El jardinero fiel (38 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

A golpes de dedo, Justin se abre paso con extrema cautela por el laberinto de Tessa mientras Guido, su profesor particular, permanece de pie a su lado con actitud condescendiente, dando instrucciones con su cibervoz de acento mixto. Cuando un procedimiento es nuevo para Justin o lo desorienta, pide un respiro, coge una hoja de papel y anota los pasos al imperioso dictado de Guido. Nuevos paisajes de información se despliegan ante sus ojos. Ve aquí, ve allá, vuelve aquí. Todo es inmenso, abarcaste demasiado, nunca me pondré al día, dice a Tessa. Si me paso un año leyendo, ¿cómo sabré que he encontrado lo que buscabas?

Comunicados de prensa de la Organización Mundial de la Salud.

Sumarios de oscuros congresos médicos celebrados en Ginebra, Amsterdam y Heidelberg bajo los auspicios de uno más de los desconocidos reductos del vasto imperio médico de las Naciones Unidas.

Textos publicitarios ensalzando impronunciables productos farmacéuticos y su contribución a una mejor calidad de vida.

Notas dirigidas a sí misma. Memorándums. Una alarmante cita extraída de la revista
Time
, entre signos de admiración y en resaltadas mayúsculas, visible desde lejos para quienes tienen ojos y no desvían la mirada. Una aterradora generalidad para impulsarla en su búsqueda de lo particular:

EN 93 ENSAYOS CLÍNICOS LOS INVESTIGADORES DETECTARON 691 REACCIONES ADVERSAS PERO INFORMARON SÓLO DE 39 A LAS INSTITUCIONES SANITARIAS NACIONALES.

Toda una carpeta dedicada a PW. ¿Quién demonios es PW si puede saberse? Desesperación. Permíteme volver al papel, que es lo que yo entiendo. Pero cuando hace clic en «cajón de sastre», aparece nuevamente PW, mirándolo a la cara. Y después de un clic más todo se aclara: PW es la abreviatura de PharmaWatch, un sedicente cibermovimiento clandestino, radicado hipotéticamente en Kansas, con «la misión de denunciar los abusos y prácticas irresponsables de la industria farmacéutica», así como «la inhumanidad de las sedicentes organizaciones humanitarias que están desvalijando a las naciones más pobres».

Informes de los «congresos marginales» entre manifestantes que planeaban reunirse en Seattle o Washington para dar a conocer sus opiniones al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional.

Pomposa palabrería sobre «la gran hidra de las multinacionales estadounidenses» y las «aberraciones del capital». Un frívolo artículo sacado sabe Dios de dónde, bajo el título: «El anarquismo vuelve a estar de moda».

Tras otro clic, encuentra la palabra «humanidad» puesta en entredicho. Humanidad es la palabra más odiada por Tessa, descubre. Siempre que la oye, confía a Bluhm en un informal mensaje, echa mano al revólver.

Cada vez que oigo a una compañía farmacéutica apelar a la Humanidad, el Altruismo, el Compromiso con la Especie Humana para justificar sus actos, me entran ganas de vomitar, y no es porque esté embarazada Es porque simultáneamente leo que los gigantes estadounidenses de la industria farmacéutica intentan alargar la vida de sus patentes para conservar su monopolio, cobrar lo que quieran por sus productos y utilizar al Departamento de Estado para disuadir mediante amenazas al tercer mundo de producir sus propios medicamentos genéricos a un precio mucho menor que el de la versión de marca Sí, es cierto que han hecho un gesto cosmético con los fármacos contra el sida Pero ¿qué me dices de…?

Ya estoy enterado de todo eso, piensa, y vuelve a hacer clic en el escritorio, esta vez sobre los «
DOCUMENTOS DE ARNOLD
».

