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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (34 page)

—Mi querido amigo, ¿tienes un momento? Habla Tim Donohue. El «querido amigo» no es otro que Justin, en cuya memoria se reproduce la escena. La partida de Monopoly se ha suspendido temporalmente mientras los hijos de los Woodrow, ya con retraso, se marchan a toda prisa a su clase de kárate y Gloria va en busca de bebida a la cocina. Woodrow, malhumorado, ha decidido irse a la embajada. Por tanto, Justin y Tim están solos, cabeza con cabeza, sentados a la mesa del jardín, ante millones de libras de imitación.

—¿No te molesta si piso en tierra sagrada por el bien de intereses superiores? —pregunta Donohue con una voz baja y controlada que no llega más allá de donde está previsto.

—Si es necesario…

—Es necesario. Se trata de ese indecoroso enfrentamiento, amigo mío. El que mantenía tu recientemente fallecida esposa con Kenny K. Acosándolo en su finca, al pobre hombre. Llamándolo por teléfono a horas intempestivas. Dejándole cartas descorteses en su club.

—No sé de qué me hablas.

—Claro que no. De momento no es un buen tema de conversación para ir comentándolo por los pasillos. En especial por lo que se refiere a la policía. Corre un tupido velo, ése es nuestro consejo. No es pertinente. Son tiempos difíciles para todos nosotros. Incluido Kenny. —Su voz subió de volumen—. Lo sobrellevas con una dignidad extraordinaria. Uno no puede menos que sentir una admiración infinita por él, ¿no estás de acuerdo, Gloria?

—Es un verdadero superhombre, ¿eh que sí, Justin, cariño? —confirma Gloria mientras coloca en la mesa la bandeja con vasos de gin-tonic.

Nuestro
consejo, recuerda Justin, mirando aún las cartas de los abogados. No de él. De ellos.

Copia en papel de un mensaje de correo electrónico de Tessa a Ham:

Primo mío, alma de Dios. Mi infiltrada en BBB asegura que el cacao económico es mucho peor de lo que quieren admitir Según dice, corren rumores internos de que Kenny K. está planteándose hipotecar la parte no farmacéutica del negocio a un turbio cártel sudamericano con sede en Bogotá Pregunta. ¿Puede organizar la venta de media compañía sin comunicárselo a los accionistas con antelación? Sé aún menos derecho mercantil que tú, que ya es decir Dilucídalo, o si no… Besos, Tess.

Pero Ham, fuera o no capaz, no tuvo tiempo de dilucidarlo, ni inmediatamente ni más tarde, y tampoco Justin. Oyendo el traqueteo de un coche viejo en el camino de acceso a la villa, seguido de estridentes golpes en la puerta, Justin se levantó de un salto y escudriñó por la mirilla instalada para la vigilancia de los presos, encontrándose justo enfrente el rostro bien alimentado del padre Emilio Dell’Oro, el párroco, sus facciones dispuestas en un gesto de compasiva preocupación. Justin le abrió la puerta.

—Pero ¿qué hace, signor Justin? —exclamó el sacerdote con su operístico vozarrón a la vez que lo abrazaba—. ¿Por qué he de enterarme por Mario, el taxista, de que el marido de la signora, enloquecido por la pena, se ha encerrado en la villa y se hace pasar por sueco? Por el amor de Dios, ¿para qué está un sacerdote si no es el compañero de quienes sufren, un padre para el hijo afligido?

Justin masculló algo en el sentido de que necesitaba soledad.

—¡Pero si está trabajando! —dijo el párroco, observando por encima del hombro de Justin las pilas de papeles repartidas por el lagar—. ¡Aun ahora, en los momentos de dolor, sirve a su patria! ¡No es extraño que los ingleses forjaran un imperio mayor que el de Napoleón!

Justin hizo un vacuo comentario sobre el interminable trabajo del diplomático.

—Como el de un sacerdote, hijo mío, como el de un sacerdote. Por cada alma que acude a Dios, hay un centenar que lo eluden. —Se acercó un poco más—. Pero la signora era creyente, señor Justin. Como lo era también su madre la
dottoressa
, aunque no lo reconocieran. Con tanto amor por el prójimo, ¿cómo podían cerrar los oídos a Dios?

