El jardín secreto (12 page)

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Authors: Frances Hodgson Burnett

—No puedo ir al páramo —respondió ofendido.

Mary se quedó silenciosa y luego dijo valientemente:

—Bien podrías ir en alguna ocasión.

El se movió sorprendido y le preguntó:

—¿Cómo puedo ir al páramo si voy a morir?

—¿Y cómo lo sabes? —le dijo ella sin ninguna simpatía. No le gustaba la forma en que él hablaba de morir. Le parecía que se jactaba de ello.

—Desde que puedo recordar lo he estado escuchando —dijo—. Ellos quieren que muera.

Mary se enojó. Se mordió los labios y dijo:

—Si ellos lo quieren, yo no lo querría. ¿Quién quiere que mueras?

—Los empleados y, por supuesto, el doctor Craven porque heredaría Misselthwaite y dejaría de ser pobre. Claro que no se atreve a decirlo, pero cada vez que me enfermo se le ve muy contento. Incluso pienso que mi padre lo desea.

—No lo creo —replicó Mary obstinadamente.

—¿De verdad no lo crees? —dijo Colin reclinándose en los cojines.

Por largo rato se quedaron silenciosos, como si reflexionaran sobre cosas que, por lo general, los niños no piensan.

—Me gusta el doctor londinense porque te sacó los fierros —dijo Mary—. ¿Te dijo acaso que ibas a morir?

—No, solamente le escuché decir muy enojado que si me lo proponía, viviría. Que debían tratar de hacérmelo entender.

—Yo creo que Dickon podría intentarlo —dijo Mary reflexionando—. El siempre habla de cosas vivas, jamás de cosas muertas o enfermas.

Ella acercó su piso al sofá y le dijo:

—No hablemos de morir, no me gusta. ¿Por qué no hablamos sobre los vivos? Conversemos sobre Dickon y luego miremos tus libros.

El referirse a Dickon fue lo mejor que ella pudo hacer. Ello representaba hablar del páramo y de sus habitantes. De la mamá de Dickon, de la cuerda de saltar, del sol y los verdes brotes que salían de la negra tierra. Todo ello estaba vivo. Mary habló largamente mientras Colin escuchaba con gran atención. Juntos rieron de pequeñeces e hicieron tanto ruido como cualquier otro niño. Ese día, la niña sin cariño y el niño enfermo que creía que iba a morir gozaron de estar juntos.

—¿Sabes que hay algo que no hemos mencionado? —preguntó Colin—. Somos primos...

Esto les pareció tan extraordinario que rieron aun más. En medio de la risa se abrió la puerta y entraron el doctor Craven y la señora Medlock.

Al ver a los niños, el doctor se alarmó y retrocedió sorprendido. La señora Medlock casi se cayó de espaldas al ser empujada por él.

—¡Gran Dios! —exclamó la pobre ama de llaves con los ojos desorbitados.

—¿Qué significa esto? —preguntó el doctor Craven.

Colin contestó como si la alarma del doctor y el terror de la señora Medlock no tuvieran importancia.

—Esta es mi prima Mary Lennox —dijo—. Yo le pedí que viniera a conversar conmigo. Ella deberá hacerlo cada vez que yo se lo pida.

El doctor Craven se volvió con mirada de reprobación hacia la señora Medlock.

—No sé cómo ha sucedido, señor —contestó el ama—. Los empleados tienen orden de no hablar y jamás lo harían.

—Nadie ha dicho nada —dijo Colin—. Ella me escuchó llorar y vino a verme. Estoy muy contento de que lo haya hecho. No sea tonta, señora.

Mary se dio cuenta de que el doctor estaba disgustado. Sin atreverse a contradecir al niño, se sentó a su lado y le tomó el pulso.

—Me temo que estás muy excitado y sabes perfectamente que no te hace bien —dijo.

—Me excitaré si mi prima no viene —contestó Colin con los ojos peligrosamente brillantes—. Estoy mucho mejor, por lo que tomaré el té con ella.

Tanto el doctor como el ama se miraron perturbados, mas evidentemente no había nada que hacer.

—En realidad tiene mejor cara —aventuró la señora Medlock.

El doctor no se quedó por mucho tiempo, pero antes de partir dio instrucciones sobre Colin. Entre ellas, que no hablara demasiado porque se cansaba rápidamente. Al oírlo, Mary pensó que no lo dejaban olvidar las cosas desagradables.

Descontento, Colin dijo al doctor:

—Mary me hace olvidar los malos momentos, por eso quiero que venga a verme.

