El juego del cero (27 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

—Es mejor que basura enterrada —replica la voz.

—Amén —dice Shelley, sonriéndome e invitándome a participar en la broma. Asiento como si acabase de oír el mejor chiste de mineros de la semana y luego hago señas rápidamente hacia uno de los pocos espacios libres para aparcar.

—Escuche, ¿podríamos…?

—Eh… sí… allí es perfecto —dice Shelley mientras su compañero sigue hablando por la radio—. Allí encontrarán lo que necesitan —añade, señalando el gran edificio de ladrillos que se alza justo detrás de la tienda india metálica—. Y aquí… —Saca del bolsillo un llavero con chapas de metal redondas, quita el seguro y deja caer en mi mano cuatro de ellas. Dos llevan impreso el número 27; las otras dos tienen el número 15—. No olvide colocarlas —me explica—. Una en el bolsillo y otra en la pared.

Le doy las gracias y nos alejamos rápidamente hacia nuestra plaza de aparcamiento. Shelley vuelve a concentrarse en la conversación con su compañero.

—¿Está seguro de que sabe lo que hace? —pregunta Viv.

Está sentada un poco más erguida que ayer, pero mira ansiosamente a través del espejo retrovisor lateral de su lado. Cuando escuchaba la conversación que Viv mantenía con su madre, dije que la fuerza debía encontrarse en el interior de cada uno. Por la forma en que Viv continúa mirando por el retrovisor, no cabe duda de que sigue buscándola.

—Viv, en este lugar no hay una mísera pepita de oro, pero están montando un tinglado, como en aquella escena de
E.T.
en la que aparecen los tíos del gobierno.

—Pero si nosotros…

—Escucha, no estoy diciendo que quiera bajar a la mina, ¿pero tienes alguna idea mejor para intentar averiguar qué está pasando aquí?

Ella baja la vista a su regazo, que está cubierto con los folletos que ha cogido en el motel. En la portada de uno de ellos se lee: «Desde la Biblia hasta la
Repiíblica
de Platón, lo subterráneo ha sido asociado con el Conocimiento». Contamos con eso.

—Los amigos de mi padre solían visitar las minas —añado—. Puedes creerme, incluso aunque bajemos, es como una cueva… estamos hablando de unos pocos cientos de metros como máx…

—Prueba con dos mil quinientos —me interrumpe.

—¿Qué?

Se queda inmóvil, sorprendida por la súbita atención.

—E-eso es lo que dice aquí… —añade, pasándome el folleto—. Antes de que lo cerraran, este lugar era la mina activa más antigua de Norteamérica. Superaba a cualquier otra mina de oro, carbón, plata o cualquier otro mineral en todo el país.

Le arrebato el folleto de las manos. «Desde 1876», dice la portada.

—Han estado excavando durante más de ciento veinticinco años. Eso te lleva realmente muy abajo —continúa Viv—. Esos mineros que se quedaron atrapados en Pennsylvania hace unos años… ¿a qué profundidad estaban, sesenta metros?

—Setenta y dos metros —preciso.

—Bueno, aquí estamos hablando de dos mil quinientos. ¿Puede imaginarse eso? Dos mil quinientos. Es como seis Empire State Building metidos en la tierra…

Hojeo el folleto hasta la última página y confirmo los datos: seis Empire State Building… cincuenta y siete niveles… cuatro kilómetros de ancho… y quinientos kilómetros de galerías subterráneas. En el fondo de la mina, la temperatura alcanza los cincuenta grados. Miro a través de la ventanilla la carretera que discurre debajo de nosotros. «Olvida la colmena. Estamos en la cima de un hormiguero gigante».

—Tal vez sería mejor que yo me quedase aquí —dice Viv—. Ya sabe… para vigilar…

Antes de que pueda responderle, vuelve a mirar a través del espejo retrovisor. Detrás de nosotros, una camioneta Ford plateada atraviesa el camino de grava y entra en el aparcamiento. Viv mira ansiosamente al conductor para ver si su rostro le resulta familiar. Sé lo que está pensando. Aunque Janos esté aterrizando en este momento, no puede estar muy lejos. Ésa es la alternativa: el demonio en la superficie contra el demonio subterráneo.

—¿Realmente crees que es más seguro que te quedes aquí arriba sola? —pregunto.

Viv no me contesta. Sus ojos permanecen fijos en la camioneta plateada.

—Por favor, prométame que lo haremos rápido —suplica.

—No te preocupes —digo, abriendo la puerta y bajando del coche—. Entraremos y saldremos antes de que nadie se dé cuenta.

Capítulo 36

Mientras golpeaba ligeramente con el pulgar el salpicadero de su coche alquilado en Hertz, en el aeropuerto de Rapid City, Janos no hizo ningún intento por ocultar su frustración con el estilo de vida de Dakota del Sur.

—¿Por qué hay tanto retraso? —le preguntó al empleado joven que llevaba una fina corbata del monte Rushmore.

—Lo siento, señor… está siendo una de esas mañanas complicadas —contestó el hombre que estaba detrás del mostrador, ordenando una pila de papeles.

