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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (44 page)

Al levantarse él la abrazó. Caminaron tomados por la cintura, la cabeza de ella reclinada en su hombro, los rizos sueltos de su pelo acariciándole la cara, imaginé, con la misma exactitud que si tocaran la mía, oliendo su perfume como si fuera yo quien la estaba abrazando. Decidí que no la miraría nunca más: cuando llegara mañana al examen de literatura con el Praxis me sentaría en una banca alejada de ella, y si me pedía que me pusiera a su lado le contestaría lacónicamente que no. Me volveré ahora mismo, iré a buscar a mis amigos, beberé con ellos hasta perder el juicio y la memoria, volveré tambaleándome a casa, con el cigarrillo colgado de los labios, desengañado, cínico, sin esperar nada del amor ni de nadie, dispuesto a marcharme sin que nadie sepa adónde. Salieron del parque y ya era de noche: paseaban muy despacio por la acera del instituto, se besaron mientras esperaban que cambiara al verde el semáforo, y yo supe, todavía oculto, indigno como un merodeador, que cuando cruzaran la calle entrarían en el Martos y que yo no tendría voluntad para no seguirlos. Me engolfaba como en un éxtasis de sufrimiento en la humillación atroz de no ser deseado, en una ciénaga de novelerías y de versos de Bécquer y de estribillos masoquistas. Los vi entrar en el Martos y esperé unos minutos en la otra acera, dando vueltas junto a la verja del instituto, fumando mi penúltimo cigarrillo americano. Crucé la calle como si me dirigiera hacia la consumación de un acto inhumano o heroico que trastornaría mi vida: estaba menos borracho de alcohol que de palabras. Tras la barra, el dueño del Martos me saludó como a un cliente de confianza: haría como él, me enrolaría en un barco y buscaría el olvido en la ginebra y en las mujeres de los puertos. No miré hacia el fondo, hacia el lugar íntimo donde estaba la máquina de discos y desde donde venía ahora una pestilente canción sentimental, no sé si de Nino Bravo o de Mari Trini: seguro que el tipo la había puesto para ella, seguro que ésa era la música, por llamarla de algún modo, que a los dos les gustaba. Marina solía decirme que lo malo de las canciones en inglés era que no se entendían, imbécil, pensé ahora, como si hiciera falta. Resuelto a todo, pedí otro cubalibre. Había mucha gente en la barra esa noche, parejas de novios que tomaban raciones y vermús cogidos de la mano y ruidosas pandillas envueltas en humo y en risas excitadas, pero al fondo, cerca de la máquina, sólo estaban sentados ellos dos, el tipo con su cara odiosa de chulería adulta y experiencia, Marina tan maquillada que le relucían los pómulos con un brillo de aceite, con las piernas cruzadas, sosteniendo un cigarrillo con los extremos de los dedos y bebiendo de un vaso con hielo: por un momento la vi desde fuera del amor, durante unos segundos dejé de quererla. Miraba en dirección a mí pero no me veía. El tipo se puso en pie, se acercó a la máquina, muy alto, con los hombros anchos y las manos en las caderas, un chulo de mierda, se inclinó sobre el panel iluminado donde estaban los títulos de las canciones y echó una moneda, ya verás lo que pone, me dije: volvió junto a Marina y ella lo atrajo hacia sí extendiendo su mano con las uñas pintadas y entonces empezó a sonar una canción espantosa, de Demis Roussos, una canción que le taladraba a uno los oídos,
We shall dance,
pero a ella debió de gustarle mucho, porque siguió la melodía moviendo los hombros y echando a un lado la cabeza como si perteneciera a un coro bondadoso, estúpido y feliz, el que sonaba en el disco acompañando a aquel gordo de barriga opulenta bajo la túnica de flores. Ya casi no sentía celos, sino rabia, hacia ella y hacia el tipo y hacia Demis Roussos, y más que nada hacia mí, por estar enamorado de una mujer a la que le gustaban esas canciones y esa clase de seductores repulsivos, por estar espiándola y emborrachándome solo en la barra del Martos en vez de andar por ahí con mis amigos, con razón se burlaban de mí y huían de mis confidencias tristes y de mi premeditado aire de desesperación.

