El jardinero fiel (65 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—¿Ves esa manga para el viento? ¿Ves los mocasines de ese hombre? ¿Ves el pañuelo que lleva en la cabeza? ¡Te aseguro que si alguna vez me caso, vestiré a mi prometida con sacos de comida!

Desde el otro lado Jamie suelta un relincho de risa que es rápidamente compartido por los que están cerca de ella. Las carcajadas todavía están en su apogeo cuando tres columnas de mujeres emergen de distintos puntos a lo largo de la arboleda que se alza al otro lado de la pista. Son tan altas como es habitual en los dinka, entre los que el metro ochenta no tiene nada de excepcional. Andan con esa majestuosa zancada africana que es el sueño imposible de cada pasarela de la alta costura. La mayoría llevan los pechos al aire, otras visten trajes de algodón estrictamente ceñidos a través del pecho. Sus miradas impasibles permanecen clavadas en los sacos amontonados delante de ellas. Hablan en voz baja y sólo ellas pueden oír lo que se dicen unas a otras. Cada columna conoce su destino. Cada ayudante conoce a sus clientes. Justin mira disimuladamente a Lorbeer mientras las mujeres van dando su nombre una por una, agarran un saco por el cuello, lo lanzan al aire y lo instalan delicadamente encima de su cabeza. Y ve que ahora los ojos de Lorbeer están llenos de una trágica incredulidad, como si fuera el autor de las penalidades de esas mujeres, en vez de serlo de su salvación.

—¿Algo va mal? —pregunta Justin.

—Las mujeres son la única esperanza de África, amigo mío —replica Lorbeer, todavía hablando en susurros mientras continúa mirándolas fijamente. ¿Ve a Wanza entre ellas? ¿Y a todas las otras Wanzas? Sus pálidos ojillos atisban tan culpablemente desde la negra sombra de su sombrero de fieltro—. Escribe eso, amigo mío. Sólo damos comida a las mujeres. Con los hombres… no confiamos en esos idiotas ni para que nos digan si es de día o es de noche. No, señor. Venden nuestras gachas en los mercados. Hacen que sus mujeres preparen bebidas fuertes con ellas. Compran cigarrillos, armas, chicas. Los hombres son unos inútiles. Las mujeres hacen los hogares, los hombres hacen las guerras. Toda África es una gran lucha de sexos, amigo mío. Aquí las mujeres son las únicas que se dedican a hacer la obra de Dios. Escribe eso.

Justin escribe tal como se le pide que haga. Innecesariamente, porque ha oído el mismo mensaje de Tessa cada día. Las mujeres desfilan silenciosamente de regreso a los árboles. Perros culpables engullen a grandes lametones los granos que no han sido recogidos.

Jamie y las ayudantes se han dispersado. Impulsándose a sí mismo con su enorme cayado como si fuese un remo, Lorbeer con su sombrero de fieltro marrón tiene la autoridad de un maestro espiritual mientras conduce a Justin a través de la pista, alejándose de la aldea de
tukuls
en dirección a una línea azulada de bosque. Una docena de niños compiten entre sí para mantenerse pegados a sus talones. Tiran de la mano del gran hombre. Agarran un dedo cada uno y se balancean de él, soltando gruñidos y agitando los pies en el aire como elfos danzarines.

—Estos niños se creen leones —le confía indulgentemente Lorbeer a Justin mientras los niños tiran de él y le rugen—. El domingo pasado estamos en catequesis y los leones se zampan a Daniel tan deprisa que Dios no tuvo ocasión de salvarlo. Les digo a los niños: ¡No, no, tenéis que permitir que Dios salve a Daniel! ¡Está en la Biblia! Pero ellos van y me dicen que los leones están demasiado hambrientos para esperar. ¡Que se coman a Daniel primero, y luego Dios ya podrá hacer su magia! Dicen que de otra manera esos leones morirán.