Janos echó un vistazo al salón principal del aeropuerto. Había un total de seis personas, incluyendo a un conserje nativo norteamericano.

—Muy bien… ¿cuándo devolverá el coche? —preguntó el hombre que estaba detrás del mostrador.

—Con suerte, esta noche —contestó Janos.

—Una visita relámpago, ¿eh?

Janos no respondió. Sus ojos estaban fijos en la llave que el hombre sostenía en la mano.

—¿Puede darme la llave?

—Necesitará algún seguro sobre…

La mano de Janos salió disparada como una flecha, agarró la muñeca del hombre y le arrebató la llave.

—¿Hemos terminado? —gruñó Janos.

—Es… es un Ford Explorer azul… en la plaza número quince —dijo el hombre, mientras Janos cogía un mapa que había encima del mostrador y salía a toda prisa—. Que tenga un buen día, señor… —El hombre miró la fotocopia del permiso de conducir de Nueva Jersey que le había dado Janos. Robert Franklin—. Que tenga un buen día, señor Franklin. Y bien venido a Dakota del Sur.

Capítulo 37

Caminando lo más de prisa posible con mi libro de instrucciones en la mano, mantengo mi zancada de senador mientras nos dirigimos hacia el edificio de ladrillo rojo. El libro es en realidad el manual del propietario que había en la guantera del Suburban, pero al paso que nos movemos nadie podrá darse cuenta. A mi derecha, Viv completa el cuadro, caminando detrás de mí como la fiel ayudante de mi ejecutivo de Wendell. Entre su estatura y su traje azul recién planchado, parece lo bastante mayor como para dar el pego. Le digo que no sonría como medida de seguridad. La única forma de pertenecer a un lugar es actuar como si pertenecieras a ese lugar. Pero a medida que nos aproximamos al edificio de ladrillo rojo, nos damos cuenta de que prácticamente no hay nadie en los alrededores que pueda causarnos problemas. A diferencia de los remolques que hay detrás de nosotros, aquí los caminos están desiertos.

—¿Cree que están bajo tierra? —pregunta Viv, advirtiendo la súbita disminución de la población.

—Es difícil de decir; en el aparcamiento conté dieciséis coches, además de toda la maquinaria. Tal vez todo el trabajo se esté haciendo junto a los remolques.

—O tal vez lo que sea que estén haciendo aquí arriba es algo que no desean que vean toneladas de gente.

Acelero el paso y Viv también lo hace. Cuando giramos en la esquina del edificio de ladrillo, hay una puerta en el frente y una escalera metálica que desciende hacia una entrada en el costado del edificio. Viv mira hacia el mismo lugar que yo. Asiento. Ambos nos dirigimos hacia la escalera por un camino lateral. Cuando comenzamos a bajar, pequeños trozos de piedra se deslizan de la suela de nuestros zapatos y caen a un callejón de cemento seis metros más abajo. No es ni siquiera parecido al descenso que nos espera. Miro por encima del hombro. Viv comienza a reducir el paso sin dejar de mirar a través de los escalones.

—Viv…

—Estoy bien —contesta, aunque no se lo he preguntado.

En el interior del edificio de ladrillo rojo atravesamos un corredor de baldosas oscuras y entramos en una pequeña cocina que da la impresión de haber sido registrada y abandonada. El suelo de vinilo está cuarteado, la nevera está abierta y vacía, y un tablero de anuncios de corcho descansa en el suelo, lleno de noticias del sindicato amarillentas que datan al menos de hace dos años. Sea lo que sea lo que esos tíos estén haciendo en este lugar, es evidente que han llegado hace muy poco tiempo.

Regresamos al corredor y asomo la cabeza a una habitación cuya puerta está fuera de sus goznes. Me lleva un segundo entrar pero, cuando lo hago, me detengo en medio del suelo de baldosas. Delante de mí hay una fila tras otra de duchas industriales, pero por la forma en que están dispuestas parece una cámara de gas: las bocas son cañerías que salen de la pared. Y aunque sé que sólo son duchas, cuando pienso en todos esos mineros lavándose después de otra dura jornada de trabajo, es realmente una de las vistas más deprimentes que he contemplado nunca.

—¡Harris, lo tengo! —dice Viv, llamándome desde el corredor, donde golpea levemente con el índice un cartel que reza «La rampa». Debajo de las palabras hay una flecha diminuta que señala hacia otro tramo de escaleras.

—¿Estás segura de que es…?

Viv señala el viejo reloj registrador de metal que está junto al cartel y luego vuelve a mirar el tablón de anuncios y la nevera. No hay duda. Cuando los mineros abarrotaban este lugar, aquí era donde comenzaban su jornada todos los días.

Abajo, el corredor se vuelve más estrecho y el techo es bajo. Sólo por el olor a moho sé que nos encontramos en el sótano. No hay más habitaciones a los lados y no hay una sola ventana a la vista. Siguiendo otro cartel que indica «La rampa», llegamos a una puerta azul de metal oxidada que está cubierta de suciedad y me recuerda las puertas de los refrigeradores industriales. Empujo con fuerza pero la puerta parece empujar en sentido contrario.

