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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (23 page)

Saco del bolsillo las hojas enrolladas del libro de instrucciones de Matthew. Aún puedo oír la voz del alcalde en mi cabeza. Wendell ya había puesto manos a la obra, pero en el lugar no había una sola pieza de equipo de minería a la vista.

—¿Qué están haciendo allí, entonces?

—¿Quiere decir aparte de los trabajos de minería?

Sacudo la cabeza.

—Por la forma en que lo dijo el alcalde… no creo que estén haciendo ningún trabajo de minería en ese lugar.

—¿Entonces para qué otra cosa se necesita una mina de oro?

—Ésa es la pregunta, ¿no crees?

Ella sabe lo que estoy pensando.

—¿Por qué no llama nuevamente al alcalde y…?

—¿Y qué? ¿Pedirle que vaya a fisgonear y ponga su vida en peligro? Además, aunque lo hiciera, ¿tú confiarías en la respuesta?

Viv no dice nada.

—¿Qué hacemos, entonces? —pregunta finalmente.

Durante todo este tiempo he estado buscando una pista. Vuelvo a leer el nombre de la ciudad que figura en el papel que tengo en mis manos. Leed. Leed, efectivamente. El único lugar que tiene la respuesta.

Comprobando una vez más el salón de exposiciones, me dirijo hacia la escalera mecánica.

—Vamos —llamo a Viv.

Ella está pegada a mis talones. Tal vez esté furiosa, pero entiende perfectamente el peligro que entraña quedarse sola. El miedo alcanza para enviarla de la ira nuevamente a la aceptación, aunque lo haga a regañadientes. Cuando llega a mi lado, echa un último vistazo a Oscar
el Gruñón
.

—¿Realmente cree que es una decisión inteligente viajar a Dakota del Sur?

—¿Crees que aquí estaremos más seguros?

No contesta.

Es cierto, es una jugada arriesgada, pero nunca tanto como una compañía que apuesta por una mina de oro en la que no hay oro y luego mantiene alejados a todos los habitantes locales para que nadie pueda ver lo que realmente están haciendo allí. Hasta una chica de diecisiete años sabe que aquí hay algo que apesta, y la única forma de averiguar qué es, es ir directamente a la fuente.

Capítulo 29

Dos horas más tarde estamos en el asiento trasero de un taxi en Dulles, Virginia. Es fácil que el cartel que hay delante pase inadvertido, pero ya he estado antes aquí. «Terminal Aérea de la Corporación Piedmont-Hawthorne».

—Sólo deme cinco de cambio —le digo al conductor del taxi, quien nos ha mirado demasiadas veces a través del espejo retrovisor. Tal vez sea nuestro silencio… tal vez sea el hecho de que Viv ni siquiera me mira. O quizá sea el hecho de haberle dado una propina miserable—. En realidad, puede quedarse con el cambio —añado mientras esbozo una cálida sonrisa y fuerzo una carcajada ante la promoción del programa «Elliot in the Morning» que suena con estridencia en la radio.

El taxista me devuelve la sonrisa y cuenta su dinero. Es más probable que la gente no se acuerde de ti si no los has jodido.

—Que pase un buen día —añado cuando Viv y yo bajamos del coche. El tío agita una mano sin mirarnos.

—¿Está seguro de que esto es legal? —pregunta Viv, comportándose como una buena chica mientras me sigue hacia el moderno edificio bajo y cuadrado.

—No dije nada acerca de que fuera legal… todo lo que pretendo es que sea inteligente.

—¿Y cree que esto es inteligente?

—¿Preferirías coger un vuelo comercial?

Viv vuelve a sumirse en el silencio. Ya hemos hablado de ello durante el viaje hasta aquí. De este modo, ni siquiera nos pedirán la identificación.

No hay muchos lugares en los que puedas conseguir un avión privado en menos de dos horas. Afortunadamente, el Congreso es uno de ellos. Y sólo ha sido necesario hacer una llamada telefónica. Hace dos años, durante una votación clave en un controvertido proyecto de ley de aviación, el director de la oficina de relaciones con el gobierno de FedEx llamó al Congreso y pidió hablar con el senador Stevens. Personalmente. Sabiendo que en estos casos nunca se trata de una falsa alarma, me arriesgué y pasé la llamada. Fue un precioso movimiento de ajedrez por parte de ambos. Con Stevens a bordo, se fijó el tono para el resto de los senadores del medio oeste, quienes se apresuraron a apoyar el proyecto de ley.

Hace exactamente dos horas hice una llamada a la oficina de relaciones con el gobierno de FedEx y les pedí que me devolviesen el favor. El senador, les expliqué, no quería perderse una oportunidad de último momento para recaudar fondos en Dakota del Sur, de modo que me pidió que los llamara. Personalmente.

Eso es lo que nos ha traído hasta aquí. Según las reglas éticas, un senador puede utilizar un avión de una corporación privada siempre que reembolse a la compañía el importe de un billete de primera clase en un vuelo comercial, que podemos pagar más tarde. Es un pretexto genial y Viv y yo nos lanzamos de cabeza.