Justin se las arregló de algún modo para alejar al sacerdote de la puerta del lagar, lo invitó a tomar asiento en el salón de la helada villa y, bajo los desconchados frescos de querubines sexualmente precoces, le sirvió una copa, y luego otra, del vino de los Manzini mientras tomaba él la suya. Por alguna razón, escuchó las palabras de consuelo del buen párroco, fundadas en la plena certeza de que Tessa estaba en el seno de Dios, y luego accedió sin reparos a la celebración de una misa conmemorativa por el alma de Tessa en el día de su onomástica, así como a la entrega de un generoso donativo para el fondo de restauración de la iglesia y otro para la conservación del magnífico castillo de la isla, una de las joyas de la Italia medieval, que, según los informes de doctos arqueólogos y peritos, está a punto de desmoronarse a menos que, Dios mediante, se refuercen los cimientos y paredes… Cuando acompañó al buen hombre a su coche, Justin, por no entretenerlo, aceptó pasivamente su bendición antes de correr de nuevo al lado de Tessa.

Ella lo esperaba con los brazos cruzados.

«Me niego a creer en la existencia de un Dios que permite el sufrimiento de niños inocentes».

—¿Por qué nos casamos por la Iglesia, pues?

«Para ablandar Su corazón».

MALA PUTA. DEJA DE MAMÁRSELA A ESE MÉDICO NEGRO. VUELVE CON EL PATÉTICO EUNUCO QUE TIENES POR MARIDO Y PÓRTATE CON DECENCIA. APARTA TU ASQUEROSA NARIZ DE NUESTROS ASUNTOS
YA MISMO
. SI NO, DATE POR MUERTA, Y ESTO TÓMALO COMO UNA PROMESA SOLEMNE.

La hoja de papel mecanográfico corriente que sostenía en sus manos temblorosas no pretendía ablandar el corazón de nadie. El mensaje estaba escrito a máquina en gruesas mayúsculas negras de más de un centímetro de altura. No incluía firma, como cabía esperar. La ortografía era impecable, contra lo que cabía esperar. Y el impacto en Justin fue tan violento, tan acusador, tan exasperante, que por unos horribles segundos perdió los estribos con ella por completo.

¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no me lo enseñaste? Era tu marido, tu supuesto protector, tu hombre, tu media naranja.

Me rindo. Renuncio. Recibes una amenaza de muerte, en tu propio buzón. La coges. La lees… una vez. ¡Uf! Luego, si eres como yo, la mantienes a distancia por lo abyecta que es, porque produce tal repugnancia física que no quieres acercártela a la cara. Pero la lees otra vez. Y otra. Hasta aprendértela de memoria. Como yo.

¿Y qué haces después? ¿Telefonearme? «Cariño, ha ocurrido algo muy desagradable. Tienes que venir a casa de inmediato». ¿Corres al coche? ¿Conduces como un taxista loco hasta la embajada, agitas la carta ante mí, me obligas a ir al despacho de Porter? ¡Qué va! Ni por asomo. Como de costumbre, tu orgullo es lo primero. No me enseñas la carta, no me cuentas nada al respecto, no la quemas. La guardas en secreto. La clasificas como material reservado y la archivas. En el fondo de un cajón de tu escritorio de acceso prohibido. Si yo hiciera eso, te reirías de mí, y sin embargo es exactamente lo que tú haces: lo archivas entre tus papeles y mantienes al respecto lo que en mí, burlándote, calificarías de «discreción aristocrática». Pero lo que me gustaría saber es cómo vives contigo misma después de esto, cómo vives conmigo. Sabe Dios cómo convives con la amenaza, pero eso es asunto tuyo. Así que gracias. Muchas gracias. Gracias por llegar al colmo del apartheid conyugal. Bravo. Y gracias una vez más.

