El jardín secreto (11 page)

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Authors: Frances Hodgson Burnett

—Por supuesto que quiero —dijo casi en un sollozo—. Pero si haces abrir la puerta y que te lleven, ya no será un secreto.

Él se inclinó aun más hacia adelante y preguntó:

—¡Un secreto! ¿Qué quieres decir?

Las palabras de Mary salieron atropelladas.

—¡Entiende! —exclamó—. Si nadie sabe fuera de nosotros que es posible que exista una puerta escondida, tal vez podríamos encontrarla y, al cerrarla detrás de nosotros, nadie sabría que estábamos dentro del jardín. Pretenderíamos que somos tordos y que el jardín es nuestro nido. Podríamos ir cada día, cavar, plantar y ver cómo renace el jardín.

—¿Está seco? —la interrumpió— él.

—Lo estará si nadie se preocupa por él —continuó ella—. Los bulbos florecerán, pero no así las rosas...

Nuevamente él la interrumpió entusiasmado:

—¿Qué son bulbos?

—Pequeñas plantas que tratan de brotar cuando llega la primavera.

—¿Llegó ya la primavera? —preguntó el niño—. ¿Cómo es? No se la ve en los dormitorios.

—Es el sol que brilla en la lluvia y la lluvia cae cuando hay sol. Entonces, en ese momento, las cosas tratan de brotar de la tierra —dijo Mary—. Si el jardín fuera secreto, podríamos ir cada día y ver brotar lo que pudiera salvarse. ¿No te das cuenta de que sería mucho mejor si fuera un secreto?

El se tendió nuevamente en la cama con una rara expresión en su cara.

—Jamás he tenido un secreto —dijo—, excepto que los que me rodean no saben que sé que no llegaré a grande. Pero prefiero esta otra clase de secreto.

—Si tú no pides que te abran el jardín —rogó Mary—, estoy segura de que algún día lograré entrar en él. Y como el doctor quiere que tomes aire y tú haces lo que quieres, podemos encontrar un niño que te empuje y así iríamos solos, y continuaría siendo un jardín secreto...

Mary respiró más tranquila al darse cuenta de que la idea le gustaba a Colin. Ella estaba segura de que si le seguía hablando del jardín y hacía que él con su imaginación lo viera como ella lo había visto, le gustaría tanto que no permitiría que otros se lo estropearan.

—En caso de que podamos entrar, te diré como creo que puede ser—dijo ella.

El se mantuvo muy quieto, escuchándola explicarle cómo quizás las rosas habrían crecido o de los posibles nidos de pájaros.

Le habló largamente del petirrojo y de Ben Como el niño sonreía al escuchar las historias del pajarito ella se sintió menos asustada. "La sonrisa lo hace verse casi buen mozo", pensó Mary. Al principio lo había encontrado incluso menos agraciado que ella misma.

—Como he vivido encerrado, no sabía que los pájaros actuaban así. Tú sabes muchas cosas. Estoy pensando que quizás tú has estado dentro del jardín.

Ella no supo qué contestar, pero calló al ver que él no esperaba una respuesta. Poco después, el niño le dio una sorpresa.

—Te voy a mostrar algo —le dijo—. ¿Ves aquella cortina de seda color rosa que cuelga sobre la repisa de la chimenea?

Mary no la había visto y pensó que sería un cuadro.

—Hay un cordón que cuelga de él, por favor, tíralo.

Muy perpleja, Mary tiró del cordón. La cortina corrió descubriendo un retrato de una niña riendo. Tenía el pelo brillante y amarrado con una cinta azul. Sus alegres ojos eran iguales a los tristes ojos de Colin.

—Ella es mi mamá —dijo Colin quejándose—. No sé por qué murió. A veces la odio por haberlo hecho. Si ella no hubiera muerto, yo no estaría siempre enfermo. Incluso, puede que a mi padre no le importara mirarme o, quizás, mi espalda fuera más fuerte. Mejor corre la cortina nuevamente.

Mary hizo lo que le pedía y volvió a su asiento.

—Aunque ella es más linda que tú, tiene tu misma forma y color de ojos. ¿Por qué la cubre la cortina?

El se movió inconfortable.

—Yo la hice poner —dijo—. Cuando estoy enfermo y me siento mal, me molesta que sonría todo el tiempo. Además, ella es mía y no quiero que cualquier persona la vea.

Por unos minutos guardaron silencio; luego Mary preguntó:

—¿Qué hará la señora Medlock si sabe que he estado aquí?

—Ella hará lo que yo diga —contestó él—. Además, le diré que quiero que vengas todos los días a conversar conmigo. Estoy muy contento de que hayas venido.

—Yo también lo estoy —dijo Mary—. Vendré lo más seguido que pueda, pero... —vaciló— tendré que buscar la puerta del jardín.

