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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (11 page)

Cuando se trata de recaudar fondos, la ley federal establece que no puedes realizar llamadas desde tu oficina gubernamental o desde un teléfono del gobierno, lo cual es la razón por la que, a tan poco tiempo de que se celebren las elecciones, la mitad del Congreso abandona el Capitolio para efectuar llamadas desde alguna otra parte. El miembro medio camina tres manzanas hasta las cabinas telefónicas instaladas en los cuarteles generales de campaña de los partidos Demócrata y Republicano. Los miembros más astutos contratan a un asesor en recolección de fondos para que los ayude a elaborar una base de datos personal de partidarios fiables y donantes potenciales. Y aproximadamente una docena de miembros genios-chiflados besan el anillo y contratan a Len Logan, un experto en recaudación de fondos tan organizado que la sección «Comentarios» de sus hojas de llamada tiene detalles como: «Ella acaba de finalizar su tratamiento para el cáncer de pecho».

—Sí, sí… ya la tengo —dice Stevens mientras el teléfono suena en mi oído.

—Hola… —responde una voz femenina.

El senador me alcanza el pescado de cola amarilla; yo le paso el auricular. Nuestros movimientos han llegado a estar más coordinados que los de un ballet.

—¿Qué hay, Virginia, cómo está mi luchadora preferida?

Asiento, vivamente impresionado. «No vuelvas a presentarte, si se supone que sois viejos amigos». Mientras Stevens inicia un galope de dos minutos por el carril de la memoria, uno de mis dos teléfonos móviles comienza a vibrar en mi bolsillo. El que llevo en el bolsillo derecho lo paga la oficina del senador. El que está en el bolsillo izquierdo lo pago yo. Público y privado. Según Matthew, en mi vida no hay distinción. Pero lo que él no alcanza a comprender es que, si amas tu trabajo como lo hago yo, no debe haber ninguna distinción.

Comprobando que Stevens sigue ocupado con su llamada, meto la mano en el bolsillo izquierdo y echo un vistazo a la pequeña pantalla verde del teléfono. «Identidad bloqueada». Son todas las personas que conozco.

—Harris —contesto.

—Harris, soy Cheese —dice mi ayudante con voz temblorosa. El tono ya no me gusta nada—. No… no sé cómo… Es Matthew… él…

—¿Matthew, qué?

—Lo atropelló un coche —dice Cheese—. Está muerto. Matthew está muerto.

De pronto se me aflojan todos los músculos del cuerpo y es como si mi cabeza se alejase flotando de mis hombros.

—¿Qué?

—Sólo te estoy diciendo lo que he oído.

—¿De quién? ¿Quién lo dijo? —pregunto, buscando la fuente.

—Joel Westman, que se enteró por su primo que trabaja en la policía del Capitolio. Aparentemente, alguien en la oficina de Carlin olvidó el pase del aparcamiento y tuvo que aparcar el coche en la zona de los clubes de
striptease
. Al volver vio los cuerpos…

—¿Había más de uno?

—Aparentemente, el cabrón que atropello a Matthew huyó presa del pánico. Se estrelló contra un poste de teléfonos y murió en el acto.

Me pongo en pie de un brinco y me paso la mano por el pelo.

—¿Por qué no…? No puedo creerlo… ¿Cuándo ocurrió?

—No tengo ni idea —tartamudea Cheese—. Acabo… Acabo de recibir la llamada. Harris, han dicho que Matthew había ido allí para comprar drogas.

—¿Drogas? Imposible…

El senador me mira, preguntándose qué sucede. Fingiendo no darme cuenta, hago algo que jamás debe hacerse a un senador. Le doy la espalda. No me importa. Se trata de Matthew… mi amigo…

—¿Va todo bien? —me pregunta el senador cuando me tambaleo hacia la puerta.

Sin contestarle, abro la puerta de par en par y salgo disparado de la habitación. Directo a la escalera.

