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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (15 page)

—Tengo uno para ti, Viv —anunció Blutter cuando ella abrió la puerta vidriera y percibió el aire viciado y familiar del guardarropa. Destinado originalmente a guardar los abrigos de los senadores cuando tenían trabajo en el hemiciclo, el guardarropa seguía siendo un espacio pequeño y confinado. No tuvo que andar mucho para llegar a donde estaba Blutter.

—¿Es cerca? —preguntó Viv, ya exhausta.

—S-414-D —dijo Blutter desde su asiento detrás del escritorio principal del guardarropa.

De los cuatro funcionarios a tiempo completo que contestaban a las llamadas en el guardarropa, Ron Blutter era el más joven a sus veintidós años, lo cual era también la razón de que fuese el jefe del guardarropa designado a cargo del programa de los mensajeros. Blutter sabía que era un trabajo de mierda, seguir la pista de su grupo de chicos de dieciséis y diecisiete años acosados por la pubertad, pero al menos era mejor que ser mensajero.

—Preguntaron por ti personalmente —añadió Blutter—. Algo relacionado con la oficina de tu patrocinador.

Viv asintió. La única forma de conseguir trabajo como mensajero era que te patrocinara algún senador. Pero como única mensajera negra en todo el programa de mensajeros, estaba acostumbrada al hecho de que el trabajo incluía otros requerimientos aparte de entregar paquetes.

—¿Otra sesión fotográfica? —preguntó.

—Supongo. —Blutter se encogió de hombros mientras Viv firmaba en la hoja del localizador—. Aunque por el número de la habitación… tal vez se trate solamente de una recepción.

—Sí, estoy segura.

Detrás de ella, la puerta del guardarropa se abrió y el senador por Illinois entró pesadamente en la estrecha habitación, dirigiéndose directamente a las viejas cabinas telefónicas de madera que se alineaban junto a las paredes en forma de L. Como siempre, los senadores estaban metidos dentro de las cabinas, devolviendo llamadas y cotilleando. El senador entró en la primera cabina de la derecha y cenó la puerta.

—Por cierto, Viv —añadió Blutter cuando su teléfono empezó a sonar—, no dejes que el senador Fantasma te asuste. No eres tú… es él. Siempre que se prepara para pronunciar un discurso ante la Cámara, mira a todo el mundo como si fuesen espectros.

—No, lo sé… yo sólo…

—No eres tú. Es él —repitió Blutter—. ¿Me has oído? Es él.

Viv levantó la barbilla, cuadró los hombros y se abotonó la chaqueta del uniforme azul. Su tarjeta de identificación colgaba de su cuello. Se dirigió hacia la puerta lo más de prisa que pudo. Blutter volvió a ocuparse de los teléfonos. No permitiría que él viese la sonrisa que tenía en los labios.

«S-414-B… S-414-C… S-414-D…»

Viv contaba en silencio mientras recorría los números de las habitaciones en el cuarto piso del Capitolio. No se había percatado de que el senador Kalo tuviese oficinas allí arriba, pero eso era típico del Capitolio… todo el mundo estaba repartido por todas partes. Recordando la historia acerca de la funcionaría que le había dado un nuevo significado a la expresión «instruyendo al senador», se detuvo ante la pesada puerta de roble y golpeó con fuerza. A decir verdad, ella sabía que la historia era pura basura, simplemente algo que Blutter les había explicado para que cuidasen los modales. En realidad, tal vez algunos funcionarios se habían divertido un poco, pero por el aspecto de los demás… la rigidez que ella veía en los pasillos… ninguna de esas personas estaba teniendo relaciones sexuales.

Esperaba una respuesta y le sorprendió no recibir ninguna.

Volvió a llamar. Sólo para estar segura.

Nuevamente, nadie le contestó.

Hizo girar el pomo y abrió ligeramente la puerta.

—Mensajero del Senado —anunció—. ¿Hay alguien aquí…?

Tampoco hubo respuesta. Viv no lo pensó dos veces. Si un funcionario estaba buscando al senador para una sesión fotográfica, sólo querrían que ella ocupase un lugar junto al escritorio. Pero cuando Viv entró en la oficina en penumbra no había un sillón vacío. De hecho, ni siquiera había un escritorio. En su lugar, en el centro de la habitación había dos grandes mesas de caoba, colocadas juntas para sostener una docena aproximadamente de monitores de ordenador obsoletos colocados encima de ellas. A su izquierda, tres sillones con ruedas de cuero rojo estaban apilados el uno encima del otro, mientras que a su derecha, archivadores vacíos, cajas de embalaje, unos cuantos teclados de ordenador e incluso una nevera invertida estaban amontonados en una pila provisional. Las paredes estaban desnudas. No había cuadros… ni diplomas… nada personal. Aquello no era una oficina. Era más como un almacén. Por la capa de polvo que cubría las persianas a medio bajar, no cabía duda de que aquel lugar estaba desierto. De hecho, la única prueba de que alguien había estado alguna vez allí era la nota manuscrita en el borde de la mesa de conferencias: «Por favor, conteste al teléfono». Al final de la nota había una flecha que apuntaba hacia la derecha, donde había un teléfono encima de uno de los archivadores vacíos.

