El jardinero fiel (66 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El suelo del
tukul
no tendrá más de tres metros de anchura. Alguien ha improvisado una mesa familiar con unas cuantas plataformas de carga. Como asientos hay cajas de cerveza y aceite de cocinar por abrir. Un ruidoso ventilador eléctrico gira inútilmente en el techo de cañizo, y el aire apesta a soja y repelente de mosquitos. Sólo Lorbeer el jefe de familia tiene una silla, que ha sido desplazada de su sitio delante de la radio que alza sus unidades apiladas debajo de un paraguas de apostador junto al hornillo de gas. Se instala en ella muy erguido con su sombrero de fieltro, con Justin a un lado de él y al otro Jamie, quien parece ocupar ese sitio por derecho. Al otro lado de Justin hay un joven médico de Florencia con el pelo recogido en una cola de caballo; junto a él se sienta Helen, la escocesa del dispensario, y enfrente de Helen se sienta una enfermera nigeriana llamada Salvación.

Otros miembros de la gran familia de Lorbeer no tienen tiempo que perder. Se sirven estofado y comen de pie, o se sientan sólo lo suficiente para engullirlo y marcharse. Lorbeer come su estofado a voraces cucharadas, con los ojos revoloteando alrededor de la mesa mientras come y habla y habla. Y aunque de vez en cuando centra la mirada en un miembro determinado de su audiencia, nadie duda que el principal beneficiario de su sabiduría es el periodista llegado de Londres. El primer tema de conversación de Lorbeer es la guerra. No las escaramuzas tribales que se libran alrededor de ellos, sino «esta maldita gran guerra» que hace estragos en los campos petrolíferos de Bentiu al norte y que se va propagando un poco más hacia el sur cada día que pasa.

—Esos hijos de puta de Jartum tienen tanques y cañoneras ahí arriba, Peter. Están haciendo pedazos a los pobres africanos. Ve allí arriba y lo verás con sus propios ojos, amigo mío. Si no basta con los bombardeos, tienen infantería para que vaya allí y les haga el trabajo sucio, no hay problema. Esas tropas violan y matan a placer. ¿Y quién les ayuda? ¿Quién aplaude desde las gradas? ¡Las multinacionales del petróleo!

Su voz llena de indignación se enseñorea del recinto. Las conversaciones que se mantienen a su alrededor deben competir o morir, y la mayor parte están muriendo.

—¡Las multis adoran a Jartum, amigo mío! «Chicos», dicen, «respetamos vuestros magníficos principios fundamentalistas. Unas cuantas flagelaciones públicas, unas cuantas manos cortadas, nos parece admirable. Queremos ayudaros de todas las maneras posibles. Queremos que utilicéis nuestras carreteras y nuestras pistas siempre que os apetezca. ¡Lo único que pedimos es que no permitáis que esos gandules africanos de los pueblos y las aldeas se interpongan en el camino del gran dios Beneficio! ¡Queremos que esos vagos sean quitados de en medio mediante una limpieza étnica todo lo radical que le venga en gana a Jartum! Así que aquí tenéis vuestros preciosos ingresos petrolíferos, muchachos. ¡Id a comprar unas cuantas armas más!». ¿Has oído eso, Salvación? ¿Lo estás anotando, Peter?

—Hasta la última palabra, Brandt, gracias —le murmura Justin a su cuaderno.

—¡Las multis hacen la obra del diablo, amigo mío, te lo digo yo! ¡Un día acabarán en el infierno que es donde deberían estar, créeme! —Encogiéndose teatralmente, se tapa la cara con sus manazas. Está interpretando el papel del Hombre Multinacional enfrentándose a su Creador en el día del Juicio—. No fui yo, Señor. Yo sólo obedecía órdenes. ¡Me lo mandó el gran dios Beneficio! ¡Y ese Hombre Multinacional es el que te engancha a los cigarrillos, y luego te vende la cura contra el cáncer que no puedes permitirte pagar!

»También es el que nos vende medicinas que no han sido probadas. Es el que se salta los ensayos clínicos y utiliza a los desgraciados de la tierra como conejillos de Indias.