Se están acercando a una hilera de cobertizos rectangulares al final de la pista. Para cada cobertizo un rudimentario vallado como en una especie de corral. Para cada vallado un Hades en miniatura de los terriblemente enfermos, consumidos, lisiados y deshidratados. Mujeres encorvadas encogiéndose estoicamente sobre sí mismas en silencioso tormento. Bebés llenos de moscas demasiado enfermos para llorar. Viejos comatosos debido a los vómitos y la diarrea. Enfermeros y médicos agotados haciendo lo que pueden para convencerlos de que formen una tosca cadena de montaje. Muchachas nerviosas esperando en una larga cola, soltando risitas y murmurando entre ellas. Chicos atrapados en un frenético combate mientras un anciano los fustiga con un palo.

Seguidos a cierta distancia por Arthur y su corte, Lorbeer y Justin han llegado a un dispensario de cañizo que parece un pabellón campestre de críquet. Abriéndose paso con delicada ternura por entre los clamorosos pacientes, Lorbeer conduce a Justin hacia un biombo de acero custodiado por dos robustos africanos que llevan camisetas de Médecins Sans Frontières. El biombo es apartado, Lorbeer entra como una exhalación, se quita el sombrero de fieltro y remolca a Justin en pos de él. Una enfermera de raza blanca y tres ayudantes están mezclando y midiendo dosis detrás de un mostrador de madera. La atmósfera es de emergencia controlada pero constante. Al ver entrar a Lorbeer, la enfermera levanta la cabeza y sonríe.

—Hola, Brandt. ¿Quién es tu guapo amigo? —pregunta con un marcado acento escocés.

—Helen, te presento a Peter. Es periodista y va a contar al mundo que sois una pandilla de vagos inútiles.

—Hola, Peter.

—Hola.

—Helen es una enfermera de Glasgow.

En los estantes, recipientes de cristal y cajitas de cartón multicolores forman rimeros que llegan hasta el techo. Justin los recorre con la mirada, fingiendo una curiosidad general mientras busca la familiar caja roja y negra con el alegre logotipo de las tres abejas doradas, y no encuentra ninguna. Lorbeer se ha plantado delante del muestrario, volviendo a asumir el papel de conferenciante. La enfermera y sus ayudantes intercambian sonrisas de abatimiento. Ya estamos otra vez. Lorbeer ha cogido un recipiente industrial lleno de píldoras verdes y se lo está enseñando.

—Peter, ahora te mostraré el otro salvavidas de África —declama solemnemente.

¿Dice eso cada día? ¿A cada visitante? ¿Es ése su acto de contrición cotidiano? ¿Se lo dijo también a Tessa?

—África tiene el ochenta por ciento de los enfermos de sida del planeta, Peter. El porcentaje seguramente se queda corto. Tres cuartas partes de ellos no reciben ninguna medicación. Eso es algo que debemos agradecer a las compañías farmacéuticas y sus sirvientes, el Departamento de Estado norteamericano, que amenaza con sanciones a cualquier país que se atreva a producir su propia versión barata de las medicinas patentadas en Estados Unidos. Bueno, ¿has anotado eso?

Justin tranquiliza a Lorbeer con una rápida inclinación de cabeza.

—Sigue, sigue.

—Las píldoras de este recipiente cuestan veinte dólares americanos cada una en Nairobi, seis en Nueva York y dieciocho en Manila. Cualquier día de éstos, la India empezará a fabricar la versión genérica y la misma píldora costará sesenta centavos. No me hables de los costes de investigación y desarrollo. Los chicos de las farmacéuticas los amortizaron hace diez años y para empezar una gran parte de su dinero viene de los gobiernos, así que todo eso que dicen son chorradas. Lo que tenemos aquí es un monopolio amoral que cada día cuesta vidas humanas. ¿De acuerdo?

Lorbeer conoce tan bien sus pruebas que no necesita buscarlas. Vuelve a dejar el recipiente en los estantes y coge una gran caja blanca y negra.

