El juego del cero (20 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Janos miró el escritorio de Harris, donde las cajas de las banderas habían quedado perfectamente apiladas. Incluso entonces no pensó demasiado en ello. Pero cuando se volvió para mirar a Viv —mientras escuchaba su risa y la observaba dirigirse hacia la puerta—, detectó la última mirada fugaz que ella le dedicó al pasar. Entonces se dio cuenta de que no lo estaba mirando a él. Estaba mirando su cazadora. FBI.

La puerta se cerró con un golpe y Viv desapareció.

—¿De qué estábamos hablando? —preguntó Cheese.

Con la mirada aún lija en la puerta cerrada, Janos no le contestó. No era tan extraño que alguien mirase una cazadora del FBI… pero sumado a la forma en que esa chica había entrado en la oficina… dirigiéndose directamente al escritorio de Harris…

—Conozco esa mirada —bromeó Cheese—. Está pensando en esa ropa interior ondeando sobre el Capitolio, ¿verdad?

—¿Había visto antes a esa chica? —preguntó Janos.

—¿La chica? No, no es que…

—Debo marcharme —dijo Janos mientras se volvía tranquilamente hacia la puerta.

—Sólo hágame saber si necesita más ayuda —gritó Cheese, pero Janos ya estaba en camino… fuera de la oficina y alejándose por el corredor. Ella no podía haber ido…

«Allí», pensó Janos, sonriendo para sí.

Metió la mano en el bolsillo de la cazadora, la deslizó por la pequeña caja negra y accionó el interruptor. El zumbido eléctrico rugió ligeramente en su mano.

Capítulo 26

Abro el primero de los dos cuadernos de notas, busco la G y continúo volviendo las páginas hasta encontrar finalmente la entrada marcada como «Grayson». Organizadas alfabéticamente por el nombre de los miembros, las subsecciones del cuaderno tienen un análisis en profundidad de cada proyecto solicitado por un congresista, incluyendo la transferencia de una mina de oro a una compañía llamada Wendell Mining.

Después de examinar superficialmente la solicitud original presentada por la oficina de Grayson, me humedezco el dedo y voy directamente al análisis de Matthew. Pero mientras leo velozmente las tres páginas siguientes, oigo una voz familiar en mi cabeza. «Oh, Dios mío». Es inconfundible… el rumbo irregular del comienzo de un nuevo pensamiento… su uso excesivo de la palabra «específicamente»… incluso la forma en que desbarra ligeramente al final. No hay duda, estas tres páginas fueron escritas por Matthew. Es como si estuviese sentado a mi lado.

El análisis es el mismo que Matthew mencionó originalmente. La mina de oro de Homestead es una de las más antiguas de Dakota del Sur, y tanto la ciudad como el estado se beneficiarían si Wendell Mining consiguiera la tierra y se hiciera cargo de la mina. Para corroborar la cuestión, hay tres cartas fotocopiadas fijadas al cuaderno de notas: una del Departamento de Administración de Tierras, una del presidente de Wendell Mining y una efusiva recomendación final del alcalde de Leed, Dakota del Sur, la ciudad donde se halla ubicada la mina. Tres cartas. Tres membretes. Tres nuevos números de teléfono a los que llamar.

La primera llamada al DAT me comunica con el buzón de voz. Lo mismo sucede con la llamada al presidente de Wendell Mining. Eso me deja sólo al alcalde. Por mí, excelente. Siempre me he entendido mejor con los políticos.

Marco el número, dejo que el teléfono suene en mi oído y miro el reloj. Viv debería estar de vuelta en cualquier…

—Restaurante L y L —contesta un hombre con la voz quemada por el tabaco y acento de vaquero de Hollywood—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Lo siento —tartamudeo, echando un vistazo al final de la carta—. Estaba buscando la oficina del alcalde Regan.

—¿Y quién debo decir que lo llama? —pregunta el hombre.