—¿Quieres café?

—Me encantaría. Gracias.

Lorbeer se levanta de un salto, confisca el tazón de la sopa de Justin y lo lava con agua caliente de un termo como preludio a llenarlo de café. La camisa se le ha pegado a la espalda, revelando ondulaciones de carne temblorosa. Pero no para de hablar. Ha desarrollado un auténtico terror al silencio.

—¿Te han hablado del tren los chicos de Loki, Peter? —chilla, secando el tazón con un trozo de pañuelo de papel sacado de la bolsa de la basura que hay junto a él—. ¿Te han hablado de ese condenado tren que viene al sur, despacito despacito, cosa de unas tres veces al año?

—Me temo que no.

—Viene por las viejas vías que tendisteis vosotros los británicos. El tren viene por ellas, sí. Como en las viejas películas, y los jinetes salvajes del norte se encargan de protegerlo. Ese viejo tren reabastece a todas las guarniciones de Jartum que va encontrando en su ruta del sur al norte. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

¿Por qué suda tanto? ¿Por qué tiene los ojos tan desorbitados y llenos de miedo? ¿Qué comparación secreta está haciendo entre el tren árabe y sus propios pecados?

—¡Oh, amigo mío, ese tren! Ahora mismo está detenido entre Ariath y Aweil, a dos días de marcha desde aquí. Tenemos que rezar a Dios para que haga que el río siga desbordado, porque así a lo mejor los muy bastardos no vendrán por aquí. Organizan el Apocalipsis allá por donde van, te lo digo yo. Matan a todo el mundo. Nadie puede detenerlos. Son demasiado fuertes.

—¿De qué hijos de puta estamos hablando exactamente, Brandt? —pregunta Justin, volviendo a tomar notas en su cuaderno—. Me temo que por un momento he perdido el hilo del razonamiento.

—¡Los hijos de puta en cuestión son los jinetes salvajes, amigo mío! ¿Piensas que les pagan para que protejan a ese tren? No les dan ni una judía, amigo mío. Ni un dracma. ¡Lo hacen gratis, porque son buena gente y tienen un gran corazón! Su recompensa es poder matar y violar mientras van de una aldea a otra. Es poder prender mego a las aldeas. ¡Es raptar a los chicos y las chicas para llevárselos al norte cuando el tren se ha quedado vacío! Es robar absolutamente todo lo que no queman.

—Ah. Ya lo entiendo.

Pero el tren no es suficiente para Lorbeer. Nada es suficiente si amenaza con traer consigo el silencio, y exponerlo a preguntas que no se atreve a oír. Sus ojos enloquecidos ya están buscando desesperadamente alguna secuela.

—¿Entonces te han hablado del avión? ¿El avión fabricado en Rusia, amigo mío, más viejo que el Arca de Noé, el avión que tienen en Juba? ¡Ésa sí que es toda una historia, amigo mío!

—Me temo que no me han hablado ni del tren ni del avión. Como he dicho antes, no tuvieron tiempo de contarme nada.

Y Justin vuelve a esperar, la pluma obedientemente suspendida encima del cuaderno, a que le hablen de ese viejo avión ruso que tienen en Juba.

—Esos musulmanes locos de Juba fabrican absurdas bombas que son como balas de cañón. ¡Las cargan en el viejo avión y después las hacen rodar a lo largo del fuselaje y las dejan caer sobre las aldeas cristianas, amigo mío! «¡Tomad eso, cristianos! ¡Es una cariñosa carta de amor de vuestros hermanos musulmanes!». Y esas absurdas bombas son muy efectivas, créeme. Esos chicos han llegado a dominar el arte de dejarlas caer justo en el blanco, Peter. ¡Oh, sí! ¡Y esas bombas son tan volátiles que la tripulación se asegura de librarse de ellas antes de que su viejo avión vuelva a aterrizar en Juba!