—¿Qué es esto? —pregunta de pronto, apartando las manos del teclado como para negar cualquier responsabilidad en lo ocurrido. Por primera vez en su relación, Tessa le exige una contraseña para dejarlo pasar. Su orden es clara:
CONTRASEÑA
,
CONTRASEÑA
, como el letrero intermitente de un burdel.

—¡Mierda! —exclama Guido.

—¿Tenía Tessa una contraseña cuando te enseñó a manejar este artefacto? —pregunta Justin, pasando por alto el exabrupto escatológico.

Guido se lleva una mano a la boca, se inclina y con la otra mano introduce cinco caracteres.

—Yo —dice con orgullo.

Aparecen cinco asteriscos, y por lo demás todo sigue igual.

—¿Qué haces? —quiere saber Justin.

—Escribo mi nombre. Guido.

—¿Por qué?

—Ésa era la contraseña —explica, saltando en su nerviosismo a un voluble italiano—. La I no es una I; es un uno. La O es un cero. Tessa estaba obsesionada con eso. En una contraseña, insistía, siempre debía haber al menos un número.

—¿Por qué salen asteriscos?

—Porque no quieren que vea que he escrito Guido. Si no, podría mirar por encima de mi hombro y leer mi contraseña. ¡No funciona! ¡Guido no era su contraseña! —Hunde el rostro entre las manos.

—Quizá podemos adivinarla —sugiere Justin, tratando de calmarlo.

—Adivinarla ¿cómo? Adivinar ¿qué? ¿Cuántos intentos daban? ¡Unos tres!

—O sea, si no acertamos, no nos dejará entrar —dice Justin en un valeroso esfuerzo por arrojar luz sobre el problema—. Eh, tú, no escondas la cara.

—¡Pues claro que no!

—Muy bien. Pensemos. ¿Qué otros números tienen forma de letra?

—El tres podría ser una E del revés. El cinco podría ser una S. Hay media docena. O más. Es horrible —se lamenta Guido, todavía desde detrás de las manos.

—¿Y qué pasa exactamente si se nos acaban las oportunidades?

—Se bloquea y ya es imposible entrar. ¿Qué creía?

—¿Nunca más?

—Nunca.

Justin detecta la mentira en su tono de voz y sonríe.

—¿Y crees que sólo tenemos tres intentos?

—Oiga, yo no soy un diccionario, ¿vale? No soy un manual. Si no sé algo, me callo. Podrían ser tres. Podrían ser diez. He de irme al colegio. Quizá debería telefonear al servicio de ayuda.

—Piensa un poco. Después de Guido, ¿qué era lo preferido de ella?

Su cara asoma por fin.

—Usted. ¿Qué iba a ser? ¡Justin!

—No, eso nunca lo habría hecho.

—¿Por qué?

—Porque éste era su reino, no el mío.

—Eso son sólo suposiciones. Son tonterías. Pruebe con Justin. Esa es la contraseña, estoy seguro.

—Veamos. Después de Justin, ¿qué era lo preferido de Tessa?

—Yo no estaba casado con ella, ¿vale? Era usted, su marido. Justin considera «Arnold» y luego «Wanza». Prueba con «Ghita», sustituyendo la I por un 1. Nada. Deja escapar un resoplido burlón, dando a entender que ese juego infantil es indigno de él, pero ello se debe a que su mente busca en todas direcciones y no sabe cuál tomar. Considera «Garth», su difunto padre, y «Garth», su difunto hijo, y los descarta a los dos por razones estéticas y sentimentales. Considera «Tessa», pero ella no es una ególatra. Considera «ARNO1D» y «ARN0LD» y «ARN01D», pero Tessa no cometería la torpeza de impedir el acceso a una carpeta dedicada a Arnold con el nombre de Arnold como contraseña. Piensa en «María», que era el nombre de su madre, luego en «Mustafa» y después en «Hammond», pero ninguno le convence como clave o contraseña. Baja la vista para contemplar su tumba y ve las fresias amarillas en la tapa del ataúd mientras desaparecen bajo la tierra rojiza. Ve a Mustafa en la cocina de los Woodrow, aferrado a su cesta. Se ve a sí mismo con su sombrero de paja mientras les prodiga sus cuidados en el jardín de Nairobi y también en el de Elba. Introduce la palabra «fresia», cambiando la I por 1. Aparecen seis asteriscos pero no ocurre nada. Vuelve a introducir la misma palabra, cambiando la S por 5.