—¡Sí, por supuesto! —dijo Colin—, y después me cuentas.

Guardó silencio durante un momento y, luego, agregó:

—Creo que tú también serás un secreto. No lo diré mientras no lo descubran. Puedo enviar fuera a la enfermera, diciendo que quiero estar solo. ¿Conoces a Martha?

—La conozco muy bien —dijo Mary—; ella me ayuda.

Él indicó con la cabeza la habitación vecina.

—Ella está durmiendo allí porque la enfermera tenía que salir. Martha te indicará cuándo puedes venir.

En ese momento Mary entendió la preocupación de Martha cuando ella le preguntó quién lloraba.

—He estado mucho tiempo aquí —dijo Mary—. ¿Me voy ahora? Parece que tienes sueño.

—Antes de que te vayas, me gustaría quedarme dormido —dijo con vergüenza.

—Cierra los ojos —replicó Mary acercándose—. Haré lo que hacía mi aya en la India. Te acariciaré la mano y te cantaré algo suave.

—Creo que eso me gustará —dijo el niño, adormilado.

Ella tenía compasión por él y no quería que se quedara despierto; por eso empezó a acariciarle la mano y entonó una canción hindú.

—Me gusta —dijo él, cada vez más soñoliento.

Por fin sus negras pestañas cayeron sobre sus mejillas al cerrar los ojos y quedarse profundamente dormido. Mary se levantó silenciosa, tomó la palmatoria y se deslizó suavemente fuera de la pieza.

XIV

El joven raja

El páramo había desaparecido tras la neblina mañanera y la lluvia no había cesado de caer en toda la noche. No podría salir fuera. En la tarde Mary le pidió a Martha que se sentara con ella. Esta trajo su tejido, el que no abandonaba cuando no tenía otra cosa que hacer.

—¿Qué le pasa? —le preguntó en cuanto se sentó—. Parece que quiere decirme algo.

—Descubrí quién lloraba —dijo Mary. —¡No puede ser! —exclamó.

—Lo oí durante la noche —continuó Mary—, me levanté y encontré a Colin.

La cara de Martha se puso roja del susto. —¡Pero señorita Mary! —dijo casi llorando—, no debiera haberlo hecho. Yo jamás le conté nada sobre él y ahora perderé mi trabajo. ¡Qué hará mi mamá!

—No perderá su trabajo —dijo Mary—. Colin estaba contento de verme y conversamos mucho.

—¿De verdad que estaba contento? ¿Está segura? Usted no sabe cómo se pone cuando algo lo molesta. Si se enoja, grita para asustarnos; sabe muy bien que no osamos contradecirlo.

—El no estaba enojado y no quería que me viniera. Incluso me mostró el retrato de su mamá. Martha quedó boquiabierta.

—Casi no lo puedo creer —exclamó—. Si él se hubiera encontrado como acostumbra, habría despertado a toda la casa con su rabieta. No deja que los extraños lo vean. Pero, ¡qué voy a hacer! Si la señora Medlock se entera, pensará que desobedecí sus órdenes.

—Por el momento será un secreto —dijo firmemente Mary—. El quiere que vaya a conversar con él enviándome recado con usted.

—Entonces quiere decir que lo embrujó —decidió Martha, dando un largo suspiro.

—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Mary.

—Nadie lo sabe exactamente —dijo Martha—. Cuando nació y murió la señora, el señor Craven casi se volvió loco. Incluso los doctores pensaron que tendrían que llevarlo a un manicomio. El no quería ver al niño y desvariaba diciendo que si era un jorobado como él, preferiría que muriera.

—¿Colin es jorobado? A mí no me lo pareció —dijo Mary.

—Todavía no lo es. Pero todo empezó mal. Mi mamá dice que desde chico pensaron que tendrían que mantenerlo tendido en cama. No lo dejaban caminar por temor a que su espalda no resistiera. Luego, un famoso doctor de Londres que vino a verlo le hizo quitar unos fierros que le habían colocado y le dijo al médico de la familia que le habían dado demasiadas medicinas y que lo habían dejado hacer lo que él quería.

—Creo que es un niño muy regalón —dijo Mary.

—Ahora está peor que nunca. Claro que en varias ocasiones ha estado gravemente enfermo. Un día creyendo que no la oía, la señora Medlock comentó delante de él que lo mejor que podía suceder era que muriera. De pronto vio a Colin mirándola fijamente y él le dijo: "Déjese de hablar y tráigame sopa".

—¿Cree que morirá? —preguntó Mary.

—Mamá dice que no existe ninguna razón para que no viva, si toma aire fresco y no pasa todo el día tendido de espaldas leyendo y tomando remedios. El es débil y no le gusta molestarse en salir. Además, se enfría con facilidad y cae enfermo.

Mary miraba pensativa el fuego.