—La parte más extraña es que vino un tío del FBI preguntando por ti —añade Cheese.

Las paredes de la escalera se cierran desde los cuatro costados. Me aflojo la corbata, incapaz de respirar.

—¿Perdón?

—Dijo que tenía que hacerte algunas preguntas —explica Cheese—. Quería hablar contigo lo antes posible.

Mis palmas húmedas resbalan sobre el pasamanos y pierdo pie. Me deslizo por encima de los primeros escalones. Una mano firme impide la caída.

—¿Harris, estás ahí? —pregunta Cheese.

Salvando los últimos tres escalones, salgo a la calle en busca de aire fresco. Pero no me ayuda. No cuando mi amigo está muerto. Mis ojos se llenan de lágrimas y las palabras rebotan a través del cráneo. Mi amigo está muerto. No puedo creer que esté…

—Harris, dime algo… —añade Cheese.

Tenso los músculos de la mandíbula e intento enterrar las lágrimas en la garganta. No funciona. Miro a ambos lados de la calle en busca de un taxi. No hay ninguno a la vista. Sin siquiera pensarlo, echo a correr calle arriba. Es mejor buscar información. En Union Station, la cola de taxis es demasiado larga. No tengo tiempo que perder.

—Harris… —pregunta Cheese por tercera vez.

—Sólo dime dónde ocurrió.

—Escucha, no hagas nada…

—¿Dónde se produjo el jodido accidente?

—En New Jersey. Junto al club de
striptease
.

—Cheese, escúchame bien. No le digas a nadie lo que ha pasado. Esto no es cotilleo de oficina. Es un amigo. ¿Entendido?

Antes de que pueda contestar, cierro el teléfono, giro en la esquina y acelero el paso. Mi marcha se convierte en una carrera y luego en un
sprint
a toda velocidad. Mi corbata se agita por encima del hombro, ondeando al viento. Un lazo corredizo alrededor del cuello. Sólo me faltaría eso.

Mientras corro hacia el paso elevado de New Jersey Avenue, veo luces intermitentes que brillan en la distancia. Pero en el instante en que me doy cuenta de que son amarillas en lugar de rojas, sé que es demasiado tarde. En el camino particular de grava, la puerta del conductor de una grúa-remolque de plataforma se cierra y el motor se pone en marcha. En la parte posterior de la plataforma hay un Toyota negro con la parte delantera aplastada. El conductor acelera y la grúa se aleja hacia el sureste de D.C.

—¡Espere! —grito, corriendo tras el vehículo calle amba—. ¡Por favor, espere!

No tengo ninguna posibilidad. No soy tan veloz. Pero en la parte trasera de la grúa, el frente aplastado del Toyota sigue mirándome. Sigo corriendo a toda velocidad, con los ojos fijos en la parrilla, que me incita con su sonrisa fatua. Es una sonrisa torcida, con una profunda abolladura en el lado del conductor. Como si hubiese golpeado algo. Luego advierto la mancha oscura hacia la parte inferior de la parrilla. No sólo algo. Alguien.

Matthew…

—¡Espere… espere!

Grito hasta que me arde la garganta. Todavía no entierra el dolor. Nada lo hace. Es como si tuviese un sacacorchos en el pecho que se tensara a cada segundo que pasa. Sigo corriendo, mirando el mundo a mi alrededor, buscando algo… cualquier cosa que tenga sentido. Nunca lo tiene. Los dedos de los pies se curvan. Los pies me escuecen. Y el sacacorchos continúa tensándose en el pecho.

La grúa desprende una nube de humo negro por el tubo de escape y se pierde al final de la manzana. Yo me quedo sin combustible justo al lado del camino particular de grava, donde la grúa recogió el Toyota hace unos minutos.