—¿Qué ocurre? —pregunta Viv.

Sacudo la cabeza y vuelvo a intentarlo. Esta vez, la puerta se abre ligeramente y un soplo de aire caliente me lame la cara. Es un túnel de viento. Empujo con más fuerza y la puerta se abre de par en par haciendo crujir sus goznes oxidados, mientras todo el calor seco de la brisa rebota contra nuestros pechos.

—Huele a piedra —dice Viv, cubriéndose la boca.

Recordando que el hombre que estaba en el aparcamiento nos indicó que viniésemos en esta dirección, me decido a dar el primer paso hacia el estrecho corredor de cemento.

Cuando la puerta se cierra detrás de nosotros, el viento cesa, pero la sequedad permanece en el aire. No dejo de lamerme los labios, pero no sirve de nada. Es como estar comiendo un castillo de arena.

Un poco más adelante, el corredor dobla a la derecha. En el suelo hay algunos cubos de limpieza llenos de agua y una luz fluorescente en el techo. Finalmente, un signo de vida. Internándonos en la curva, no estoy seguro de lo que estamos respirando, pero al probar el aire amargo en la lengua, es polvoriento, caliente y horrible. En la pared de la izquierda hay un cartel de «Refugio antiatómico» de los años sesenta con una flecha que señala hacia adelante. Cubierto de tierra, aún se puede distinguir el logotipo nuclear en amarillo y negro.

—¿Refugio antiatómico? —pregunta Viv, desconcertada—. ¿A dos mil quinientos metros bajo tierra? Un poco exagerado, ¿no?

Ignorando el comentario, permanezco concentrado en el corredor y, cuando se vuelve recto, vemos nuestro segundo signo de vida.

—¿Qué es eso? —pregunta Viv, avanzando con cautela.

Justo delante de nosotros, ambos lados del corredor están cubiertos desde el suelo hasta el techo con estanterías metálicas que parecen bibliotecas poco profundas. Pero en lugar de libros, están llenas de piezas de equipo: docenas de botas de goma hasta la rodilla, gruesos cinturones de herramientas de nailon y, lo más importante, lámparas de minero y cascos de construcción blancos.

—¿Cree que encajará? —pregunta Viv con una sonrisa forzada mientras se coloca un casco sobre el pelo afro corto. Está haciendo un gran esfuerzo por actuar como si estuviese preparada para esto, pero antes de convencerme a mí, tiene que convencerse a sí misma—. ¿Qué es esto? —añade, dando unos golpecitos nerviosos en la sujeción metálica que hay en el frente del casco.

—Para la lámpara —digo, cogiendo una de las lámparas de la estantería.

Pero cuando trato de asir la bombilla de metal redonda, descubro que está conectada mediante un cable negro a una caja de plástico roja que contiene una versión de bolsillo de una batería de coche, y que la batería está conectada a su vez a unas sujeciones en la estantería. Esto no es solamente una estantería, es una estación de carga eléctrica.

Quito las sujeciones y descuelgo la batería, la retiro de la estantería y la coloco en uno de los cinturones de herramientas. Mientras Viv se lo ajusta a la cintura, paso el cable por encima de su hombro y fijo la lámpara en la sujeción del casco. Ahora está preparada. Una minera oficial.

Viv acciona un interruptor y la luz se enciende. Hace veinticuatro horas habría movido la cabeza de un lado a otro, fastidiándome con la luz en la cara. Ahora, el haz de luz ilumina sus pies cuando mira el suelo. La excitación ha desaparecido. Una cosa es decir que desciendes bajo tierra y otra muy distinta hacerlo.

—No lo diga… —me advierte cuando estoy a punto de abrir la boca.

—Es más seguro que estar…

—Le he dicho que no lo dijera. Estaré bien —insiste. Aprieta los dientes y aspira profundamente el aire caliente y espeso—. ¿Cómo sabemos cuáles están cargadas? —pregunta. Al ver mi expresión, señala las estanterías que hay a ambos lados. Las dos están llenas de baterías—. ¿Qué pasa si una es una estación de entrada y la otra es de salida? —añade, tocando la cubierta roja de su batería—. Por lo que sabemos, podrían haberlas dejado hace diez minutos.

—¿Crees que es así como ellos…?

—Eso es lo que hacen en los Laser Tag —señala Viv.

La miro durante un momento. Me odio a mí mismo por haberla traído a este lugar.

—Tú conserva la tuya de la estantería izquierda, yo cogeré una lámpara de la derecha —digo—. De ese modo, al menos tendremos una lámpara que funcione.

Ella asiente ante la lógica de mi razonamiento mientras yo busco dos petos anaranjados de tejido de malla en un cubo de basura.

—Ponte esto —le digo, lanzándole uno de los petos.

—¿Por qué?

—Por la misma razón que en todas las malas películas de espías siempre hay alguien merodeando vestido como un conserje. Un peto anaranjado te llevará a cualquier parte…

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