Desconcertada, Viv enarcó una ceja, sin saber muy bien por qué alguien querría…

En ese momento comenzó a sonar el teléfono y la joven dio un respingo, golpeándose contra la puerta cerrada. Paseó la mirada por la habitación. Allí no había nadie. El teléfono volvió a sonar.

Viv volvió a leer la nota y avanzó con cautela.

—H-hola —contestó, levantando el auricular.

—Hola, ¿quién es? —preguntó una voz cálida.

—¿Quién es? —preguntó Viv a su vez.

—Andy —contestó el hombre—. Andy Defresne. ¿Con quién hablo?

—Viv.

—¿Viv qué?

—Viv Parker —contestó ella—. ¿Se trata… se trata de alguna clase de broma? Thomas, ¿eres tú?

Se oyó un clic. La línea quedó muda.

Viv colgó el auricular y levantó la vista para comprobar las esquinas del techo. En una ocasión había visto una situación parecida en el programa «La cámara oculta». Pero allí no había cámaras. Y cuanto más tiempo pasaba Viv en la habitación, más consciente era de que ya había estado allí demasiado rato.

Dio media vuelta, corrió hacia la puerta y cogió el pomo con la mano húmeda por la transpiración. Luchó por hacerlo girar, pero no se movía, como si alguien estuviera sujetándolo desde fuera. Lo hizo girar otra vez y finalmente cedió. Pero cuando la puerta se abrió, la chica se detuvo en seco. Un hombre alto con el pelo negro y revuelto le impedía el paso.

—Viv, ¿verdad?

—Le juro que si me toca empezaré a gritar de tal modo que haré que sus huevos se rompan como si fuesen… bolas de cristal.

—Relájate —dijo Harris, entrando en la habitación—. Sólo quiero hablar contigo.

Capítulo 17

Busco un nombre en la solapa de la chica. No está allí. Al ver mi reacción, está obviamente asustada. No la culpo. Después de lo que sucedió con Matthew, es lógico que lo esté.

—No se acerque —me amenaza.

Retrocede hacia el interior de la habitación y suspira profundamente, preparándose para gritar. Levanto la mano para taparle la boca; entonces, imprevistamente, inclina la cabeza hacia un lado.

—Espere un momento… —dice, arqueando una ceja—. Yo lo conozco.

Imito su ceja arqueada con un gesto similar.

—¿Perdón?

—De esa… de esa conferencia que dio. Con los mensajeros… —Choca contra el borde de la mesa y alza la vista—. Estuvo… estuvo realmente bien. Eso que dijo acerca de hacer los enemigos correctos… Estuve pensando en ello durante una semana.

Está tratando de halagarme. Mi guardia ya está levantada.

—Y luego cuando usted… —Se interrumpe, mirándose los pies.

—¿Qué? —pregunto.

—Esa cosa que hizo con Lorax…

—No sé de qué estás hablando.

—Venga ya… usted le puso ese pin al congresista Enemark. Eso fue… fue lo más genial del mundo.

Como he dicho, tengo la guardia levantada. Pero cuando observo la amplia sonrisa dibujada en su rostro, ya estoy empezando a buscar explicaciones. A primera vista, es ligeramente imponente, y no es sólo por el traje oscuro que lleva y que le añade uno o dos años a su edad. Solamente su altura… casi metro ochenta… es más alta que yo. Pero cuanto más tiempo permanece allí, más puedo ver del resto del cuadro. Apoyada contra la mesa, hunde los hombros y baja el cuello. Es el mismo truco que solía hacer Matthew para parecer más bajo.

—El nunca lo descubrió, ¿verdad? —pregunta, súbitamente dubitativa—. Lo de Lorax, quiero decir.

Está tratando de no presionar, pero la excitación puede con ella. Al principio supuse que estaba actuando. Ahora no estoy tan seguro. Entrecierro los ojos, estudiándola más detenidamente. La costura deshilachada en el uniforme… las arrugas en la camisa blanca… No es evidentemente una chica con dinero, y la forma en que juega con la camisa y trata de ocultar un botón que falta es todavía una asignatura pendiente para ella. Es bastante duro encajar cuando tienes diecisiete años; es incluso peor cuando todos los que te rodean son al menos una o dos décadas mayores que tú. A pesar de todo, sus ojos castaños exhiben una prematura madurez. Imagino que es consecuencia de una temprana independencia por la falta de dinero, o eso, o bien se merece un Oscar a la mejor actriz. La única forma de averiguarlo es conseguir que siga hablando.

—¿Quién te contó lo de Lorax? —pregunto.

Ella vuelve la cabeza tímidamente ante la pregunta.

—No debe decirle que se lo he dicho yo, ¿de acuerdo? Por favor, debe prometerlo… —Está realmente preocupada.

—Tienes mi palabra —añado, fingiendo seguirle el juego.

—Fue LaRue… de los lavabos.

—¿El tío que lustra los zapatos?