Hace dos semanas, un mensajero asiático de diecisiete años fue víctima de un atropello y fuga a pocas manzanas de mi casa. La policía acordonó durante seis horas la escena del crimen para tomar muestras de los otros vehículos con los que había chocado el coche. Inclinado, con las manos apoyadas en las rodillas y cubierto de sudor, miro arriba y abajo de la manzana. No hay rastros de cinta amarilla. Quienquiera que se haya hecho cargo de esta escena del crimen… quienquiera que la haya limpiado… encontró aquí todas las respuestas que necesitaba. Ningún sospechoso. Ningún cabo suelto. Nada de lo que preocuparse.

Ofuscado y confuso, pateo una piedra suelta de la calle. Recorre el pavimento y choca contra la acera. A poca distancia del poste de teléfonos. En la base hay unos trozos de cristal de los faros delanteros rotos y unos trozos de hierba desarraigados en la zona desde la que arrastraron el coche. Aparte de eso, el poste está intacto. Estiro el cuello hacia arriba. Tal vez unos diez grados.

No es difícil seguir el rastro hacia atrás. Las huellas de los neumáticos en la grava me indican el lugar donde las ruedas empezaron a girar. Desde allí, el rastro continúa en línea recta hacia arriba del camino particular. Y acaba en el contenedor.

Pateo otra piedra a través de la grava, pero cuando choca contra el contenedor, el sonido del metal es diferente. Hueco. Completamente vacío.

En la base del contenedor hay una abolladura y un charco oscuro justo debajo. Me digo que no debo mirar, pero… debo hacerlo. Bajo la barbilla y miro de soslayo rápidamente. Espero que sea rojo, como alguna fea secuela de un navajazo. No lo es. Es negro. Sólo una mancha negra y superficial. Es todo lo que queda.

Mi estómago da un salto mortal y un mordisco ácido asciende por mi garganta. Aprieto los dientes con fuerza para combatir el vómito. La cabeza vuelve a flotar lejos de mis hombros y trastabillo hacia atrás, tratando de recuperar el equilibrio. Pero no lo consigo. Caigo de culo sobre la grava del camino particular y mis manos se deslizan sobre los pequeños guijarros. Lo juro, no puedo moverme. Ruedo sobre un costado, pero no hago más que acercarme otra vez a la abolladura que hay en el contenedor. Y a la mancha negra. Y al montón de piedras que hay alrededor. No estoy seguro de por qué he venido aquí. Pensé que eso haría que me sintiera mejor. Pero no ha sido así. Con la mejilla apoyada en el suelo, dispongo de una visión de hormiga del fino espacio que hay debajo del contenedor. Si fuese lo bastante pequeño, me escondería allí, agazapado detrás de los envoltorios de goma de mascar, botellas de cerveza vacías y… y algo que está obviamente fuera de lugar… Está realmente enterrado allí detrás… sólo alcanzo a verlo cuando la luz del sol incide sobre él…

Inclino la cabeza hacia un lado, deslizo el brazo debajo del contenedor y saco la credencial azul brillante con las letras blancas:

MENSAJERO DEL SENADO

VIV PARKER

Me quedo boquiabierto. Siento los dedos entumecidos. Hay un poco de tierra sobre las letras, pero se desprende rápidamente. La credencial brilla, no ha estado allí mucho tiempo. Vuelvo a mirar la abolladura del contenedor y la mancha negra. Tal vez un par de horas.

«Oh, mierda». Sólo podía haber una razón para que Matthew se relacionara con un mensajero del Senado. Hoy era el día. Nuestra estúpida y jodida apuesta… Si ambos estaban aquí, tal vez alguien…

El móvil suena en mi bolsillo y retrocedo bruscamente debido a la vibración en la pierna.

—Harris —contesto, abriendo el móvil.

—Harris, soy Barry, ¿dónde estás?

Echo un vistazo al solar desierto, haciéndome exactamente la misma pregunta. Puede que Barry sea ciego, pero no es estúpido. Si me está llamando aquí, él…

—Acabo de enterarme de lo de Matthew —dice Barry—. No puedo creerlo. Yo… lo siento mucho.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Cheese. ¿Porqué?