La ira lo abandonó con la misma rapidez con que se había apoderado de él, dando paso a una angustiosa sensación de vergüenza y remordimiento. No podías soportarlo, ¿verdad? No podías soportar la idea de enseñar a alguien esa carta. De provocar un cataclismo que serías incapaz de controlar. La alusión a Bluhm, la alusión a mí. Era demasiado. Querías protegernos. A todos. Por supuesto. ¿Se lo dijiste a Arnold? Claro que no. Hubiera intentado disuadirte de seguir adelante.

Justin se apartó de este benévolo razonamiento.

Demasiado almibarado. Tessa era mucho más dura. Y cuando montaba en cólera, también más virulenta.

Piensa como un abogado. Piensa con frío pragmatismo. Piensa como una mujer joven y dura, aprestándose a caer sobre su presa.

Tessa sabía que estaba acercándose a la verdad. Esa amenaza de muerte lo confirmaba. Uno no envía amenazas de muerte a una persona si no se siente a su vez amenazado por ella.

Quejarse de juego sucio en ese punto equivalía a ponerse en manos de las autoridades. Las británicas no servían de nada. No tenían atribuciones ni jurisdicción. La única opción era mostrar la carta a las autoridades kenianas.

Pero Tessa no confiaba en las autoridades kenianas. A menudo expresaba su convicción de que los tentáculos del imperio de Moi llegaban a todos los rincones de la vida en Kenia. Para bien o para mal, Tessa había depositado su confianza —al igual que su lealtad conyugal— en los británicos, y prueba de ello era su cita secreta con Woodrow.

En cuanto acudiera a la policía keniana, tendría que proporcionar una lista de enemigos, reales y potenciales. Su investigación para descubrir el gran crimen quedaría interrumpida. Se vería obligada a suspender la cacería. Y no estaba dispuesta a hacerlo. Para ella, el gran crimen era más importante que su propia vida.

Para mí también lo será, pues. Más importante que
mi
vida.

Mientras Justin se esfuerza por recobrar el equilibrio, atrae su atención un sobre con la dirección escrita a mano que en una vida anterior extrajo precipitadamente del mismo cajón central del escritorio de Tessa en que encontró la caja vacía de Dypraxa. La letra del sobre le resulta vagamente familiar pero todavía no la reconoce. El sobre está abierto. Contiene una única hoja azul del Almacén Central de Suministros y Material de Oficina de Su Majestad. La caligrafía revela gran agitación, el texto se ha redactado con premura y pasión.

Mi querida Tessa, a quien amo y amaré más que a nadie en el mundo:

Mientras escribo, ésta es mi única convicción absoluta, lo único que conozco de mí mismo. Hoy me has tratado muy mal, pero no tan mal como yo a ti. Por mi boca y por la tuya hablaban quienes no debían. Te adoro y deseo de tal modo que apenas puedo soportarlo. Yo estoy dispuesto si tú lo estás. Mandemos al diablo nuestros ridículos matrimonios y huyamos a donde tú quieras, en cuanto tú quieras. Si es al fin del mundo, tanto mejor. Te quiero, te quiero y te quiero.

Pero esta carta sí incluye la firma, escrita con toda claridad en letras de tamaño comparable a las mayúsculas de la amenaza de muerte: Sandy. Me llamo Sandy, dice, y puedes anunciarlo a los cuatro vientos.

Constan asimismo la fecha y la hora. Aun dominado por un gran amor, Sandy Woodrow continúa siendo un hombre meticuloso.

Capítulo 12

Justin, el marido engañado, permanece inmóvil a la luz de la luna, contemplando con expresión severa el horizonte plateado del mar y respirando hondo el aire frío de la noche. Tiene la sensación de haber inhalado algo nauseabundo y necesita limpiarse los pulmones. «La fuerza de Sandy reside en su debilidad», me dijiste una vez. «Sandy se engaña primero a sí mismo y luego nos engaña a todos los demás… Sandy es el cobarde que busca protección en los grandes gestos y las grandes palabras porque sólo eso le basta para sentirse protegido».

Y si lo sabías, ¿por qué demonios provocaste una situación así?, preguntó Justin, al mar, al cielo, al recio viento de la noche.

«Yo no la provoqué», contestó ella con serenidad. «Sandy interpretó mis coqueteos como una promesa, del mismo modo que interpretó tus buenos modales como una señal de debilidad».