—Andy Defresne —digo—. De la Cámara de Representantes. En Washington, D.C.

—Bueno, ¿por qué no lo ha dicho antes? —añade el hombre con una risa gutural—. Yo soy el alcalde Regan.

Hago una pausa, pensando de pronto en la barbería de mi padre.

—No está acostumbrado a las ciudades pequeñas, ¿verdad? —El alcalde se echa a reír.

—En realidad, lo estoy.

—¿De una de ellas?

—Nacido y criado.

—Bueno, nosotros somos más pequeños —bromea—. Se lo garantizamos o le devolvemos el dinero.

Santo Dios, me recuerda a mi casa.

—Y bien, ¿qué puedo hacer por usted? —pregunta.

—Para ser sincero…

—No esperaría otra cosa —me interrumpe, riendo a carcajadas.

También me recuerda por qué me marché.

—Sólo tenía que hacerle una pregunta rápida acerca de la mina de oro que…

—El Homestead.

—Exacto. El Homestead —digo, tamborileando sobre uno de los teclados sobrantes que hay en la habitación—. De modo que, volviendo al principio… estoy trabajando en la solicitud del congresista Grayson relacionada con la venta de tierras…

—Oh, no a todo el mundo le gustan las peleas.

—A algunos, sí —le digo—. Personalmente, sólo estoy tratando de asegurarme de que hacemos lo correcto y ponemos los intereses locales primero. —El alcalde se queda en silencio, disfrutando de la súbita atención—. En cualquier caso, mientras apoyamos la solicitud, estamos tratando de pensar en quién más podría ayudarnos, de modo que, ¿podría decirme cómo se beneficiaría la ciudad si la venta de la mina se lleva finalmente a cabo? O mejor aún, ¿hay alguien en particular que esté especialmente interesado en que ese acuerdo se realice?

Como ya lo ha hecho dos veces antes, el alcalde se ríe a carcajadas.

—Hijo, para serle sincero, tiene tantas posibilidades de aspirar ladrillos a través de una manguera como de encontrar a alguien que pudiera beneficiarse de esa venta.

—No estoy seguro de si entiendo lo que intenta decirme.

—Tal vez yo tampoco —admite el alcalde—. Pero si yo estuviese invirtiendo mi dinero en una mina de oro, al menos me gustaría que fuese una que tuviera algo de oro.

Mi dedo deja de golpear el teclado.

—¿Perdón?

—La mina Homestead. Ese lugar está vacío.

—¿Está seguro de eso?

—Hijo, la mina Homestead comenzó a excavarse en 1876, pero la última onza de oro fue extraída hace casi veinte años. Desde entonces, siete compañías diferentes han tratado de demostrar que todo el mundo estaba equivocado, y la última puso tanto entusiasmo que se llevó la mayor parte de la ciudad consigo. Ésa es la razón de que la tierra pasara a manos del gobierno. En una época éramos nueve mil en esta ciudad. Ahora sólo quedamos ciento cincuenta y siete. No necesita un ábaco para hacer esa cuenta.

Mientras el alcalde habla, en la habitación reina un silencio absoluto, pero apenas si puedo oír mis propios pensamientos.

—¿O sea que me está diciendo que en esa mina no hay oro?

—Desde hace veinte años —repite.

Asiento, aunque él no puede verme. No tiene sentido.

—Lo siento, señor alcalde, tal vez esté un poco espeso, pero si no hay ninguna posibilidad de encontrar oro, ¿por qué escribió entonces esa carta?

—¿Qué carta?

Mis ojos se posan en el escritorio, donde el viejo cuaderno de notas de Matthew incluye una carta apoyando la transferencia de tierras a Wendell Mining. Está firmada por el alcalde de Leed, Dakota del Sur.

—Usted es el alcalde Tom Regan, ¿verdad?

—Así es. El único.

