de Bilbao, en la que tan solo se integraron veinte militantes, ninguno de los cuales pertenecía a los Altos Hornos «por culpa de la buena imagen —le comunicó a Pablo Iglesias— que los obreros tienen de sus patronos».
Rafaela se sentía muy orgullosa de su marido y de cuanto hacía, pero no tanto de sí misma, pues no veía tan claro lo que Dios esperaba de ella. José le decía que debía establecer sus preferencias, a lo que Rafaela le respondía que su principal preferencia era su familia, con él a la cabeza, pero que entendía que Dios le pedía algo más. Discurría que no bastaba con tener fe; Dios la incluía en sus planes y le daba una responsabilidad en sacarlos adelante, y en el día del juicio la consideraría corresponsable de haber colaborado, o no, en las iniciativas de Dios.
Fue José quien le hizo ver que, a su parecer, y conociéndola como la conocía, lo que más le preocupaba era el desamparo en el que veía a la mujer, sobre todo a las niñas y a las adolescentes, presas con frecuencia de personas sin escrúpulos, y que en ese campo debían centrarse sus inquietudes.
En enero de 1885 hizo unos ejercicios espirituales conforme a la regla de san Ignacio en los que tomó determinaciones insólitas para una persona que vivía en su mundo: decidió vivir en pobreza, obediencia y castidad, algo más propio de los religiosos que de los seglares. Esta decisión no la comentó con su marido, sino que la sometió al juicio de su director espiritual, don Leonardo Zabala, quien no se asombró demasiado pues conocía las disposiciones de aquella alma y lo muy embargada que estaba del amor de Dios.
Por el voto de obediencia, Rafaela se comprometía a poner en práctica todo aquello que para su perfección espiritual juzgara prudente mandarle su director, renunciando a la voluntad propia, y a darle cuenta de todo cuanto hiciera. Don Leonardo lo aceptó con una salvedad importante: como esposa, debía ante todo obediencia a su marido, a lo que Rafaela no puso ninguna objeción y hasta se permitió alguna broma diciendo que, dado su natural bondadoso, era más bien el marido el que la obedecía a ella.
En cuanto al voto de castidad, era aceptable pero de acuerdo con su estado de mujer casada, y bien casada, y encima enamorada.
En lo que atañía al voto de pobreza, que parecía el más difícil de vivir habida cuenta de que se encontraba al frente de una casa de las más opulentas de la ciudad de Bilbao, le hizo ver don Leonardo que se debía circunscribir a su persona sin imponérselo a los que con ella convivían.
Y por último, le recomendó que esos votos los hiciera por un plazo corto de tiempo para que comprobara si era capaz de vivirlos.
—Si así lo determina su reverencia, así se hará, porque eso es lo primero en lo que debo obedecerle —fue la respuesta de Rafaela.
En esos ejercicios tomó la determinación de escoger siempre lo más perfecto, que, por regla general, era lo más costoso por tratar de parecerse lo más posible a Jesucristo, que eligió nada menos que la muerte, y muerte infamante en la cruz. Se propuso vivir todas las virtudes cristianas haciendo especial hincapié en la humildad, que era en la que más fallaba, acostumbrada como estaba a ocupar un lugar de relieve en la sociedad y a recibir agasajos de las más diversas gentes, bien por su posición social, o por sus encantos personales, incluido el modo de vestir de gran señora. Y, no se diga ya, el respeto con el que era tratada por todo el servicio de La Cava, que, antes de que expresara un deseo, como si lo adivinaran, era satisfecho. A veces le rogaba a don Leonardo que la pusiera en situaciones de ser humillada, lo que hacía reír a su director, que se limitaba a reprenderla haciéndole ver que no buscara lo que quizá Dios no tenía dispuesto para ella.
Dejó por escrito en una de sus notas el plan de vida que se había marcado para intentar alcanzar esa perfección:
Hacer una hora de meditación todas las mañanas. Oír la santa misa todos los días. Recibir la santa comunión diariamente, contando con el permiso de mi director. Confesarme los martes y los viernes. Tener un rato de lectura espiritual. Hacer mi examen particular al mediodía y el general por la noche. Levantar el corazón a Dios por medio de jaculatorias con la mayor frecuencia posible. Rezar el rosario todas las noches. Y centrar el examen particular en la verdadera humildad cristiana, de la que tan falta estoy.
Cuidó mucho de que estos compromisos no trascendieran para nada, ni afectaran a su condición de esposa y cuanto menos de madre de familia, más entregada que nunca como consecuencia de una adversidad que influyó mucho en su vida en aquellos años. El 23 de junio de 1880 dio a luz a su séptimo hijo, José, Pepín, que fue recibido como una bendición del cielo, entre otras razones porque no era frecuente en aquellos tiempos ser madre ya próxima a cumplir los cuarenta años. Pero cuando Pepín cumplió los dos años se le presentó un cuadro inquietante de pérdida del sentido, fiebres altas y dificultades respiratorias que los médicos tardaron en diagnosticar por tratarse de una enfermedad a la sazón no demasiado extendida y, por tanto, poco conocida: parálisis infantil. Tanto Rafaela como su marido se entregaron con alma y vida a la curación del niño, para lo cual recurrieron a los mejores médicos de España y del extranjero, viajaron a clínicas de París, visitaron toda clase de balnearios, y Pepín logró salvar la vida, pero quedó lisiado de una pierna para siempre.