—Esos hijos de puta llevan treinta años vendiendo el mismo compuesto. ¿Para qué es? Para la malaria. ¿Sabes por qué tiene treinta años de antigüedad, Peter? ¡Si un día a unos cuantos neoyorquinos se les ocurriera pillar la malaria, entonces ya verías lo deprisa que encontraban una cura! —Selecciona otra caja. Sus manos, al igual que su voz, tiemblan de honrada indignación—. Esta generosa y filantrópica compañía farmacéutica de Nueva Jersey donó su producto a las pobres naciones hambrientas del mundo, ¿de acuerdo? Las compañías farmacéuticas necesitan que las quieran. Si no las quieren, les entra miedo y se sienten muy desgraciadas.

Y se vuelven muy peligrosas, piensa Justin, pero no en voz alta.

—¿Por qué donó este fármaco? Te lo diré. Porque han producido uno mejor. Ya no vale la pena almacenar el viejo. Así que le regalan el viejo a África cuando le quedan seis meses de vida y obtienen unos cuantos millones de dólares en deducciones de impuestos a cambio de su generosidad. Además se están ahorrando unos cuantos millones más en costes de almacenamiento y el coste de destruir los viejos fármacos que ya no pueden vender. Y además todo el mundo dice: mira qué buenos chicos son. Incluso los accionistas lo están diciendo. —Le da la vuelta a la caja y contempla su base con el ceño despectivamente fruncido—. Este envío se pasó tres meses tirado en las aduanas de Nairobi mientras los aduaneros esperaban a que alguien los sobornara. Hace un par de años la misma compañía mandó a África curas para la obesidad, tratamientos para dejar de fumar y restauradores capilares, y consiguió una deducción multimillonaria en los impuestos a cambio de su filantropía. A esos bastardos lo único que les importa es el gordo dios Beneficio, ésa es la verdad.

Pero el fuego más abrasador de su justa ira está reservado para los dueños y señores del mismo Lorbeer, esos culos gordos de la comunidad de ayuda de Ginebra que se abren de piernas delante de las compañías farmacéuticas cada vez que éstas se lo piden.

—¡Y se llaman a sí mismos humanitarios! —protesta, entre más sonrisas de los ayudantes, mientras evoca inconscientemente la palabra más odiada de Tessa—. ¡Con sus empleos garantizados y sus sueldos libres de impuestos, sus pensiones, preciosos coches y escuelas internacionales gratuitas para sus hijos! Viajando continuamente de tal manera que nunca tienen que llegar a gastar su dinero. ¡Los veo, amigo mío! En los mejores restaurantes suizos, comiendo opíparamente con los guapos encargados de relaciones públicas de las compañías farmacéuticas. ¿Por qué deberían arriesgar el cuello por la humanidad? ¿Que a Ginebra le sobran unos cuantos miles de millones de dólares que gastar? ¡Estupendo! ¡Gastémoslos en las grandes compañías farmacéuticas para que América esté contenta!

En el silencio que sigue a ese estallido de furia, Justin osa hacer una pregunta.

—¿En calidad de qué los ves tú exactamente, Brandt?

Las cabezas se alzan. Todas menos la de Justin. Al parecer hasta ahora a nadie se le había ocurrido interpelar al profeta en su erial. Los penetrantes ojos de Lorbeer se agrandan. Un fruncimiento apenado arruga su frente enrojecida.

—Los veo, amigo mío, te lo digo yo. Con mis propios ojos.

—No dudo de que los hayas visto, Brandt. Pero mis lectores sí podrían dudarlo. Se preguntarán quién era Brandt cuando los vio. ¿Trabajaba para la ONU? ¿Estaba cenando en el restaurante? —Una risita para indicar lo improbable de la circunstancia—. ¿O estaba trabajando para las Fuerzas Oscuras?

