—Lo comprobaré y veré si alguien más ha llamado.
—Genial… gracias —dijo Viv mientras el joven desaparecía a través de una puerta situada a la derecha. En el instante en que se hubo marchado, levantó el auricular y marcó los cinco números de la extensión que Harris le había dado.
—Aquí Dinah —respondió una voz femenina.
Como compañera de oficina de Matthew y secretaria del subcomité de Asignaciones Internas del Congreso, Dinah tenía una capacidad de acceso increíble y una asombrosa cantidad de poder. Y lo que era más importante, disponía de un identificador de llamadas, razón por la cual Harris le había dicho que la llamada tenía que hacerse desde allí. En ese momento, las palabras «Hon. Cordell» aparecieron en la pantalla digital del teléfono de Dinah.
—Hola, Dinah —comenzó Viv, cuidando de que su voz se mantuviese baja y tranquila—, soy Sandy, de la oficina de personal. Lamento molestarte, pero el congresista quería echarles un vistazo a algunos de los libros de proyectos de Matthew, sólo para asegurarse de que está preparado para la Conferencia…
—No creo que sea una buena idea —dijo Dinah.
—¿Perdona?
—Es sólo… la información que hay ahí… No sería inteligente permitir que esa información circulara fuera de la oficina.
Harris le había advertido de que eso podía suceder. Por esa razón, le dio la réplica fundamental.
—El congresista los quiere —insistió Viv.
En el otro extremo de la línea se produjo una breve pausa.
—Los tendré listos —dijo finalmente Dinah.
Por encima del hombro de Viv, la puerta de la derecha volvió a abrirse y el joven recepcionista entró en la habitación.
—Genial —tartamudeó Viv—. Yo… enviaré a alguien a recogerlos.
La chica colgó el teléfono y se volvió hacia el escritorio del recepcionista.
—Lo siento… habitación equivocada —le dijo Viv mientras se dirigía hacia la puerta.
—No te preocupes —contestó el joven—. Nadie ha salido herido.
Viv no esperó el ascensor y bajó rápidamente los cuatro tramos de escalera, salvando de un salto los dos últimos escalones y aterrizando con un ruido seco sobre el suelo reluciente del sótano del edificio Rayburn. Como media, un mensajero del Senado caminaba doce kilómetros de pasillos todos los días, entregando y recogiendo paquetes. En un día típico, esos doce kilómetros podían llevarlos desde la sala de audiencias donde Nixon fue inculpado durante el asunto Watergate, pasando por la antigua cámara de la Corte Suprema, donde el tribunal emitió su sentencia en el caso Dred Scott, hasta la fachada occidental del Capitolio, donde cada nuevo presidente jura su cargo, hasta el centro de la enorme rotonda —debajo de la abovedada majestuosidad de la cúpula del Capitolio—, donde alguna vez yacieron con enorme pompa los cuerpos de Abraham Lincoln y John F. Kennedy. Viv lo veía a diario. Pero no había sentido esa excitación desde su primer día en el trabajo.
Sin poder decidir aún si se trataba de excitación o simplemente de miedo, no permitió que eso afectara su ímpetu. Mientras el corazón golpeaba contra sus costillas y ella giraba en la esquina del fantasmal corredor blanco, Viv Parker había terminado con su trabajo de llevar correo de un lugar a otro y finalmente estaba haciendo aquello que el programa de mensajeros había prometido originalmente: estableciendo una diferencia real en la vida de alguien.
Al llegar delante de la habitación B-308, sintió algo más que sólo su momento de detenerse. Ésa seguía siendo la oficina de Matthew y, si no tenía cuidado, nunca sería capaz de conseguir su propósito. Cuando extendió la mano para hacer girar el pomo, comprobó ambos lados del corredor, como Harris le había dicho. A su izquierda, la puerta de un trastero estaba entreabierta pero, hasta donde era capaz de ver, no había nadie en su interior. A su derecha, el corredor estaba desierto.
Contuvo el aliento e hizo girar el pomo de bronce, sorprendida por lo frío que estaba. Cuando apoyó el cuerpo contra la puerta para abrirla, lo primero que oyó fue el timbre del teléfono, a su izquierda, más allá de la manta sioux. Otra vez, como Harris había dicho.
Siguiendo el sonido del teléfono, más allá de las cajas de entrada y salida en el borde del escritorio, Viv giró en la esquina y se sintió aliviada al comprobar que la recepcionista era negra. Sin decir una palabra, Roxanne miró a Viv, estudió su identificación y asintió con la cabeza con un breve e inconfundible movimiento. Viv había tenido que pasar por situaciones como ésa al menos una docena de veces. Por parte de las mujeres de la cafetería… por parte de los ascensoristas… incluso de la congresista Peters.
—¿Qué necesitas, muñeca? —preguntó Roxanne con una cálida sonrisa.
—He venido a buscar algunos libros de instrucciones.