Sin embargo, casi como si se diera un lujo, Justin se permite un momento de flaqueza, como los que a veces se ha permitido respecto a Arnold. Pero algo bulle en su memoria. Algo que leyó ayer, por la noche, o la noche anterior. Pero ¿qué era? Un texto en papel de impresora, de Tessa a Ham. Un largo mensaje, a primera vista un poco demasiado íntimo para el ánimo de Justin, así que lo dejó en una carpeta destinada a enigmas por resolver cuando reúna fuerzas para afrontarlos. Regresando al lagar, desentierra la hoja y mira la fecha.

Copia en papel de un mensaje de correo electrónico de Tessa a Ham, fechado exactamente once horas después de que Woodrow, infringiendo las normas del servicio diplomático en lo referente al uso de papel oficial, declarase su pasión por la esposa de un colega en una hoja azul del Almacén Central de Suministros y Material de Oficina de Su Majestad:

Ya no soy una niña, Ham, y es hora de que deje de lado las cosas propias de niñas, pero ¿qué niña las deja, aun estando embarazada? Y ahora me he tropezado con un superbaboso de mucho cuidado que está loco por mí. El problema es que Arnold y yo por fin hemos encontrado oro o, para ser más exactos, auténtico excremento de la especie más repugnante, y necesitamos desesperadamente que dicho baboso hable en nuestro nombre en los pasillos del poder, que es el único camino que puedo permitirme si he de ser la esposa de Justin y la leal súbdita británica que aspiro a ser. ¿Acaso te oigo decir que sigo siendo la misma arpía despiadada que disfruta teniendo a los hombres en un puño, aunque sean unos megababosos? Pues no lo digas, Ham. No lo digas aun si es verdad. Cierra la boca. Porque tengo promesas que cumplir, y también tú, cielo. Y necesito que continúes apoyándome como el amigo encantador y adorable que eres, y me digas que en realidad soy una buena chica, porque lo soy. Y si no me lo dices, te daré el beso más húmedo que te he dado desde el día en que te tiré al Rubicón con tu traje de marinero. Te quiero.
Ciao.
Tess.

P.D.: Ghita dice que soy una absoluta furcia pero, con ese acento suyo, pronuncia mal la palabra, y queda en «fusia», como una fucsia que ha perdido la C.

Un abrazo, Tess (fusia).

La acusada es declarada inocente de todos los cargos, dijo Justin a Tessa. Y yo, como de costumbre, tengo motivos para avergonzarme de mí mismo.

Místicamente calmado, Justin reemprendió su confuso viaje.

Fragmento del informe conjunto de Rob y Lesley para el comisario Frank Gridley, División de Delitos Mayores en Territorio Extranjero, Scotland Yard, sobre la tercera sesión del interrogatorio a Woodrow, Alexander Henry, jefe de cancillería, embajada británica, Nairobi:

Haciéndose eco con insistencia de lo que, según afirma, es la opinión de sir Bernard Pellegrin, director para asuntos africanos del Foreign Office, el sujeto declara que proseguir las investigaciones en la dirección apuntada por el memorándum de Tessa Quayle pondría en peligro innecesariamente las relaciones entre el gobierno de Su Majestad y la República de Kenia y sería perjudicial para los intereses económicos del Reino Unido… Aduciendo razones de seguridad, el sujeto rehúsa divulgar el contenido de dicho memorándum… El sujeto niega conocer la existencia de un innovador fármaco comercializado en la actualidad por la firma TresAbejas… El sujeto nos informa de que, para tener acceso al memorándum de Tessa Quayle, debemos dirigir nuestra solicitud a sir Bernard personalmente, en el supuesto de que dicho documento aún exista, cosa que el sujeto pone en duda. El sujeto describe a Tessa Quayle como una mujer agotada e histérica, mentalmente inestable respecto a asuntos relacionados con su labor humanitaria. Interpretamos este juicio como una manera fácil de restar importancia al memorándum. Recomendamos, pues, que se tramite lo antes posible una solicitud oficial al Foreign Office para que facilite una copia de todos los documentos entregados al sujeto por la difunta Tessa Quayle.

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