Estudio la firma que consta al pie de la carta. Luego vuelvo a leerla. Hay un ligero borrón en la «R» de «Regan» que resulta tan poco perceptible que nadie la miraría dos veces. Y en ese momento, por primera vez desde que comenzó toda esta historia, empiezo a atar cabos.

—Hijo, ¿sigue ahí? —pregunta el alcalde.

—Sí… no… estoy aquí —contesto—. Sólo que… Wendell Mining…

—Deje que le diga algo acerca de Wendell Mining. La primera vez que vinieron a husmear por aquí, yo llamé personalmente a la ASSM para…

—¿ASSM?

—Administración de Sanidad y Seguridad en las Minas… los chicos de seguridad. Cuando eres alcalde tienes que saber quién llega a tu ciudad. De modo que, cuando hablé con mi compañero allí, me dijo que esos tíos de Wendell tal vez hubieran comprado los títulos originales de minería en esa tierra y cumplimentado todos los papeles adecuados, e incluso metido dinero en el bolsillo de alguien para conseguir un informe favorable, pero cuando le echamos un vistazo a su historial, esos tíos jamás habían manejado una mina en su vida.

Siento un dolor lacerante en el estómago y el fuego se extiende rápidamente.

—¿Está seguro de eso?

—Hijo, ¿le gustaba el beicon a Elvis? He visto cosas como ésta ciento diecinueve veces antes. Una compañía como Wendell tiene un poco de pasta y un montón de codicia. Si alguien se molestara en pedirme mi opinión, le diría que lo último que necesitamos es que alguien venga a darle esperanzas a la gente para luego arrebatárselas otra vez. Ya sabe cómo funcionan las cosas en una ciudad pequeña… cuando aparecieron esos camiones…

—¿Camiones? —lo interrumpo.

—Los que aparecieron el mes pasado. ¿No es por eso por lo que ha llamado?

—S… sí. Por supuesto. —Matthew transfirió la mina hace sólo tres días. ¿Por qué estaban los camiones allí hace un mes?—. ¿De modo que ya han empezado los trabajos en la mina? —pregunto, totalmente confundido.

—Sólo Dios sabe lo que están haciendo. Fui a echar un vistazo, ya sabe, sólo para asegurarme de que están haciendo bien las cosas con el sindicato… Déjeme decirle que allí no tienen ni una sola pieza de equipo de minería. Ni siquiera un miserable pico. Y cuando les pregunté acerca de ello… sólo le diré que ni siquiera los grillos son tan nerviosos. Quiero decir, esos tíos me espantaron como a una mosca en el extremo equivocado de un caballo.

Mi mano se aferra al auricular.

—¿Cree que están haciendo alguna otra cosa en lugar de extraer mineral?

—No sé qué es lo que están haciendo, pero si dependiera de mí… —Se interrumpe—. Hijo, ¿puede esperar un momento? —Antes de que pueda contestar, lo oigo en segundo plano.

—Tía Mollie —llama, súbitamente excitado—. ¿Qué te pongo?

—Sólo el normal —contesta una mujer con un dulce tono nasal—. Sin jalea en la tostada.

Detrás de mí, alguien llama a la puerta.

—Soy yo —dice Viv. Estiro el cable del teléfono y abro la puerta.

Viv entra en la habitación, pero sus andares de bailarina han desaparecido.

—¿Qué pasa? —pregunto—. ¿Conseguiste el…?

Saca la agenda electrónica de la cintura de sus pantalones y me la arroja.

—Aquí está… ¿satisfecho? —pregunta.

—¿Qué ha pasado? ¿No estaba donde te había dicho?

—Vi a un agente del FBI en su oficina —dice.

—¿Qué?

—Estaba allí, hablando con su ayudante.

Cuelgo el teléfono.

—¿Qué aspecto tenía?

—No lo sé…

—No… olvídate de «no lo sé». ¿Qué aspecto tenía? —insisto.

Viv nota inmediatamente mi pánico pero, a diferencia de la última vez, no lo disipa.