Pero no me iba, no hacía nada, sólo beber y lacerarme con aquella música y con las torpes carcajadas que oía a mi alrededor como una niebla alcohólica, y encendía mi último cigarrillo y miraba de soslayo entre el humo a las dos figuras que se abrazaban en el rincón más oscuro del Martos: me sobresalté de pronto, se marchaban, Marina estaba en pie y se alisaba la falda, pasarían a mi lado y me sería imposible fingir que no los había visto, iba a ponerme rojo, seguro, colorado de humillación y de vergüenza, no me quedaba tiempo para huir. Pero no se iban, el tipo abrió la puerta de cristales que daba al jardín y a la discoteca Acuario's y la dejó pasar delante a ella, a quién pensaba engañar con galanterías semejantes, y desde el interior vino retumbando un ritmo de batería y de bajo. Era tarde, más de las diez, yo no iba a cruzar esa puerta, no me quedaba dinero para pagar la entrada, incluso no estaba seguro de poder sostenerme cuando bajara del taburete y perdiera el apoyo de la barra. Me veo a mí mismo entrando en aquel pequeño jardín con las plantas iluminadas desde abajo por tubos fluorescentes y empujando por primera vez en mi vida la puerta acolchada de una discoteca con el mismo temblor con que pisaría el umbral de un prostíbulo. No vi nada al principio, ningún portero me pidió que pagara una entrada, me envolvió un ritmo denso que golpeaba en la oscuridad rojiza como un corazón entre los blandos tejidos del pecho y cuando empezaron a oírse las trompetas reconocí la canción que estaba sonando:
My girl,
pero no la cantaba Otis Redding, sino los Rolling Stones. Vi divanes tapizados de un rojo muy oscuro, espejos, luces giratorias que me daban vértigo, camisas blancas que fosforescían, lentos cuerpos abrazados y en pie que casi no se movían. Di unos pasos sin ver el suelo ondulado que pisaba, vi a Marina durante menos de un segundo bajo una luz verdosa y luego roja, la sombra de su cuerpo confundida con la sombra del otro, los brazos colgados de su cuello, las caderas moviéndose muy lentamente contra él, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Una voz me llamó: «¡Pero qué sorpresa, madre mía, si es mi amigo el políglota! ¿Cómo es que no estás estudiando para el examen de mañana?» En una especie de cubículo, turbiamente alumbrado por una luz que fluía debajo de la mesa, Pavón Pacheco se arrellanaba con la suficiencia de un gángster, recostado como en un trono en la pared acolchada, rodeando con sus brazos a dos mujeres de pechos grandes y caras chupadas, de edad indefinible, con un aire al mismo tiempo de adolescencia enferma y depravada madurez, provocado sin duda por la ambigüedad de la luz, el maquillaje excesivo y el brillo vacuo y vehemente de los ojos. Había con ellos alguien más, un hombre, pero estaba medio oculto en la sombra, únicamente se veían sus dos manos, que manejaban con velocidad y sigilo un pequeño montón de tabaco y una hoja de papel de fumar. «Siéntate con nosotros, políglota, que te voy a presentar a estos amigos.» Yo no veía bien las caras, desfiguradas por la luz amarilla que subía del suelo, no alcancé a oír los nombres, tan sólo me fijé en que una de las mujeres no llevaba sujetador y en que el hombre que parecía estar liando un cigarrillo tenía una serpiente tatuada en cada uno de sus antebrazos, nervudos y pálidos. «Un lejía», dijo Pavón Pacheco con orgullo al presentármelo, «un caballero legionario recién llegado de Melilla». Las dos mujeres me miraban y se reían entre sí tapándose la boca y daban manotazos y mordiscos a Pavón Pacheco, cuyas dos manos se alargaban simultáneamente hacia los escotes. Una de ellas dijo, «pero si tiene cara de niño», y tardé un poco en darme cuenta de que hablaba de mí y en ponerme colorado, pero ya casi no me acuerdo de lo que ocurrió desde entonces, empezó a oírse a Roberta Flack cantando
Killing me softly with his song