Cuando estamos a punto de entrar en el edifício se abre una puerta automática que da a una sala que me recuerda al vestíbulo de un hotel de lujo. Sillones tapizados. Lámparas de bronce victorianas. Alfombra color borgoña y gris.

—¿Puedo ayudarlos a encontrar su avión? —pregunta una mujer con traje mientras se inclina sobre el mostrador de recepción a nuestra derecha.

Viv sonríe pero luego hace una mueca cuando se da cuenta de que ese súbito espíritu servicial está dirigido a mí.

—Senador Stevens —digo.

—Por aquí —me indica una voz grave justo al otro lado del mostrador de recepción.

Alzo la vista cuando un piloto con el pelo rubio y peinado hacia atrás hace un breve movimiento con la cabeza para indicarnos el camino.

—Tom Heidenberger —dice, presentándose con un apretón de manos de piloto.

Sólo por ese gesto sé que se trata de un ex militar. También estrecha la mano de Viv. Ella se yergue, disfrutando de la atención.

—¿El senador viene de camino? —pregunta el piloto.

—De hecho, no podrá viajar. Yo hablaré en su nombre.

—Pues que tenga suerte —dice con una sonrisa.

—Y ésta es Catherine, nuestra flamante ayudante en temas legislativos —digo, presentando a Viv. Gracias a su traje azul y a su altura superior a la media, ni siquiera la miran dos veces. El personal del Congreso está lleno de críos.

—¿Está listo para volar, senador? —pregunta el piloto.

—Totalmente —contesto—. Aunque me gustaría poder usar uno de sus teléfonos antes de despegar.

—No hay ningún problema. ¿Es una llamada normal o privada?

—Privada —contestamos Viv y yo al unísono.

El piloto se echa a reír.

—Una llamada del senador, ¿eh? —Viv y yo reímos junto con él mientras nos señala un lugar a la vuelta del corredor—. Primera puerta a la derecha.

Dentro hay una sala de conferencias en miniatura, no más grande que una cocina pequeña. Hay un escritorio, un único sillón de cuero y, en la pared, un póster que muestra a un tío escalando una montaña. En el centro del escritorio hay un teléfono negro y reluciente. Viv levanta el auricular, yo pulso el botón del altavoz.

—¿Qué hace? —pregunta mientras el tono de marcar zumba a través de la habitación.

—Sólo en caso de que necesites ayuda…

—Estaré bien —me contesta, sorprendida de que la controle. Cuando pulsa otra vez el botón del altavoz, el tono de marcar desaparece.

No puedo culparla. Incluso olvidando que fui yo quien la metió en este fregado (cosa que ella no hace), éste es su espectáculo, y estas dos llamadas sólo puede hacerlas ella.

Sus dedos tamborilean sobre el aparato y puedo oír el tono de llamada a través del auricular. Una voz femenina contesta en el otro extremo de la línea.

—Hola, Adrienne, soy Viv —dice, insuflando excitación en su voz. El espectáculo ha comenzado—. No… sí… oh… ¿de verdad? ¿Y ella dijo eso? —Se produce una breve pausa mientras Viv escucha—. Por eso estoy llamando —explica Viv—. No… escucha…

La voz femenina en el otro extremo de la línea pertenece a Adrienne Kaye, una de las dos compañeras de cuarto de la residencia de mensajeros del Senado. Como me explicó Viv durante el viaje, todas las noches, cuando los mensajeros regresan del trabajo, se supone que deben firmar la hoja de registro oficial para asegurarse de que todos estén controlados. Para los treinta mensajeros es un sistema simple que funciona bien, es decir, hasta la semana pasada, cuando Adrienne decidió hacer caso omiso del toque de queda y se quedó fuera hasta muy tarde con un grupo de internos de Indiana. La única razón por la que Adrienne consiguió librarse del castigo fue porque Viv firmó por ella en el libro de registro y les dijo a los encargados que estaba en el baño. Ahora Viv está tratando de que ella le devuelva el favor.

En treinta segundos, el trabajo está hecho.

—Genial… sí… no… sólo diles que es ese momento del mes; eso los mantendrá alejados —dice Viv, alzando el pulgar. Adrienne está dentro—. No… no… nadie que conozcas —añade Viv mirando hacia mí. No sonríe—. ¿Jason? Jamás —se echa a reír—. ¿Estás majara? No me importa si es mono… puede tocarse la nariz con la lengua…

Mantiene la conversación el tiempo suficiente como para que resulte verosímil.

—Genial, gracias otra vez, Adrienne —dice finalmente antes de colgar.

—Bien hecho —le digo cuando se para delante del escritorio y marca el siguiente número.

Viv asiente para sí, mostrando un leve indicio de orgullo. La persecución de Janos le bajó un poco los humos. Aún está tratando de recuperar el terreno perdido. Lo siento por Viv, la siguiente llamada no hará más que complicar las cosas.

Cuando el teléfono suena en el otro extremo de la línea, puedo ver el cambio en su postura. Baja la barbilla, agachándose ligeramente. Los dedos de los pies se le meten hacia adentro, un zapato pisa la puntera del otro. Con el auricular aferrado en la mano, me mira otra vez y luego desvía la vista. Reconozco una llamada de auxilio cuando veo una.