—Me pregunto —dijo despacio— si le haría tan bien como a mí salir al jardín y ver cómo crecen las cosas.

—Una de las peores rabietas la tuvo un día que lo llevaron junto a las rosas del estanque. Acto seguido empezó a estornudar y uno de los jardineros que no lo conocía pasó por su lado y lo miró con curiosidad. Esto le dio un ataque de rabia, al creer que lo miraba porque iba a ser jorobado. Lloró de tal manera, que esa noche enfermó gravemente.

—Si se enoja conmigo, no iré a verlo nunca más —dijo Mary.

—Si él lo quiere, tendrá que ir —le contestó Martha—. Es mejor que lo sepa desde ahora.

Poco después sonó la campanilla. Era la enfermera que llamaba a Martha para que se quedara con el niño. A los pocos minutos volvió con cara perpleja.

—No hay duda de que lo embrujó —dijo—. Colin, sentado en el sofá rodeado de sus libros, ordenó a la enfermera que no volviera hasta las seis y me dijo: "Quiero que venga Mary Lennox a conversar conmigo y acuérdese de no decir nada a nadie".

Mary partió de inmediato. Aun cuando hubiera preferido ver a Dickon, también le interesaba conversar con Colin.

Al entrar en la habitación del niño, por primera vez a la luz del día, se dio cuenta de que era un dormitorio muy hermoso. Tanto las cortinas como los tapices tenían colores brillantes, y los libros y cuadros hacían que la pieza se viera confortable, a pesar del cielo gris y la lluvia que caía. Colin parecía un cuadro. Envuelto en una bata de terciopelo, se encontraba acomodado sobre cojines de brocado y sus mejillas estaban muy rojas.

—¡Entra! —dijo—, toda la noche he pensado en ti. —Yo también pensé en ti —le respondió la niña—. No te imaginas lo asustada que está Martha, cree que le echarán la culpa de haberme contado y perderá su empleo.

El frunció el entrecejo.

—Anda a la pieza del lado y dile que venga.

Martha entró temblando y Colin le habló severamente.

—¿Es que no sabes que tanto tú como los demás empleados deben hacer lo que yo les pido?

—Sí, señor —dijo Martha.

—Si yo te ordeno que traigas a la señorita Mary nadie osará reprenderte —dijo el joven señor.

—Yo sólo quiero cumplir con mi deber, señor.

—Tu deber es hacer lo que yo quiero que hagas. Ahora puedes marcharte —dijo Colin con voz grandiosa.

Cuando la puerta se cerró tras Martha, Colin vio que Mary lo miraba fijamente.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó—. ¿En qué estás pensando?

—Pienso en dos cosas —dijo Mary sentándose en un piso a su lado—. La primera es que una vez en la India vi a un joven raja que hablaba a la gente como tú lo acabas de hacer. Todos le tenían que obedecer, de lo contrario, probablemente los mandara matar.

—Más adelante quiero que me cuentes sobre los rajaes; ahora quiero saber qué otra cosa estabas pensando.

—Pensaba —dijo Mary—, cuan diferente eres de Dickon.

—¿Quién es Dickon? —dijo—. Qué nombre tan extraño.

—Es el hermano de Martha y tiene doce años —explicó—. No se parece a ninguna otra persona, puesto que es capaz de encantar a los animales y pájaros, tal como los nativos de la India hacen con las serpientes. Cuando Dickon toca su flauta, los animales se acercan a oírlo.

Tomando uno de los libros, él le mostró un maravilloso dibujo de un encantador de serpientes.

—¿Puede Dickon hacer eso? —le preguntó ansiosamente.

—Como él ha vivido toda su vida en el páramo, conoce la manera de atraer a los animales y pájaros.

Colin se sentó sobre los cojines y con las mejillas más rojas que nunca le pidió:

—Cuéntame más sobre él.

Ella le contó cómo Dickon sabía guardar los secretos de los animales y pájaros, y varios pormenores de lo mucho que conocía con respecto al páramo.

—¿Le gusta el páramo? —preguntó Colin—. Es un lugar tan enorme, vacío y monótono.

—¡Es precioso! —protestó Mary—. Crecen miles de pequeñas cosas y cientos de criaturas hacen sus nidos en él.

—Y tú, ¿cómo lo sabes? —dijo Colin, volviéndose a mirarla.

—En realidad no he estado ahí —recordó repentinamente Mary—. Sólo lo crucé una noche y en esa ocasión me pareció espantoso. Más tarde, cuando Martha y Dickon me hablaron de él, cambié de opinión. En cuanto Dickon te explica algo, sientes la impresión de que tú también lo has visto y oído.

—Cuando se está enfermo no se ve nada —dijo Colin nervioso—. Su mirada era la de una persona que escucha algo en la distancia sin saber de qué se trata.

—Claro que si te quedas dentro de la casa no puedes ver nada —dijo Mary.

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