Read El juego de Sade Online

Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (12 page)

—¿Y entonces?

—Está bien, Jericó: el mismo día que usted me consultó por un lugar distinto, por la mañana, un hombre a quien no había visto nunca se sentó en esta barra, me pidió un Bloody Mary y me dio conversación. Usted ya sabe que soy esquivo con los clientes, pero aquel señor me dijo que le conocía a usted y —aquí Toni se detiene y hace un gesto de negación con la cabeza— me untó para que le entregara la tarjeta.

—¡No te entiendo!

—Aquel tipo, que no me proporcionó su nombre a pesar de habérselo preguntado, sabía que últimamente usted acude aquí todas las tarde. El caso es que conocía muchas cosas de usted. Me pagó quinientos euros para que le entregara la tarjeta. ¡De hecho, debía ser yo quien se la ofreciera, pero me lo puso tan fácil!

—¿Quinientos euros?

—Sí, Jericó, una tercera parte de lo que gano aquí en un mes. ¿Me entiende?

—Claro que sí, Toni. Yo no habría dudado ante una oferta así. ¿Y si por algún motivo ayer, jueves, se me hubiese ocurrido no venir?

—El que me entregó la tarjeta me indicó que cuando se la hubiera entregado a usted, llamara al mismo número de móvil que figuraba en ella y que solo dijera: «El pez se ha tragado el anzuelo.»

Te da por echarte a reír. ¡Esta sí que es buena, Jericó! Te han tratado como a un mísero pescado.

—¡Espero no haberle metido en ningún lío! El desconocido me aseguró que solo era un juego divertido, y como me había dado muestras de conocerlo… —declara Toni, visiblemente afectado.

Es la primera vez que le has visto romper el aura impasible. Y por quinientos euros. Una confirmación de que todo tiene un precio. Incluso la imperturbabilidad de Toni.

Te contienes de contestar: «¡Desde luego que me has metido en un lío! ¡Gracias a ti se la metí por el culo a una depravada, y sin goma! ¡Tal vez el sida, quién sabe!» Reprimes la respuesta porque sabes que el muchacho no es el último responsable de tu estupidez. Fuiste tú quien cedió al instinto de sodomizarla.

—Por cierto, Toni, ¿cómo era este hombre?

—¿Se refiere a su físico?

—Sí.

En este mismo momento una mujer sentada en la barra lo reclama. Toni se disculpa y la atiende. Es una ejecutiva que trabaja cerca y suele acudir a tomar un café antes de ir a la oficina. Habéis charlado alguna vez. Es fea, pero tiene un sentido del humor fantástico. Montserrat —así se llama— le paga la cuenta. Cuando pasa por tu lado, se detiene:

—¿No has dormido bien, Jericó? Pareces cansado.

—La crisis, Montserrat, la maldita crisis que acabará cincelándonos el rostro a todos. A todos menos a ti, claro, que mantienes intacta esa sonrisa seductora.

Esboza un gesto femenino de agradecimiento y te corresponde:

—¡Gracias por el piropo, Jericó! Aún quedan hombres de verdad a pesar de la crisis.

Le diriges una sonrisa falsa. Te cae bien, pero tiene una cara poco agraciada. Miras cómo se aleja sobre sus tacones de aguja, moviendo el culo en actitud seductora, seguramente consciente de que tiene cuatro ojos masculinos clavados en el trasero.

—¿Por cierto, qué va a tomar, Jericó?

—Un café con edulcorante. Pero antes, Toni, dime cómo era el tipo que te dio la tarjeta.

Toni finge reflexionar.

—Edad avanzada, estatura mediana, complexión atlética, gafas de sol, traje azul, camisa blanca, pelo claro y largo, sombrero de tela, bigote claro y fino…

No se te ocurre nadie con esos atributos físicos.

—¿Sabe quién es? —te pregunta el camarero.

—Ahora mismo no caigo.