—Aún resultará que usó mi nombre —susurra.

—Yo tengo doce años. Doce. —Guido transige un poco—. Quizá le quede aún un intento. Luego se acabó. Yo abandono, ¿vale? Es el ordenador de Tessa, de usted. No quiero saber nada de esto.

Justin introduce «fresia» por tercera vez, dejando el 5 en lugar de la S pero poniendo de nuevo I en lugar de 1, y ante él aparece un polémico artículo inacabado. Con la ayuda de sus fresias amarillas ha hecho incursión en un breve tratado sobre los derechos humanos. Guido danza por el lagar.

¡Lo logramos! ¡Te lo dije! ¡Somos fantásticos! ¡Ella es fantástica!

¿Por qué se prohíbe a los homosexuales africanos declararse abiertamente como tales?

Oigamos las reconfortantes palabras de ese gran arbitro de la moralidad pública, el presidente Daniel Arap Moi:

«Palabras como lesbianismo y homosexualidad no existen en las lenguas africanas». Moi, 1995.

«La homosexualidad atenta contra las normas y religiones africanas, e incluso en la religión se considera un grave pecado». Moi, 1998.

Como a nadie sorprende, el Código Penal de Kenia coincide plena y obedientemente con Moi. Las secciones 162-165 establecen penas
de cinco a catorce años
por «trato carnal contra natura». Pero la ley va aún más lejos:

  • La ley keniana define cualquier relación sexual entre hombres como
    acto delictivo
    .
  • Ni siquiera admite la existencia de relaciones sexuales entre mujeres.

¿Cuáles son las
consecuencias sociales
de esta actitud antediluviana?

  • Los homosexuales contraen matrimonio o mantienen aventuras amorosas con mujeres a fin de ocultar su sexualidad.
  • Su vida es un suplicio y también la de sus esposas.
  • No se proporciona educación sexual a los homosexuales, pese a la epidemia de sida que Kenia padece, por más que ello se desmienta oficialmente.
  • Una parte de la sociedad keniana se ve obligada a vivir en una situación de engaño. Médicos, abogados, hombres de negocios e incluso políticos viven aterrorizados por el permanente riesgo de chantaje y encarcelamiento.
  • Se crea así un círculo vicioso de corrupción y opresión, que hunde aún más en el lodo a nuestra sociedad.

Aquí se interrumpe el artículo. ¿Por qué?

¿Y por qué demonios guardas un polémico escrito sobre los derechos de los homosexuales en una carpeta con el nombre de «arnold» y restringes el acceso con una contraseña?

Justin advierte de pronto la presencia de Guido junto a su hombro. Ha regresado de sus peregrinaciones y está inclinado sobre él, observando perplejo la pantalla.

—Ya es hora de llevarte al colegio —anuncia Justin.

—No hace falta que salgamos tan pronto. Nos quedan aún diez minutos. ¿Quién es Arnold? ¿Es homosexual? ¿Qué hacen los homosexuales? Mi madre se pone hecha una fiera si se lo pregunto.

—Vámonos ya. Si nos encontramos un tractor en la carretera, llegaremos tarde.

—Un momento. Déjeme abrir el buzón de correo. Puede que le haya escrito alguien. Quizá Arnold. ¿No quiere ver que hay en su buzón? Quizá le envió a usted un mensaje que aún no ha leído. ¿Lo abro, pues? ¿Sí?

Justin apoya una mano en el hombro de Guido con delicadeza.