—No lo vi muy bien… el pelo corto y rubio… una sonrisa inquietante… y ojos como, bueno… como los de un sabueso, si es que eso tiene algún sentido…

Siento un nudo en la garganta y mis ojos vuelan hacia la puerta. Más específicamente, hacia el pomo. El cerrojo no está echado.

Me abalanzo hacia la puerta, dispuesto a hacer girar el cerrojo. Pero justo cuando estoy a punto de cogerlo, la puerta se abre hacia mí y me golpea en el hombro. Viv lanza un grito y una mano grande y gruesa se desliza por la abertura.

Capítulo 27

La puerta se abre apenas unos centímetros, pero Janos ya tiene su mano dentro. Viv sigue gritando y yo sigo moviéndome. Afortunadamente para mí, la iniciativa está de mi parte.

Todo el peso de mi cuerpo choca contra la puerta, apretando los dedos de Janos contra la jamba de la misma. Espero que lance un alarido de dolor cuando libera la mano. Pero sólo profiere un ligero gruñido. Viv también se queda muda y la miro para asegurarme de que está bien. Está parada cerca de mí, los ojos cerrados y las manos aferradas a su tarjeta de identificación. Rezando.

Cuando la puerta se cierra, me lanzo hacia el cerrojo del pomo y lo giro. La puerta retumba cuando Janos se abalanza con violencia contra ella. Los goznes se estremecen. No duraremos mucho.

—¡Ventana! —digo, volviéndome hacia Viv, quien finalmente abre los ojos y levanta la vista. Está paralizada por el miedo. Parece que sus ojos estén a punto de estallar. La cojo de la mano y la obligo a volverse hacia la pequeña ventana que se encuentra en la parte superior de la pared. Tiene dos hojas que se abren hacia fuera como postigos.

La puerta vuelve a estremecerse cuando Janos choca contra ella.

Viv se vuelve con una expresión de pánico dibujada en el rostro.

—Está…

—¡Vete! —grito, acercando una de las sillas hacia el antepecho de la ventana.

Viv se sube a la silla de un salto pero no puede impedir el temblor de las manos cuando intenta quitar el pestillo de la ventana.

—¡De prisa! —le ruego cuando la puerta vuelve a sacudirse en sus goznes.

Viv golpea la ventana pero no se mueve.

—¡Más fuerte! —le digo.

Ella vuelve a golpear los cristales. No es una niña pequeña, y el impacto es tremendo.

—¡Creo que están pegadas!

—Déjame a mí…

Con la base de la palma, Viv lanza un último golpe y la hoja izquierda de la ventana se abre, balanceándose hacia el terrado. Sus manos se aferran al antepecho y yo la impulso hacia arriba. La puerta vuelve a sacudirse con violencia ante un nuevo impacto de Janos. El cerrojo se pandea. Dos de los tornillos parecen estar a punto de salir volando.

Viv se vuelve en la dirección del ruido.

—¡No mires! —le digo.

Tiene medio cuerpo fuera de la ventana. La cojo de los tobillos y le doy un último empujón hacia arriba.

Otro tornillo sale volando del cerrojo y golpea contra el suelo. Ya no nos queda tiempo. Me subo a la silla justo cuando Viv cae al balcón exterior. Detrás de mí veo los cuadernos de notas de Matthew en la mesa contigua. Janos está a punto de derribar la puerta. Nunca lo conseguiré…

No me importa. Necesito esa información. Salto de la silla y gateo de regreso a la mesa, cojo la sección correspondiente a Grayson y arranco las páginas del cuaderno.

La puerta se abre con violencia y cae al suelo. Ni siquiera me molesto en volver la vista. Con un único movimiento, subo a la silla y me lanzo hacia la ventana abierta. Me golpeo la pelvis contra el antepecho, pero el impulso es suficiente para atravesar la ventana. Me precipito fuera y el sol me ciega al caer contra el suelo del balcón.

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