Te quedas pensativo mientras él prepara el café. No consigues identificar a ninguno de tus conocidos en el retrato robot de Toni. Cabe la posibilidad, Jericó, de que el tipo fuera disfrazado. La descripción obedece a un perfil excesivamente estrafalario. Y tú, el único estrafalario que conoces es Gabo, pero él es alto, delgado y tiene el cabello blanco como el difunto
Copito de Nieve
.

Te has bebido el café intrigado por la identidad del misterioso desconocido y antes de despedirte definitivamente de Toni le adviertes:

—¡La próxima vez que alguien te entregue una tarjeta para mí y te unte, como dices, iremos a medias!

Él sonríe fugazmente. Tú también. Pero desde este momento Toni, el camarero sempiterno, el camarero modélico, ha perdido su aura.

 

A pesar del paso por el pub cafetería, llegas temprano a la visita concertada y Eduard aún no está. De hecho, cuando llamas al timbre del portero automático, nadie te responde. Decides esperarlo sentado en un banco de la calle de Muntaner, junto a su consulta, esforzándote por aclarar la identidad del misterioso «hombre».

Luce un solecito tímido y amoroso. Con el bienestar, te entra sueño, echarías una cabezadita, pero no puedes dormir como un vagabundo en medio de la calle.

¿No puedes, dices? ¿Por qué? Ahora ya no eres el gran promotor ilustrado que tenía el mundo a sus pies. ¿Ves a aquel viejo desharrapado que sube con un carrito de la compra a reventar de indigencia? ¡Podrías acabar así, Jericó, o sea que no me vengas con prejuicios fariseos, que ya has perdido la casta!

Has seguido con una mezcla de horror y perplejidad el lento avance del viejo indigente, que se detiene en todas las papeleras para escrutar en su interior, hasta que la figura ufana de Eduard —en claro contraste con la del pobre anciano— ha desviado tu atención.

Eduard está buscando en el manojo de llaves la que abre la puerta de la portería. Te apresuras, antes de que entre y la cierre. Lo llamas por su nombre. No te oye. Lo intentas de nuevo. Ahora, sí. Se vuelve y te ve llegar a paso ligero. Os estrecháis la mano.

—¡Jericó! ¿Hace mucho que esperas?

—No. ¿Cómo estás?

—¡Resistiendo! Venga, subamos, que aquí hace calor.

Él entra primero. La espalda de Eduard es amplia; el torso, atlético. A pesar de los cincuenta y tantos, se mantiene en forma gracias al tenis y al golf. Sujeta la puerta con las manos y con un gesto te invita a entrar. Viste impecablemente. Lleva un traje de Armani beis y unos zapatos de cordones color burdeos. Desprende una fragancia de colonia Tabac que forma parte de la marca de la casa. Desde que lo conoces, presume de ser fiel a ese perfume.

—¡Jericó, estoy realmente intrigado por saber qué necesitas de mí con tanta urgencia! —confiesa, mientras pulsa el botón de llamada del ascensor.

—Estoy preocupado por un asunto y necesito un amigo médico.

Te dirige una mirada escrutadora.

—No tienes mal aspecto, quizá los ojos delatan cierta falta de sueño. ¿Has dormido poco?

—Mejor te lo cuento todo en tu despacho —dices, entrando en el holgado espacio del ascensor.

Durante el brevísimo trayecto, repasas lo que le puedes contar y lo que no. Mentirás, como de costumbre, y silenciarás que te encontraste con Alfred, su hijo, para eludir la complicidad de Magda en el asunto del Donatien.

—¡Ya estamos! Por cierto, ¿cómo está Shaina? ¿Tan guapa como siempre?

Disimulas el malestar que te ocasiona la pregunta.

—Sí.

Sonríe, poniendo de manifiesto una ortodoncia de manual, y abre la puerta de la consulta. Todo está en penumbra, porque las persianas de librillo están cerradas, pero lo sigues con pasos decididos hacia su despacho.