Cuando Harris le habló de ese asunto por primera vez, a Viv le preocupó la posibilidad de que alguien pudiera preguntarse por qué un mensajero del Senado estaba haciendo una recogida en el Congreso. Roxanne ni siquiera volvió a mirar. Olvida lo que dice la tarjeta de identificación; incluso para una recepcionista, un mensajero es un mensajero.
—¿Está Dinah…?
—Al otro lado de la puerta —dijo Roxanne, señalando la parte de atrás.
Viv se dirigió hacia la puerta y Roxanne volvió a concentrarse en la votación que emitían a través de C-SPAN. Viv no pudo evitar una sonrisa. En Capitol Hill, incluso el personal auxiliar era fanático de la política.
Viv apretó el paso, abrió la puerta con decisión y entró en la habitación contigua.
—¿… y eso dónde nos coloca ahora? —preguntó una voz masculina.
—Ya te lo he dicho, estamos trabajando en ello —contestó Dinah—. Hace sólo dos días que él se ha ido…
La puerta golpeó contra la pared y Dinah se interrumpió, volviéndose bruscamente hacia Viv.
—Lo siento —se disculpó Viv.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó Dinah con voz destemplada.
Antes de que la chica pudiese responder, el hombre que estaba delante del escritorio de Dinah se volvió, siguiendo la dirección del sonido. Viv lo miró a los ojos, pero había algo en él que no encajaba. El hombre miraba demasiado alto, como si fuese…
Viv vio el bastón blanco cuando el hombre frotó el pulgar contra el mango. Por eso le había resultado tan familiar… Lo había visto muchas veces caminando por el corredor y haciendo sonar su bastón contra el suelo fuera de la cámara del Senado durante las votaciones.
—He preguntado si puedo ayudarte en algo —repitió Dinah.
—Sí —tartamudeó Viv, fingiendo examinar el hurón disecado que descansaba en la estantería—. Era sólo que… ese hurón…
—¿Has venido a buscar los libros de instrucciones? —la interrumpió Dinah.
—He venido a buscar los libros de instrucciones.
—Están sobre la silla —dijo Dinah, señalando hacia el escritorio que estaba delante del suyo.
Viv se movió rápidamente sobre la alfombra y se deslizó detrás del escritorio, donde vio dos enormes cuadernos de notas de tres anillas apoyados sobre la silla. En el lomo de uno de ellos se leía «A-L»; en el otro, «M-Z». La chica apartó un poco la silla para poder levantar los libros y entonces vio una pila de tres marcos de fotografías colocados boca arriba en el centro de la mesa. Como si alguien estuviese recogiendo sus cosas… o alguien estuviese recogiendo las cosas de otra persona. El ordenador estaba apagado, aunque era mediodía. Los diplomas que habían colgado de la pared posterior ahora estaban apoyados en el suelo. El tiempo se detuvo cuando Viv se inclinó hacia la silla y su identificación golpeó el borde del escritorio.
Echó otro vistazo a la fotografía superior, donde un hombre con el pelo color arena aparecía delante de un lago de aguas azul zafiro. Era alto, con un cuello fino que le confería un aspecto aún más desgarbado. Lo más notable era que se había colocado tan a la izquierda que casi estaba fuera del marco. Al señalar el lago con la mano, Matthew Mercer dejaba bien claro quién creía que era la auténtica estrella del espectáculo. La sonrisa que lucía en su rostro era de absoluto orgullo. Viv no había conocido a ese hombre, pero una vez que vio su fotografía, no pudo apartar los ojos de él.
Detrás de ella sintió que una mano fuerte se apoyaba en su hombro.
—¿Estás bien? —preguntó Barry—. ¿Necesitas ayuda?
Apartándose, Viv cogió los cuadernos de notas de la silla y trastabilló hacia el otro lado del escritorio, actuando como si el peso de los libros la hubiese hecho perder el equilibrio. En pocos segundos consiguió recuperar la vertical y echó un último vistazo al escritorio de Matthew.
—Siento lo de su amigo —dijo.
—Gracias —respondieron al unísono Dinah y Barry.
Viv forzó una sonrisa torpe y se dirigió rápidamente hacia la puerta. Barry no se movió, pero sus ojos azules nublados siguieron sus movimientos durante todo el trayecto.
—Sólo asegúrate de que los recuperemos —gritó Dinah, reacomodando su trasero en la silla. Como compañera de oficina de Matthew, se había sentado junto a él durante casi dos años, pero aún era la secretaria del comité. Esos libros representaban un material vital.
—Descuide —dijo Viv—. Tan pronto como el congresista haya terminado con ellos, se los devolveremos.
—¿Y qué hay de su casa? —chilló la voz de Sauls a través del teléfono móvil.
—Tiene un
loft
cerca de Adams Morgan —dijo Janos, manteniendo la voz baja mientras giraba en la esquina del largo y antiguo corredor de mármol en el edificio de oficinas Russell del Senado. No corría, pero su paso era rápido. Decidido. Como el de todo el mundo a su alrededor. Ésa era siempre la mejor manera de desaparecer—. Aunque la casa no es suya… y tampoco muchas cosas más. No tiene coche, ni acciones y en su cuenta bancaria no queda un duro. Imagino que aún debe de estar pagando algunos préstamos. Por lo demás, no tiene nada permanente.