Al abandonar la habitación, el doctor no parecía satisfecho. Dio una perpleja mirada a la niña sentada en el piso, la que silenciosa y rígida no daba la impresión de ser una compañía muy atractiva. Con un profundo suspiro, salió al corredor, mientras pensaba que en realidad el niño tenía mejor aspecto.

—Siempre me hacen comer cuando no quiero —dijo Colin al ver a la enfermera entrar con la bandeja del té—. Pero si comes conmigo de esos panecitos calientes, yo también comeré. Y ahora cuéntame sobre los rajaes.

XV

Contruyendo el nido

Luego de otra semana de lluvia, de nuevo apareció el alto arco del cielo con un sol que calentaba fuertemente. Aun cuando Mary no había podido ir al jardín secreto ni ver a Dickon, se había divertido mucho conversando con Colin. Miraron espléndidos libros y, en más de una ocasión, leyeron por turnos. Cuando el niño estaba entretenido, Mary olvidaba que era inválido.

Un día la señora Medlock le dijo a Mary: —Usted actuó muy astutamente la noche que salió de su dormitorio tratando de averiguar lo que pasaba. Pero ha sido una bendición para todos. Desde que se hicieron amigos, él no ha tenido rabietas, e incluso la enfermera, que tenía la intención de abandonar su puesto, ha decidido quedarse.

Al conversar con Colin sobre el jardín secreto, la niña era muy cauta. Quería averiguar, sin hacerle preguntas directas, si era la clase de niño que podía guardar un secreto. Sin demostrar tanto interés como Dickon, a Colin también le entusiasmaba la idea de un jardín escondido, lo que tal vez indicaba que se podía confiar en él.

Mary pensaba en la posibilidad de llevarlo al jardín sin que los demás lo descubrieran. Creía firmemente que el aire fresco, Dickon, el petirrojo y el ver crecer las plantas, le harían olvidar su obsesión por la muerte. Días atrás, al mirarse en un espejo, ella se percató de lo mucho que había cambiado desde su llegada de la India; incluso Martha lo había notado. Podía ser que a Colin le sucediera otro tanto, aunque era posible que no aceptara que Dickon lo mirara.

—¿Por qué te enojas cuando te miran? —le preguntó un día.

—Siempre lo he odiado —contestó—. Incluso de pequeño. Cuando me sacaban en la silla, la gente se paraba a hablar con la enfermera sobre mí. Otras personas me palmeaban la cara y decían: "¡Pobre niño!". En una ocasión grité y le mordí la mano a una señora; ella se asustó tanto que salió corriendo.

—Me extraña que no gritaras la noche que entré a tu pieza —dijo Mary sonriendo.

—Creí que eras un fantasma o un sueño, y éstos no desaparecen si gritas.

—¿Te enojarías si un niño te viera? —preguntó con cierta incertidumbre.

—Hay un niño —dijo lentamente, como si pensara cada palabra— que no me importaría. El es Dickon, que sabe en donde viven los zorros y encanta a los animales.

Esta conversación dio a Mary la certeza de que no tenía que temer por Dickon.

La primera mañana que el cielo mostró su color azul, Mary despertó temprano. Tan alegres eran los rayos del sol que traspasaban las persianas, que saltó de la cama, abrió la ventana y, junto con aspirar el aire fragante, vio el páramo que se extendía ante sus ojos. Su color azul le pareció obra de magia.

Corrió hacia fuera deteniéndose a observar el pasto que en pocos días se había tornado verde intenso. El sol la calentaba mientras escuchaba los gorjeos y cantos provenientes de los matorrales. Juntó sus manos y alegremente miró los colores primaverales mientras sentía el impulso de cantar muy fuerte, tal como lo hacían en ese momento tordos y petirrojos. Sin poder contenerse, corrió a través de los senderos hacia el jardín secreto.

—Se ve diferente —dijo—. El pasto está más verde, todo florece y las hojas se están desarrollando. Estoy segura de que esta tarde vendrá Dickon.

La larga e intensa lluvia había tenido extraños efectos en las plantas que bordeaban el muro. Por aquí y por allá se vislumbraban tallos púrpura y amarillos. Seis meses atrás la señorita Mary no se habría dado cuenta de que el mundo despertaba; en cambio ahora no perdía detalle.