Eduard le da al interruptor que enciende los ojos de buey de la estancia y te indica que tomes asiento en una de las dos butacas de visita mientras abre las lamas de las persianas.

—Cerramos para evitar que la consulta se caliente demasiado. Este piso es un horno, le da el sol todo el día.

Te has sentado unas cuantas veces en esta misma butaca, aunque muy pocas lo has hecho para consultarle algún problema de salud. Han transcurrido cinco años, desde la última visita. Acudiste después de la diagnosis de una anemia en un análisis rutinario que Eduard solucionó con unos complejos vitamínicos y una dieta especial.

—¡Bien, te escucho, Jericó! —declara desde su asiento, que percibes que es un poco más alto que el del visitante, quizá para manifestar una especie de autoridad.

—Ayer por la noche salí a cenar con unos posibles compradores de la promotora. Después de la comida, fuimos a tomar unas copas. Bebí más de la cuenta y conocí a una chica rubia en un pub. No sé bien cómo, fui a su casa y mantuvimos relaciones sexuales. Lo jodido del caso es que no usé preservativo. Y como imagino que la chica es promiscua, quisiera averiguar la posibilidad de haber contraído una enfermedad venérea o el sida. Más que nada, para no contagiar a Shaina.

¡Bravo, Jericó! Conciso, sintético, mentiroso y cínico. Tal como están las cosas entre vosotros, el contagio de Shaina es lo de menos, pero te ha quedado muy bien, exquisitamente fariseo delante de tu amigo médico, hombre de sanas costumbres. ¿Nunca aprenderás a sincerarte de verdad? ¡Si se te pone dura cuando lo piensas, cuando revives el momento en que esa zorra era tuya! El sexo es así: instintivo, primitivo e indeliberado. Sexo es sexo. Ni amor, ni ternura, ni puñetas. Lo has leído en los fragmentos de
La filosofía en el tocador
que has encontrado por Internet. Este era el
leitmotiv
del marqués de Sade: escenificar el triunfo del instinto remoto, amortajado por el andrajoso sudario de una conciencia artificiosa.

 

Eduard se ha quedado absorto. Te observa fijamente. La mirada gris perla te desnuda y las facciones graves del rostro bronceado desdicen la sonrisa efímera que dibujan sus labios. Apoya los codos sobre la mesa, se adelanta y, con las manos cruzadas y los pulgares apuntando al cielo, te pregunta:

—¿Era una prostituta?

—No, que yo sepa. Era una chica liberal. Intuyo, por la escasa información que tengo, que muy promiscua.

—¿Las relaciones fueron normales?

La pregunta te deja desconcertado. Sientes cierto pudor de confesarle que la sodomizaste, pero llegas a la conclusión de que es un detalle de suma importancia por lo que hace al caso.

—No exactamente, de hecho la penetré por detrás… Sodomía.

El último término te ha salido cavernoso del pecho, como si se resistiera.

Los ojos de Eduard no ocultan su sorpresa. Yergue la espalda, une las palmas en actitud oratoria y apoya los dedos en los labios, seccionando el rostro en dos mitades. Sonríe, para tu perplejidad, y mueve la cabeza bajando la barbilla.

—¡Menudo golfante estás hecho, Jericó! ¡Sí que te lo tenías callado! ¡Sodomía!

«¿Bromea?» Por las dudas, no te atreves a añadir nada. Esperabas una amonestación.

—Por detrás es mejor, ¿no? El orificio es más estrecho, menos lubricado y el placer se intensifica. Cuando estás a punto de eyacular, cuando se te hincha el pene dentro del angosto orificio, entonces es… ¿sublime?

Ahora sí que te has quedado completamente dislocado. «¿De qué va Eduard? ¿Está poniéndome a prueba?»

—Para serte sincero, es la primera vez en la vida que lo he hecho contra natura.