y yo miraba con disimulo inútil a Marina y al tipo que se abrazaba a ella y le hundía la cara en la nuca y le aplastaba las nalgas con sus dos manos abiertas y me sentía morir no suavemente sino con una lentísima crueldad, las dos mujeres se reían simultáneamente abriendo mucho sus grandes bocas pintadas y dándose palmadas en las rodillas mientras los dedos incansables de Pavón Pacheco buscaban bajo sus faldas y sus blusas, yo tenía en la mano un cubalibre que no recordaba haber pedido y que en cualquier caso no podría pagar, el legionario de los antebrazos tatuados me ofrecía un burdo cigarrillo muy ancho en un extremo y muy delgado en el otro, que ardía mal y despedía un humo resinoso. Pavón Pacheco me lo quitaba de los labios diciéndome, «pero no lo fumes así, hombre, que no es un Celtas», y me enseñaba cómo debía fumarlo, con una larga aspiración, igual que aspiraban sus pipas de opio los chinos de las películas, reteniendo mucho rato el humo, expulsándolo muy despacio, con los ojos cerrados, cobijándolo en el interior de la mano ahuecada, pero yo apenas podía fijarme ya en nada, percibía una espesa aleación de música, de humo dulce, de carcajadas y alcohol y olores y penumbra, me moría de risa sin recordar el motivo y veía agrandarse frente a mí las bocas de aquellas dos mujeres, que mostraban unos dientes estropeados y mezquinos, y distinguía en la blancura temblona de sus pechos leves venas azules, tenía el paladar estragado de tabaco y ginebra y cada vez que chupaba uno de aquellos cigarrillos notaba como un roce de lija en la garganta, me atragantaba, hablaba rápidamente en inglés y las dos mujeres se reían y las palabras que yo mismo pronunciaba se alejaban vertiginosamente hacia atrás, como las chispas de un cigarro que alguien sostiene en la ventanilla abierta de un coche disparado a doscientos kilómetros por hora, saliendo de Mágina en mitad de la noche, viajando sin tregua en una dirección desconocida. De pronto noté que me sudaban las manos, que tenía gotas heladas de sudor en la frente, sonaba una música rápida y violenta que me golpeaba en las sienes como los guantes de un boxeador encarnizado, Pavón Pacheco, el legionario y una de las mujeres habían saltado a la pista y bailaban como poseídos, ya no oía a Roberta Flack ni veía a Marina, y la otra mujer estaba hablándome y sus palabras se me perdían una fracción de segundo antes de que llegara a entenderlas, llevaba gafas graduadas, de culo de vaso, unas gafas atroces, y yo no había reparado en ellas hasta ese momento, o tal vez era que acababa de ponérselas, me decía que a ella también le gustaba mucho leer libros, pero que no tenía tiempo, con aquella vida, qué vida, le pregunté, pero iba a morirme, si no salía y respiraba aire fresco iba a vomitar, allí mismo, sobre la mesa y las copas, sobre la moqueta fluorescente en la que brillaban puntos rojos y amarillos de luz, tenía que levantarme y me faltaban las fuerzas, pero ya estaba en pie, avanzaba tambaleándome y sin ver dónde pisaba entre un enredo de cuerpos que se movían en la oscuridad al ritmo de la música como una de aquellas gusaneras que aparecían en la huerta entre los grumos de estiércol, iba a morirme de asco, imaginaba cualquier cosa y la veía, vi un instante a Marina retorciéndose entre unos brazos masculinos, crucé el jardín iluminado entre un rectángulo de muros tan altos como los de un pozo y luego mi mano se deslizó a lo largo de la barra del Martos y giró el pomo de una puerta y me encontré solo y extraviado en el aire frío de la noche, sin saber dónde estaba ni hacia dónde podría dirigir mis pasos, parado en medio de la calle, con las piernas abiertas, viendo mi larga sombra delante de mí, escuchando con un residuo último de lucidez las campanadas de las doce que sonaban en la plaza del General Orduña. Volví a oírlas, las conté otra vez y sonaron nada más que cinco. Pero tiritaba de frío y ya no estaba en la puerta del Martos, sino en un lugar que me costó reconocer, sentado en un escalón de piedra lisa y helada, apoyando la nuca contra la madera áspera de una puerta. Bombillas en las esquinas, un rumor de hojas de árboles movidas por un viento imperceptible, una casa con dos torres muy altas y un alero de gárgolas. Estaba en la plaza de San Lorenzo, echado contra la puerta de mi casa, acababan de dar las cinco de la mañana y yo no sabía cómo pude llegar hasta allí ni cuánto tiempo llevaba tiritando de frío en el escalón. Se me habían borrado de la memoria las cinco últimas horas, lo último que recordaba eran las campanadas de las doce y el terror a que mi padre me estuviera esperando levantado. Oí un ruido de pasos, un cerrojo que se descorría, los goznes de una puerta. Una luz amarilla proyectó mi sombra sobre la tierra apisonada de la plaza. Mi padre, muy alto frente a mí, con su pelo canoso, con su chaqueta de vender bajo el brazo, acababa de levantarse para ir al mercado y estaba mirándome con incredulidad y desprecio, como si no pudiera soportar el asombro por la vergüenza que sentía.