Desde debajo del paraguas de corredor de apuestas la radio de campaña está anunciando la llegada de otro Buffalo. Primero se oye la lacónica voz de Loki, después la del capitán desde el aire, solicitando el contacto. Inclinada sobre la radio, Jamie informa: el tiempo es bueno, el suelo es firme y no hay problemas de seguridad. Los comensales se van a toda prisa, pero Lorbeer no se mueve del sitio. Justin cierra su cuaderno con un chasquido y, bajo la mirada de Lorbeer, lo guarda en el bolsillo de su camisa junto con sus plumas y sus gafas de leer.

—Bueno, Brandt. Un estofado de cabra delicioso. Tengo unas cuantas preguntas de especial interés que hacerte, si no te importa. ¿Hay algún sitio en el que podamos sentarnos durante una hora sin que nos interrumpan?

Como un hombre que abriera la marcha hacia el lugar en el que va a ser ejecutado, Lorbeer conduce a Justin a través de una pradera de hierba pisoteada y salpicada de tiendas para dormir y cuerdas para tender ropa. Hay una tienda en forma de campana separada de las demás. Sombrero en mano, Lorbeer sostiene el faldón de la entrada para Justin y consigue esbozar una espantosa sonrisa de servilismo mientras lo deja pasar primero. Justin se inclina, sus ojos se encuentran con los de Lorbeer y Justin ve en él lo que ya ha visto cuando estaban en el
tukul
, pero ahora con mayor claridad: un hombre aterrorizado por lo que se niega decididamente a ver.

Capítulo 24

Dentro de la tienda se respira un aire acre, denso y muy caliente, y huele a hierba en estado de descomposición y ropa mugrienta que es imposible limpiar por más veces que se lave. Hay una silla de madera y, para desocuparla, Lorbeer tuvo que retirar una Biblia luterana, un tomo de poesía de Heine, un pijama afelpado de una sola pieza semejante a un pelele de bebé y una mochila de supervisor de alimentos para situaciones de emergencia provista de radio y faro de señales. Sólo entonces ofrece la silla a Justin, y él se sienta en el borde de un austero catre de campaña a quince centímetros del suelo, su cabeza rojiza entre las manos, su espalda mojada moviéndose al ritmo de la respiración, en espera de que Justin hable.

—Mi periódico está interesado en un nuevo y controvertido fármaco para el tratamiento de la tuberculosis que se llama Dypraxa, producido por Karel Vita Hudson y distribuido en África por la firma TresAbejas. He observado que no lo tienes en tus estantes. Mi periódico piensa que tu verdadero nombre es Markus Lorbeer y que eres el hada buena que introdujo el medicamento en el mercado —explica Justin, y al mismo tiempo abre una vez más su libreta.

No se mueve ni una sola parte del cuerpo de Lorbeer. La espalda mojada, la cabeza entre roja y dorada, los hombros empapados y hundidos, todo permanece inmóvil tras la conmoción provocada por las palabras de Justin.

—Cada vez son más insistentes los rumores sobre los efectos secundarios de la Dypraxa, como sin duda ya sabes —prosigue Justin, pasando una página y consultándola—. KVH y TresAbejas no podrán contenerlos eternamente. En tu lugar, lo más sensato sería manifestarte al respecto, adelantándote así a los acontecimientos.

Los dos sudan copiosamente, victimas de la misma enfermedad. Dentro de la tienda, el calor es tan soporífero que Justin, en su imaginación, concibe el riesgo de que ambos sucumban al sopor y, juntos, contraigan una enfermedad del sueño. Lorbeer empieza a deambular como un hombre enjaulado por el perímetro de la tienda. Así es como sobrellevé yo el confinamiento en el piso de abajo, piensa Justin, observando a su prisionero mientras se detiene, sobresaltado al descubrir su propia imagen en un espejo de hojalata o al consultar con un crucifijo de madera prendido de la lona sobre la cabecera de su cama.

—Dios santo, ¿cómo me has localizado?

—He hablado con gente. Me ha acompañado la suerte.

—¡No me vengas con gilipolleces, eh! La suerte no tiene nada que ver en esto. ¿Quién te paga?