¡Ya está! Ya te ha salido el Jericó asceta, el digno hijo de su padre. ¡Contra natura! ¿Contra natura? Eso mismo te inquiere él:

—¿Contra natura? Hacía mucho tiempo que no oía esta expresión. Dime, Jericó, ¿qué es natural y qué no lo es? Me temo, amigo mío, que ya tenemos cierta edad para relativizar algunas cosas, ¿no?

Te sientes intimidado. No esperabas la complicidad de un amigo al que suponías un hombre ejemplar, serio y de sanas costumbres.

—¿Tú también has sodomizado a alguien?

Demasiado tarde te das cuenta del alcance de la pregunta que acabas de formular. ¿Cómo puedes ser tan cretino? ¿Cómo se te ocurre preguntarle al médico confesor si él también ha pecado? Tú eres el paciente, y él, el médico. A ti te corresponde confiárselo todo.

La pose seria de Eduard te escama.

—Pues claro que he sodomizado a mujeres. Si no, ¿cómo iba a saber que la estrechez del ano y su escasa lubrificación intensifican el placer? ¡Eso, Jericó, no se aprende en los libros de medicina!

Os quedáis en silencio, examinándoos.

—¿Sorprendido?

—Pues, sí —le respondes, encogiéndote de hombros.

—¡Así es la vida, Jericó! No te preocupes, los números cantan que solo hay un nueve por ciento de probabilidad de contagio de sida en un caso así. Te harás un análisis completo en un laboratorio de confianza y, en cuanto tenga los resultados, te los haré saber. Te anotaré la dirección y el teléfono del laboratorio y les entregarás una nota mía. Mañana sábado está abierto hasta mediodía. Cuanto antes vayas, antes tendremos los resultados. Mientras tanto, evita a Shaina, aunque supongo que debe de ser difícil, ¿no?

¿Evitar a Shaina? ¡Si supiera que hace dos meses que no estáis juntos! No te será difícil evitarla, porque es justamente ella la que te esquiva. Eduard ignora que folla contigo porque no tiene más remedio, porque aún depende de tu pasta. Estáis juntos cuando tú lo pides, pero lo hace sin ganas. Se te entrega como una muñeca hinchable y cierra los ojos, no los abre en ningún momento mientras dura el jaleo genital.

Antes, cuando todo marchaba, se estimulaba el clítoris mientras la penetrabas —Shaina, como muchas mujeres, necesita la ayuda adicional de su dedo para llegar al orgasmo—, pero desde que la tirantez os acompaña, simplemente se abre de piernas, pasiva y entregada.

El politono de un móvil, una melodía clásica, llena la habitación. Eduard, que estaba escribiendo con una pluma la nota para el laboratorio, rebusca en el bolsillo de la americana hasta que encuentra un iPhone de última generación.

—¿Sí? —responde, mirándote con una sonrisa pícara.

Quien lo llama le está contando algo que le hace cambiar radicalmente de expresión. Eduard lo escucha con la mirada perdida y una mezcla de desaliento y desconcierto dibujados en el rostro.

—¿Dónde estás? ¡De acuerdo! Cálmate y no te muevas, que ahora mismo voy.

Cuelga y suspira. Está abatido y trastornado. Algo ocurre, de eso no cabe la menor duda. La llamada lo ha dejado fuera de juego.

—¿Qué ha pasado? —lo interrogas.

Con la mirada previa a su breve explicación te transmite el mal augurio.

—Era Alfred. Está en casa de Magda, su compañera. Dice que está muerta sobre la cama. Parece que la han asesinado…

 

No habéis tardado mucho en marcharos. El tiempo necesario para que Eduard cogiera el maletín de urgencias y lo convencieras para acompañarlo con el todoterreno, estacionado en un párking cercano. Ha sido fácil persuadirlo. La otra opción que tenía era coger un taxi, porque siempre va al consultorio en metro y ha dejado el vehículo en el párking de su casa, en Sant Cugat.

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