Nadia se echa a reír, desconcertada al principio, halagada por los celos retrospectivos de él, que se parecen tanto a los suyos, entorna los ojos castaños y se toca ligeramente los labios con las yemas de los dedos, está queriendo acordarse con detalle de algo o encontrar unas palabras que sean tan exactas como el metal claro de su voz y sonríe en silencio, aprieta los labios, adelanta un poco el mentón, traga saliva, él ya conoce esos gestos y sabe que preludian un tranquilo monólogo, y al mirar tan de cerca su cara pensativa y delgada entre la ancha melena que le llega a los hombros desnudos se pregunta cómo fue cuando tenía diecisiete años y llevaba el pelo largo y liso y partido por la mitad y la frente descubierta, en qué se parecían a los de la mujer de ahora los rasgos de la muchacha medio norteamericana que llegó a Mágina con la de que iba a descubrir el país perdido y la oculta biografía de su padre y acabó comprobando después de unos pocos meses que los lazos íntimos de su mutua lealtad se les habían extraviado a los dos en el viaje desde América y que era tan imposible su restitución como una marcha hacia atrás en el tiempo, hacia el momento no percibido por ella, aunque sí por él, pues llevaba años esperándolo, como el vigía de una fortaleza en el desierto que ha empezado a ser sitiada mucho antes de que se distinga la primera silueta lejana del primer enemigo, en que se bifurcaron sus dos vidas, no porque apareciera alguien, el hombre que le arrebataría a su hija, sino porque surgieran en ella los estigmas de la mujer futura en la que sin saberlo ya estaba convirtiéndose, la que permanecería soberana y joven en el mundo cuando él, su padre, declinara en dirección a la muerte y se perdiera en ella exactamente igual que si no hubiera vivido nunca.

Pero ella no podía imaginar entonces la intensidad desesperada y lacónica del amor de su padre. La descubrió mucho tiempo después, en una residencia de ancianos de New Jersey, durante cada uno de los días que tardó en llegarle una muerte serenamente deseada, cuando él le contó por fin las vidas que había vivido antes de que naciera ella y volvieron a mirarse como no se miraban desde aquel único invierno que pasaron juntos en Mágina. El hombre alto y enérgico de cuyo brazo iba ella por los aeropuertos y luego por los vestíbulos de los hoteles y las calles luminosas de Madrid le parecía ahora un jubilado monótono y más bien egoísta que pasaba las tardes sentado en un sofá con una chaqueta vieja, unas gafas de leer y una copa al alcance de la mano y mantenía desganadas conversaciones en voz baja con otro anciano prematuro, el fotógrafo gordo que hasta el mes de abril no se quitó el abrigo y la bufanda por miedo a las corrientes de aire. La incomodaba notar detenidos en ella los ojos claros e inquisitivos de su padre, alojados en la sombra de sus cejas espesas, le hacía temprano la comida para poder irse cuanto antes, fregaba rápidamente los platos y ordenaba con descuido la cocina y el comedor, algunas veces se olvidaba de vaciar los ceniceros y salía a toda prisa, no sin pintarse antes los labios y los ojos, y su padre, sentado en el sillón, con las gafas caídas sobre la nariz aguileña y un libro o una copa en la mano, la miraba irse en silencio o le decía adiós con una pesadumbre mal disimulada por la sonrisa de siempre, la que los había aliado por encima de todo y sin necesidad de palabras hasta una noche cualquiera del invierno anterior, cuando ella volvió un poco más tarde de lo habitual y no le contó dónde había estado y él no hizo ninguna pregunta y supo con sólo mirarla que todo lo que había esperado y temido desde que ella alcanzó la pubertad estaba empezando a ocurrir. Alguna vez se iría para siempre como se iba ahora cada tarde, adulta, extraña, maquillada, transfigurada no por las formas de sus caderas y sus pechos sino por la posesión de un secreto que a él le era inaccesible y lo confinaba gradualmente en la impotencia asombrada y quejumbrosa de la vejez.

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