Al llegar a la puerta cubierta de enredaderas, oyó el graznido de un cuervo que la miraba desde lo alto del muro. Jamás había visto uno tan de cerca y se sintió inquieta. Poco después el pájaro despegó sus alas y voló sobre el jardín secreto posándose sobre las ramas de un manzano enano a cuyos pies había un animalito de cola rojiza. Ambos observaban el cuerpo encorvado y la cobriza cabellera de Dickon quien, de rodillas, trabajaba arduamente.

—¡Oh Dickon! —gritó—. ¿Cómo pudiste llegar tan temprano? El sol apenas se está levantando.

El se enderezó riendo entusiasmado.

—¡Eh! —dijo—. Me levanté antes que él. ¡Cómo podía quedarme en cama cuando esta mañana el mundo empieza a renovarse! Los pájaros construyen sus nidos y el suelo despide nuevas fragancias. Al salir el sol, el páramo saltó de gozo y yo lo atravesé cantando porque sabía que el jardín me esperaba.

—¡Dickon!, estoy tan feliz que apenas puedo respirar —dijo Mary entusiasmada.

Al ver que el niño conversaba con una criatura extraña, se acercaron el animalito de cola roja y el cuervo.

—Esta es la cría del zorro y su nombre es Captain —dijo, sobando la pequeña cabeza—. Este es Soot. Ambos vinieron conmigo desde el páramo.

Ninguno de los dos parecía asustado con la presencia de Mary. Caminaron a su lado mientras Dickon le mostraba cómo empezaban a brotar los floridos bulbos de variados colores. Al ver los pequeños brotes, Mary se inclinó y los besó una y otra vez ante la extrañada sonrisa de Dickon.

—No beso así a las personas —dijo ella al levantar la cabeza—. Pero las flores son diferentes.

—Cuando vuelvo de mis correrías y mi mamá me espera en la puerta de la casa, la he besado muchas veces así —dijo Dickon.

Fue tanto lo que corrieron de una parte a otra del jardín descubriendo maravillas que, en varias ocasiones, tuvieron que recordar que debían hablar bajo. El le mostraba las yemas de las mismas rosas que antes parecían muertas y las miles de pequeñas puntas verdes que trataban de salir a la superficie.

Esa mañana el jardín secreto les reveló todas las alegrías de la tierra. Un pajarito de pecho rojo llevando algo en su pico voló hacia los árboles situados en uno de los rincones. Al verlo Dickon se quedó quieto y puso su mano sobre Mary.

—No podemos movernos —murmuró—. El petirrojo de Ben encontró pareja y ahora está haciendo su nido. Sólo se quedará aquí si no lo molestamos.

Se sentaron en el pasto y se quedaron inmóviles.

—No demostraremos que lo estamos observando —dijo Dickon—, porque nos abandonaría para siempre. Hasta que termine su nido no tendrá tiempo de conversar ni de visitarnos. Debemos aparentar que somos como el pasto o los árboles y así sabrá que no nos interpondremos en su camino.

Mary no estaba segura de entender a Dickon. Por unos minutos ella observó a su compañero pensando que a lo más se transformaría en algo verde, o le saldrían ramas y hojas para parecer árbol. Pero él sólo bajó la voz y se quedó inmóvil.

—Desde que comenzó el mundo, los nidos se construyen durante la primavera. Hay que entender este proceso y no ser muy curioso. Es fácil perder algún amigo durante este período.

—Hablemos de otra cosa —dijo Mary muy bajo—; tengo un asunto que contarte. ¿Sabes algo de Colin? —murmuró.

Volviendo la cabeza, él la miró.

—¿Qué sabes tú acerca de él? —le preguntó.

—Toda esta semana lo he visto y conversado con él.

Luego de la primera sorpresa, la cara de Dickon demostró alivio.

—¡Cuánto me alegro! Esto lo hace todo más fácil. Sabía que no te lo podía comentar y no me gusta ocultar cosas.

—¿Es que prefieres no mantener el secreto del jardín?

—Eso jamás lo diré —contestó—. A mi mamá le conté que tenía un secreto que no era malo. A ella no le importó. Al contrario, riendo me dijo: "Jovencito, puedes tener todos los secretos que quieras: conozco los secretos de los doce años".

Mary le contó su visita nocturna a Colin y lo que le habían impresionado su pálida cara y sus sombreados y extraños ojos.

—¿Tú crees que él desea morir? —murmuró Mary.

—No lo creo, pero pienso que habría preferido no haber nacido. Mi mamá opina que lo peor que le puede suceder a un niño es sentir que no lo quieren. Aunque el señor Craven le compra todo lo que el dinero puede dar, pretende olvidar que su hijo existe. Tiene miedo de que algún día sea jorobado como él.

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