—No tendrás ningún problema. Nadie se reirá de ti. Todo el mundo falta al colegio durante una temporada de vez en cuando. Eso no te convierte en un inválido. Te convierte en una persona normal. Ya comprobarás su correo cuando volvamos.

Justin tardó una hora larga en llevar a Guido al colegio y regresar a la villa, y en ese tiempo no se permitió fantaseos ni especulaciones prematuras. Cuando dispuso nuevamente del lagar sólo para él, no se dirigió hacia el ordenador sino hacia los papeles que Lesley le había entregado en el microbús frente a la salida lateral del cine. Actuando con mayor seguridad que ante el ordenador, localizó una fotocopia de una carta escrita a mano, con escasa fluidez, en papel pautado que le había llamado la atención en una de sus primeras incursiones. No tenía fecha. Había «sido descubierta», según el breve informe adjuntado por Rob, entre las páginas de una enciclopedia médica que los dos agentes encontraron en el suelo de la cocina del apartamento de Bluhm, arrojada allí por los ladrones en su frustración. El papel, añadía Rob, se veía viejo y amarillento. El sobre iba dirigido al apartado de correos de la oenegé a la que pertenecía Bluhm. Llevaba matasellos de Lamu, la isla árabe por la que en otro tiempo pasaba buena parte del tráfico de esclavos africanos.

Mi queridismo Ami:

Nunca olvido nuestro amor, ni tus a brazos y tu bondad conmigo, yo tu gran amista. Fue para mi una suerte y una vendición que onraras con tu presencia esta preziosa isla en tus vacaciones. He de agradecertelo pero es a Dios a quien doi gracias por tu generoso amor y tus regalos y los conocimientos que vendran a mi en mis estudios gracias a ti, y además por la moto. Por ti, mi hombre, querido mio, trabajo dia y noche, con el corazón revesante sienpre de halegria por saber que mi querido me acompaña a cada paso, abrazandome y amandome.

¿Y la firma? Justin, como Rob antes que él, se esforzó por descifrarla. La letra, como Rob señalaba en su informe, recordaba vagamente la caligrafía árabe por sus trazos largos y pausados y sus redondeles siempre completos. La firma, con rúbrica, parecía tener una consonante en cada extremo y una vocal en medio: ¿Pip? ¿Pet? ¿Pat? ¿Dot? De nada servía hacer cabalas. Sólo podía afirmarse casi con total certeza que era una firma árabe.

Pero ¿era el autor una mujer o un hombre? ¿Escribiría con tal atrevimiento una mujer árabe de escasa cultura? ¿Montaría en moto?

Cruzando el lagar hasta el escritorio de pino, Justin se sentó ante el ordenador pero, en lugar de seleccionar de nuevo la carpeta «arnold», se quedó inmóvil con la mirada fija en la pantalla vacía.

—¿Quién es, pues, el amor de Arnold? —pregunta Justin a Tessa con fingida despreocupación, tendidos los dos en la cama una tórrida tarde de domingo en Nairobi. Arnold y Tessa han vuelto esa mañana de su primera expedición juntos. Tessa la ha descrito como una de las grandes experiencias de su vida.

—Arnold ama a toda la especie humana —responde ella lánguidamente—. Sin excepción.

—¿Se acuesta con toda la especie humana?

—Es posible. No se lo he preguntado. ¿Quieres que se lo pregunte?

—No, creo que no. Pensaba preguntárselo yo mismo.

—No será necesario.

—¿Seguro?

—Totalmente.

Y besa a Justin. Y vuelve a besarlo. Hasta devolverle la vida a besos.

—Y no me hagas nunca más esa pregunta —añade Tessa, como si acabara de ocurrírsele, mientras yace con la cara apoyada en el ángulo del hombro de Justin y sus miembros entrecruzados con los de él—. Digamos que Arnold entregó el corazón a alguien en Mombasa. —Y se aprieta contra él con la cabeza inclinada y los hombros tensos.

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