—¿Has estado en su casa?
—¿Y usted qué cree? —replicó Janos.
—¿De modo que debo suponer que no estaba allí?
Janos no le contestó. Odiaba las preguntas estúpidas.
—¿Hay alguna otra cosa que quiera saber? —preguntó.
—¿Familia y amigos?
—El chico es listo.
—Eso ya lo sabemos.
—No creo que usted lo sepa. Lleva en el Congreso diez años. ¿Sabe lo cruel que puede volverlo algo así? Ese chico es una hacha… lo tiene todo pensado. Aunque esté bien relacionado, el juego impide que busque la ayuda de sus compañeros de trabajo… y después de que localizamos a su amigo en la oficina del fiscal general… no creo que Harris se deje engañar dos veces.
—Y una mierda. A todo el mundo se le puede engañar dos veces. Por eso siguen reeligiendo a sus presidentes.
Siguiendo los números de las habitaciones en la pared, Janos volvió a quedarse en silencio.
—¿Crees que me equivoco? —preguntó Sauls.
—No —contestó Janos—. Nadie sobrevive solo. Ahí fuera hay alguien en quien confía.
—¿Y puedes encontrarlo?
Janos se detuvo ante la habitación 427, cogió el pomo de la puerta de roble de casi cuatro metros de altura y lo hizo girar.
—Es mi trabajo —dijo, al tiempo que pulsaba el botón que cortaba la comunicación en el móvil y guardaba el teléfono en el bolsillo de su cazadora del FBI.
La oficina estaba exactamente igual que la última vez que había estado allí. Nadie había tocado el escritorio de Harris detrás del tabique de cristal, y el ayudante de Harris seguía sentado en el escritorio de enfrente.
—Agente Graves —dijo Cheese cuando Janos entró en la oficina—. ¿En qué puedo ayudarlo hoy?
Durante mi primera entrevista de trabajo en Capitol Hill, un director de personal agotado y con el peor caso de pelo laqueado que había visto en mi vida se inclinó a través de su escritorio y me dijo que, en esencia, el Congreso funcionaba como una pequeña ciudad. Algunos días estaba malhumorado; otros estaba furioso y dispuesto a liarse a golpes con todo el mundo. Como alguien que había crecido en una ciudad pequeña, la analogía fue certera. De hecho, ésa es la razón por la que ahora estoy paseándome arriba y abajo de esa habitación habilitada como almacén, esperando a que alguien conteste al otro lado de la línea. Como sabe cualquier habitante de una ciudad pequeña, si quieres llegar a conocer los verdaderos secretos de una ciudad, tienes que visitar el salón de los recuerdos.
—Centro de Recursos Legislativos —contesta una mujer con voz de matrona.
—Hola, espero que pueda ayudarme. Estoy buscando información acerca de un cabildero.
—Lo pasaré con Gary.
En versión pueblerina, el Centro de Recursos Legislativos es como estar sentado en el porche con la anciana gruñona cuya casa se encuentra frente al único motel de la ciudad. No es un lugar muy excitante para alojarse, pero cuando todo está dicho y hecho, ella sabe exactamente quién está jodiendo con quién.
—Gary Naftalis —contesta un hombre. Su voz es seca, desposeída de casi cualquier emoción—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Hola, Gary, llamo de la oficina del senador Stevens. Hay una compañía que ha estado llamándonos por este proyecto de ley y estamos tratando de averiguar con qué cabilderos trabajan. ¿Vosotros seguís haciendo ese trabajo?
—Sólo si queremos mantener la honestidad de los cabilderos, señor —dice, riendo para sí.
Es un chiste malo, pero un punto válido. Todos los años, alrededor de diecisiete mil cabilderos descienden sobre Capitol Hill, cada uno de ellos armado con una ametralladora de preguntas y peticiones especiales. Si combinamos eso con las toneladas de proyectos de ley que se presentan y votan diariamente, resulta realmente abrumador. Como cualquiera sabe en Capitol Hill, un empleado tiene demasiado trabajo como para ser un experto en todo. ¿Qué pasa si necesitas un poco de investigación? Llama a los cabilderos. ¿Quieres algunos temas de conversación? Llama a los cabilderos. ¿Estás confuso acerca de lo que significa una enmienda especial? Llama a los cabilderos. Es como comprar drogas. Si lo que te dan es bueno, seguirás viniendo. Y así es como se trafica con la influencia. Silenciosamente, rápidamente y sin dejar rastro.
Lo que ocurre, en este momento, es que necesito ese rastro.
Si Pasternak estaba participando en el juego, otros cabilderos también jugaban. Afortunadamente, es un requisito imprescindible que todos los cabilderos se registren en el Centro de Recursos Legislativos y hagan una lista con los nombres de sus clientes, lo que me da la oportunidad de ver quién está trabajando para Wendell Mining.