Aún paseándose. Moviendo la cabeza para sacudirse el sudor. Volviéndose súbitamente como si temiera encontrarse a Justin pegado a sus talones. Mirándolo fijamente con expresión de recelo y reproche.

—Trabajo por cuenta propia —dice Justin.

—¡Y un cuerno! Yo mismo he comprado a periodistas como tú. Me conozco al dedillo todos vuestros chanchullos. ¿Quién te ha comprado?

—Nadie.

—¿KVH? ¿Curtiss? ¡Por Dios, les he hecho ganar dinero!

—Y ellos también te lo han hecho ganar a ü. Según mi periódico, te pertenece un tercio del cuarenta y nueve por ciento de las compañías que patentaron la molécula.

—Renuncié a mi parte. Lara renunció a la suya. Era dinero manchado de sangre. «Tened», les dije. «Es vuestro. Y el día del Juicio que Dios se apiade de vosotros». Ésas fueron mis palabras, Peter.

—Dichas ¿a quiénes exactamente? —pregunta Justin, tomando nota—. ¿A Curtiss? ¿A alguien de KVH?

Lorbeer lo mira con mudo terror.

—O quizá a Crick —añade Justin—. Ah, sí. Ahora caigo. Crick era tu enlace con TresAbejas. —Y escribe «Crick» en su libreta, letra por letra, porque la mano apenas le responde a causa del calor—. Pero la Dypraxa no era un mal medicamento, ¿verdad? En opinión de mi periódico, era un buen medicamento que se desarrolló demasiado deprisa.

—¿Deprisa? —Lorbeer sonríe con amargura—. ¿Deprisa, dices? Esa gente de KVH quería los resultados de los ensayos tan deprisa que no podía esperar ni siquiera hasta la hora del desayuno de mañana.

Una estruendosa explosión detiene el mundo. Primero es el avión de fabricación rusa de Jartum desde Juba, soltando una de sus bombas. Luego son los jinetes salvajes del norte. Luego es la encarnizada batalla por los yacimientos petrolíferos de Bentiu que ha llegado a las puertas del campamento. La tienda se sacude, se comba y se prepara para un nuevo ataque. Las cuerdas tensoras gimen y se estremecen cuando una lluvia torrencial cae sobre el techo de lona. Aun así, Lorbeer parece no haber notado siquiera el ataque. Permanece de pie en el centro de la tienda, con una mano en la frente como si hubiera olvidado algo. Justin se asoma a la entrada de la tienda y, a través de la cortina de agua, cuenta tres tiendas muertas y otras dos muriendo ante sus ojos. El agua cae a chorros de la ropa colgada en los tendederos. Ha formado un lago en la hierba, y el nivel sube como la marea contra las paredes del
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. Azota brutalmente la techumbre de juncos del refugio antiaéreo. De pronto, tan repentinamente como ha llegado, se interrumpe.

—Veamos, Markus —propone Justin, como si la tormenta hubiera despejado el aire también dentro de la tienda—. Háblame de esa chica, Wanza. ¿Fue un momento decisivo en tu vida? Mi periódico piensa que así fue.

Los ojos saltones de Lorbeer permanecen fijos en Justin. Despega los labios para hablar, pero de ellos no brota palabra alguna.

—Wanza, una chica de una aldea situada al norte de Nairobi. Wanza, que se trasladó al barrio de Kibera. Y fue internada en el hospital de Uhuru para dar a luz. Ella murió; el niño sobrevivió. Mi periódico cree que compartió sala con Tessa Quayle. ¿Es posible? O Tessa Abbott, como a veces se hacía llamar.

Y sin embargo la voz de Justin mantiene el tono uniforme y ecuánime, como corresponde a un periodista objetivo. Y esta ecuanimidad es en muchos sentidos genuina, ya que no se siente cómodo con un hombre a su merced. Es una responsabilidad que no desea. Su afán de venganza es demasiado débil. Un avión sobrevuela a baja altura rumbo a la zona de lanzamiento. Lorbeer alza la mirada con vaga esperanza. ¡Han venido a salvarme! Pero no. Han venido a salvar a Sudán.

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