Cierro los ojos y maldigo a mi ayudante.

—Harris, ¿dónde estás? —añade Barry.

Es la segunda vez que lo pregunta. Y sólo por esa razón, no obtiene ninguna respuesta.

Me levanto y me sacudo el polvo de los pantalones. La cabeza aún me da vueltas. No puedo hacer esto ahora… pero… debo hacerlo. Necesito averiguar quién más lo sabe.

—Barry, ¿has hablado de esto con alguien más?

—Con nadie. Con casi nadie. ¿Por qué?

Barry me conoce demasiado bien.

—Nada —le digo—. ¿Qué hay de los compañeros de oficina de Matthew… lo saben ya?

—En realidad, acabo de hablar con ellos. Llamé para pasar la voz, pero Dinah… Trish del Senado… ya lo sabían. De alguna manera, recibieron la noticia antes que los demás.

Miro la credencial del paje que tengo en la palma de la mano. Durante todo el tiempo que estuvimos practicando el juego, nunca fue importante contra quién estábamos apostando. Eso era lo divertido. Pero en este momento, tengo la horrible sensación de que es lo único que importa.

—Barry, tengo que dejarte.

Pulso el botón de fin de llamada y marco un nuevo número. Pero antes de que pueda terminar, oigo un leve crujido en la grava detrás del contenedor. Me vuelvo rápidamente pero no veo a nadie.

«Mantén la calma», me digo.

Respiro profundamente y dejo que el aire me limpie el abdomen. Como solía hacer mi padre cuando llegaban las facturas. El dedo vuelve al teclado. Es hora de ir a la fuente. Y cuando se trata del juego, la única fuente que conozco es la persona que me metió en él.

—Oficina de Bud Pasternak, ¿en qué puedo ayudarlo? —contesta una voz femenina. El jefe de Barry. Mi mentor.

—Melinda, soy yo. ¿Está en su despacho?

—Lo siento, Harris. Está reunido.

—¿Puedes interrumpirlo?

—Esta vez, no.

—Vamos, Melinda…

—No trates de camelarme, encanto. Está con un pez gordo.

—¿Cómo de gordo?

—Rima con
Bicrosoft
.

Detrás de mí hay otro crujido en la grava. Me doy la vuelta para seguir el sonido. Un poco más arriba del camino particular, detrás de unos arbustos.

Eso es todo. Estoy agotado.

—¿Quieres dejar algún mensaje? —pregunta Melinda.

No acerca de esto. Matthew… el FBI… Es como una marejada, elevándose encima de mi cabeza, a punto de precipitarse sobre mí.

—Dile que voy hacia allá.

—Harris, no puedes interrumpir esta reunión…

—Jamás se me pasaría por la cabeza —digo antes de cerrar el teléfono. Ya estoy corriendo de regreso hacia el paso elevado. Me encuentro a un par de manzanas de First Street. Sede de Pasternak&Asociados.

Capítulo 10

—Me alegro de verla —saludó Janos, atravesando el vestíbulo de Pasternak&Asociados y haciendo un rápido gesto con la mano a la guardia de seguridad a modo de saludo.

—¿Puede firmar, por favor? —dijo la mujer, dando unos golpecitos con el dedo sobre el libro que estaba abierto sobre su escritorio.

Janos se detuvo y se volvió hacia la mujer. No era el momento de montar una escena. Era mejor actuar con calma.

—Naturalmente —contestó mientras se acercaba al escritorio. Con un ligero movimiento de su pluma, garabateó el nombre «Matthew Mercer» en el libro de registro.

La guardia de seguridad miró las letras «FBI» en la cazadora azul y amarilla de Janos. Para sellar el trato, Janos exhibió fugazmente una reluciente placa de sheriff que había conseguido en una vieja tienda de artículos del ejército y la armada. Cuando Janos la miró, la mujer apartó la vista.

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