—Me prometió que no diría nada. Es sólo… lo vimos en el ascensor… Se estaba partiendo de risa, y Nikki y yo le preguntamos qué era eso tan gracioso y él nos lo contó, pero se suponía que nadie debía saberlo. Nos hizo jurar que guardaríamos el secreto…

Las palabras brotan de su boca como si estuviese confesando una aventura amorosa del instituto. Detrás de cada sílaba, sin embargo, hay un indicio de pánico. Esta chica se toma la confianza muy en serio.

—No está furioso, ¿verdad?

—¿Por qué habría de estar furioso? —contesto, esperando que siga hablando.

—No… por ninguna razón especial… —Se interrumpe y la amplia sonrisa vuelve a dibujarse en su rostro—. Pero puedo decir que… haberle puesto ese pin de Lorax… es, sin exageración, ¡la mayor travesura de todos los tiempos! Y Enemark es el miembro perfecto para ello, no sólo por lo que a la travesura se refiere, sino por el principio que supone —añade, su voz cogiendo carrerilla. Es todo efusividad e idealismo. No hay l'orma de pararla—. Mi abuelo… fue uno de los últimos Pullman Porters, y solía decirnos que si no elegíamos las peleas correctas…

—¿Tienes idea del problema en el que estás metida? —le digo bruscamente.

Ella finalmente clava los frenos.

—¿Qué?

Olvidé lo que significa tener diecisiete años. De cero a noventa y de noventa a cero en un abrir y cerrar de ojos.

—Sabes muy bien de lo que estoy hablando —digo.

Se queda boquiabierta.

—Espere un momento —tartamudea mientras comienza a manosear la identificación que lleva colgada alrededor del cuello—. ¿Es por esas plumas que Chloe robó en el Senado? Le dije que no las tocase, pero ella me contestó que si estaban en el…

—¿Se te ha perdido algo últimamente? —pregunto, sacando del bolsillo la tarjeta de plástico azul con su nombre y sosteniéndola entre ambos.

Está absolutamente sorprendida.

—¿Cómo la ha conseguido?

—¿Cómo la perdiste?

—No tengo… no tengo ni idea… desapareció la semana pasada… Me pidieron una nueva. —Ya sea que esté mintiendo o diciendo la verdad, no es ninguna estúpida. Si realmente está metida en problemas, quiere saber cuánto—. ¿Por qué? ¿Dónde la encontró?

Me tiro un farol:

—Toolie Williams me la dio —digo, refiriéndome al joven negro que atropello a Matthew.

—¿Quién?

Tengo que apretar con fuerza la mandíbula para mantener la calma. Vuelvo a meter la mano en el bolsillo y saco una fotografía doblada que apareció esta mañana en el periódico. Tiene las orejas grandes y una sonrisa sorprendentemente agradable. Casi desgarro la foto cuando trato de desdoblarla.

—¿Lo habías visto antes? —pregunto, pasándole la fotografía.

Ella niega con la cabeza.

—No lo creo…

—¿Estás segura de eso? ¿No es un novio? ¿O algún chico que conoces de…?

—¿Por qué? ¿Quién es este tío?

Hay cuarenta y tres movimientos musculares que el rostro humano es capaz de hacer. Tengo amigos, senadores y congresistas que me mienten en las narices todos los días. Proyectar el labio inferior, alzar los párpados superiores, bajar la barbilla… A estas alturas me conozco todos los trucos. Pero en verdad, cuando miro a esta chica negra y alta con su peinado afro de pelo muy corto, no puedo encontrar ningún movimiento muscular que me muestre otra cosa que la inocencia de los diecisiete años.

—Espere un momento —interrumpe, echándose a reír—. ¿Acaso se trata de otra travesura? ¿Nikki le sugirió que hiciera esto? —Mira el reverso de la tarjeta azul como si estuviese buscando a Lorax—. ¿Qué hizo, cargarla con tinta para rociar al próximo senador con el que hable?

Se inclina hacia adelante y mira atentamente la tarjeta de plástico azul con su nombre. Alrededor de su cuello, su identificación comienza a girar. Alcanzo a ver una fotografía de una mujer negra fijada con cinta adhesiva en el reverso de la tarjeta. Imagino que es su madre, o una tía. Alguien que la mantiene fuerte… o al menos lo está intentando.

Vuelvo a estudiar a Viv. Nada de maquillaje… ninguna joya de moda… peinado normal… ninguno de los tótems de la popularidad. Incluso esos hombros hundidos… En todos los institutos hay una chica como ella… la intrusa que mira desde fuera. Dentro de cinco años habrá salido de su concha y sus compañeros de clase se preguntarán cómo es posible que nunca reparasen en ella. Ahora se sienta al fondo de la clase, observándolo todo en silencio. Igual que Matthew. Igual que yo. Meneo la cabeza. Es imposible que esta chica sea una asesina.

—Escucha, Viv…

—Lo único que no entiendo es quién es ese tal Toolie —dice, sin dejar de reír—. ¿O acaso Nikki también intervino en eso?

—No te preocupes por Toolie. El… él es sólo alguien que conocía a un amigo mío.

Ahora parece desconcertada.

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