¿Percibe Lorbeer la presencia de un enemigo? ¿Le suenan amenazadoramente familiares esas Fuerzas Oscuras? ¿Se ha vuelto el confuso manchón que era Justin en el hospital un poco menos borroso? Ahora sí que da pena. La luz infantil desaparece de su rostro, dejando a un anciano dolido sin su sombrero. No me hagas esto, está diciendo su expresión. Eres mi amigo, mi compañero. Pero el concienzudo periodista está demasiado ocupado tomando notas para poderle ser de ayuda.

—Si quieres volverte hacia Dios, antes debes ser un pecador —dice Lorbeer con voz enronquecida—. Aquí todo el mundo es un converso a la piedad de Dios, amigo mío, créeme.

Pero el dolor sigue estando presente en el rostro de Lorbeer. Y la inquietud tampoco ha desaparecido. Se ha esparcido sobre él como un presagio de malas noticias que está intentando no oír. Mientras vuelven a cruzar la pista, Lorbeer prefiere ostentosamente la compañía del comisionado Arthur. Los dos hombres andan al estilo dinka, cogidos de la mano, el gran Lorbeer con su sombrero de fieltro y Arthur un flaco espantapájaros con un sombrero de París.

Una empalizada de madera con un tronco que puede ser subido y bajado a guisa de puerta define el dominio de Brandt el monitor de la comida y sus ayudantes. Los niños se van. Arthur y Lorbeer escoltan en solitario al distinguido visitante en el obligado recorrido de las instalaciones del campamento. El cubículo de ducha improvisado consiste en un cubo al que hay atado un cordel que sirve para inclinarlo. Un depósito de agua de lluvia es complementado por una bomba de la edad de piedra accionada mediante un generador de la edad de piedra. Todos han sido inventados por el gran Brandt.

—¡Un día pediré la patente de esto! —jura Lorbeer, con un guiño demasiado aparatoso que Arthur devuelve obedientemente.

Un panel solar descansa sobre el suelo en el centro de un gallinero. Las gallinas lo utilizan como trampolín.

—¡Ilumina todo el recinto sólo con el calor del día! —alardea Lorbeer. Pero el entusiasmo ha abandonado su monólogo.

Las letrinas están junto a la empalizada, una para los hombres y una para las mujeres. Lorbeer llama a la puerta de la de los hombres y después la abre de un manotazo para revelar un agujero maloliente en el suelo.

—¡Aquí arriba, las moscas acaban volviéndose resistentes a todos los desinfectantes que les echamos! —se queja.

—¿Moscas multirresistentes? —sugiere Justin sonriendo, y Lorbeer le lanza una mirada llena de desesperación antes de que él también consiga sonreír a duras penas.

Atraviesan el recinto, haciendo un alto en el camino para examinar una tumba recién cavada de cuatro metros por metro y medio. Una familia de serpientes verdes y amarillas yace enroscada en el barro rojizo junto a su base.

—Ése es nuestro refugio antiaéreo, amigo mío. En este campamento las mordeduras de serpiente son peores que las bombas —protesta Lorbeer, prosiguiendo con su lamento contra las crueldades de la naturaleza.

Al no obtener ninguna reacción de Justin, se vuelve para compartir la broma con Arthur. Pero Arthur ha vuelto con los suyos. Como si estuviera dispuesto a todo con tal de tener un amigo, Lorbeer desliza un brazo alrededor del hombro de Justin y lo mantiene allí mientras lo lleva a paso ligero hacia el
tukul
central.

—Y ahora probarás nuestro estofado de cabra —anuncia resueltamente—. ¡Ese viejo cocinero sabe hacer el estofado mucho mejor que los restaurantes de Ginebra! Oye, Peter, eres un buen tipo, ¿de acuerdo? ¡Te considero mi amigo!

¿A quién viste allá abajo en la tumba entre las serpientes?, le está preguntando Justin a Lorbeer. ¿Otra vez a Wanza? ¿O la fría mano de Tessa salió de la tumba y te tocó?

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