Pulso el botón del altavoz justo cuando una voz femenina responde a la llamada. Viv mira la luz roja del altavoz. Pero esta vez no la apaga.

—Consulta del doctor —responde la mujer.

—Hola, mamá, soy yo —dice Viv con la misma indiferencia. Su tono de voz es absolutamente perfecto, incluso mejor que en la última llamada.

—¿Qué pasa? —le pregunta su madre.

—Nada… Estoy bien —dice Viv mientras apoya su mano izquierda sobre la mesa. Ahora empieza a tener problemas para mantenerse en pie. Hace un momento tenía diecisiete años, y aparentaba veintisiete. Ahora apenas tiene trece.

—¿Por qué estoy hablando por el altavoz? —pregunta mamá.

—No lo estás, mamá; es un teléfono móvil que…

—Quítame del altavoz, sabes que lo detesto.

Viv me mira y yo retrocedo de forma instintiva. Ella pulsa el botón y la llamada desaparece de la habitación. La buena noticia es que, gracias al volumen de la voz de mamá, aún puedo oírla a través del auricular.

Antes dije que no debíamos hacer esta llamada. Ahora tenemos que hacerla. Si mamá hace sonar la alarma de incendio, no iremos a ninguna parte.

—Mejor —dice mamá—. Ahora dime, ¿qué ocurre?

En su voz se advierte una auténtica preocupación. Sí, la voz de mamá es estridente… pero no por la ira… o por su carácter autoritario. El senador Stevens tiene el mismo tono. Esa sensación de inmediatez. El sonido de la fuerza.

—Dime lo que ha pasado —insiste mamá—. ¿Alguien ha hecho algún otro comentario?

—Nadie hizo ningún comentario.

—¿Qué hay de ese chico de Utah?

—Ese chico es un gili…

—Vivian…

—Mamá, por favor, no es un insulto. Dicen «gilipollas» en cada estúpida comedia de la tele.

—O sea que ahora vives en una comedia de la tele, ¿eh? Entonces supongo que tu mamá de la tele será quien se encargue de pagar tus facturas y hacerse cargo de todos tus problemas.

—No tengo problemas. Fue sólo un comentario que hizo uno de los chicos… Los celadores se encargaron del asunto… Está todo bien.

—No dejes que hagan eso, Vivian. Dios dice…

—Ya te he dicho que estoy bien.

—No permitas que…

—¡Mamá!

Mamá hace una pausa, una pausa triple que sólo una madre es capaz de hacer. Todo el amor que tiene por su hija… te das cuenta de que tiene ganas de gritarlo a través del teléfono… pero también sabe que no es fácil transmitir la fuerza. Tiene que encontrarse. En el interior.

—Dime algo acerca de esos senadores —dice mamá finalmente—. ¿Te han pedido que escribas alguna legislación?

—No, mamá, aún no he escrito ninguna legislación.

—Lo harás.

Es difícil de explicar, pero la forma en que lo dice, hasta yo la creo.

—Escucha, mamá… la única razón por la que te llamo… nos llevan a pasar la noche en Monticello… la casa de Thomas Jefferson…

—Sé lo que es Monticello.

—Sí, bueno… en cualquier caso, no quería que te alarmases cuando llamaras y no estuviésemos en la residencia.

Viv hace una pausa, esperando a ver si mamá se lo traga. Ambos contenemos el aliento.

—Te dije que te llevarían allí, Viv. He visto fotografías en un viejo folleto —dice mamá, evidentemente emocionada. Y así, simplemente, el asunto queda resuelto.

—Sí… lo hacen todos los años —añade Viv. Hay una súbita tristeza en su voz. Casi como si deseara que no hubiera sido tan fácil. Mira el póster que hay en la pared. Todos tenemos nuestras montañas que escalar.

—¿Y cuándo regresarás?

—Creo que mañana por la noche —dice Viv, verificándolo conmigo. Me encojo de hombros y asiento al mismo tiempo—. Sí… mañana por la noche —añade.

—No te olvides de preguntar por Sally Hemings…

—No te preocupes, mamá… estoy segura de que es parte de la visita guiada.

—Espero que lo sea. ¿Qué creen, que vamos a olvidarnos de todo eso? Por favor. Ya es bastante patético que ahora traten de venderlo como una tierna historia romántica… —Hace una breve pausa—. ¿Tienes suficiente dinero y esas cosas? —Sí.

—Bien. Respuesta correcta.

Viv deja escapar una sonrisa ante la broma de mamá.

—¿Estás bien, cariño? —pregunta mamá.

—Estoy genial —insiste Viv—. Sólo un poco excitada por el viaje.

—Debes estarlo. Atesora cada experiencia, Vivian. Todas tienen su importancia.

—Lo sé, mamá…

Como hace unos minutos, se produce una pausa maternal.

—¿Seguro que estás bien?

Viv cambia el peso del cuerpo, apoyándose aún más contra el escritorio. Por la forma en que se encorva es casi como si necesitara el escritorio para mantenerse de pie.

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