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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (43 page)

—Como estaba diciendo, estoy completamente de acuerdo con usted. Ésa es la razón por la que decidí acercarme a usted en primer lugar.

—Bien, porque no querría que usted pensara que todos los cabilderos están en esto por la pasta. Eso no es más que un estereotipo ofensivo.

Janos permaneció en silencio. En muchos sentidos, su colega no era muy diferente del brillante sedán que estaba conduciendo en ese momento: sobreexcitado y escasamente adecuado. Pero tal como pensó cuando eligió ese coche, en Washington es necesario mezclar algunas cosas.

—¿Dijeron adonde pensaban ir luego? —preguntó Janos.

—No, pero tengo una idea…

—Yo también —dijo Janos, girando bruscamente a la derecha para entrar en el aparcamiento subterráneo—. Me alegro de verlo —exclamó, al tiempo que agitaba la mano saludando al guardia de seguridad que estaba fuera de la zona destinada a los empleados. El guardia le respondió con una cálida sonrisa.

—¿Se encuentra donde le dije? —preguntó su colega a través del móvil.

—No se preocupe por donde estoy —replicó Janos—. Usted concéntrese en Harris. Si vuelve a llamarlo, necesitamos que tenga los ojos y los oídos bien abiertos.

—Con los oídos puedo ayudarlos —respondió Barry, su voz estridente chirriando en la línea—. Los ojos son lo que siempre me ha causado problemas.

Capítulo 66

—Ahora bien, ¿podrían decirme otra vez para qué es esto? —pregunta el doctor Minsky, al tiempo que coge un pequeño clip para sujetar papeles y da golpecitos con él en el borde del escritorio.

—Sólo información básica —digo, esperando que la conversación continúe—. Estamos considerando un nuevo proyecto…

—¿Un nuevo experimento con neutrinos? —me interrumpe Minsky, claramente excitado. Es su tema favorito, de modo que si hay nuevos datos en relación con ello, él quiere ser el primero en jugar con esos juguetes.

—En realidad, no deberíamos hablar de ello —contesto—. Es un proyecto que aún se encuentra en sus primeras etapas.

—Pero si están…

—De hecho, se trata de una persona que es amiga del congresista —lo interrumpo—. No es para consumo público.

El hombre posee dos doctorados; capta perfectamente el mensaje. Los congresistas hacen favores a sus amigos todos los días. Esa es la razón de que las verdaderas noticias que se producen en el Capitolio nunca aparezcan en los periódicos. Si Minsky quiere que le hagamos más favores, sabe que debe ayudarnos en esto.

—De modo que neutrinos, ¿eh? —pregunta finalmente.

Sonrío. Y también lo hace Viv, pero cuando vuelve ligeramente la cabeza, mirando a través de la ventana, puedo adivinar que está buscando a Janos. No podremos dejarlo atrás si no contamos con una ventaja inicial.

—Permítame que se lo explique de este modo —dice Minsky, pasando rápidamente a la modalidad de profesor. Sostiene el clip abierto en el aire como si fuese un diminuto puntero, luego lo mueve hacia abajo, del techo al suelo—. Mientras estarnos sentados aquí en este mismo momento, cincuenta mil millones de neutrinos están volando desde el sol, a través de su cráneo, por todo su cuerpo, saliendo a través de las plantas de sus pies y de los nueve pisos que hay debajo de nosotros. Sin embargo, no se detendrán ahí, sino que continuarán a través de los cimientos de hormigón del edificio, del núcleo terrestre, atravesarán China y regresarán a la Vía Láctea. Ustedes creen que están simplemente sentados aquí conmigo, pero en este momento están siendo bombardeados. Cincuenta mil millones de neutrinos. Cada segundo. Vivimos inmersos en un mar de ellos.

—¿Pero son como protones? ¿Electrones? ¿Qué son?

El doctor Minsky baja la vista tratando de no hacer una mueca de fastidio. Para un hombre ilustrado, no hay nada peor que una persona ignorante.

—En el mundo subatómico, hay tres clases de partículas que tienen masa. Las primeras y más pesadas son los quarks, que componen los protones y los neutrones, luego están los electrones y sus parientes, que son incluso más ligeros. Y finalmente vienen los neutrinos, que son unas partículas tan increíblemente ligeras que aún existen algunos incrédulos por ahí que afirman que carecen de masa.

Asiento, pero él sabe que sigo perdido.

—He aquí su importancia —añade—. Uno puede calcular la masa de todo lo que ve a través de un telescopio, pero cuando se suma toda esa masa, sigue siendo solamente el diez por ciento de lo que constituye el universo. Eso deja un noventa por ciento sin explicar. ¿Dónde está ese noventa por ciento que falta? Es la pregunta que han estado formulándose los físicos durante décadas: ¿dónde está la masa perdida del universo?

—¿Neutrinos? —susurra Viv, acostumbrada a ser una estudiante.

—Neutrinos —dice Minsky, señalando con el clip hacia ella—. Por supuesto, probablemente no se trate de la totalidad del noventa por ciento, pero de una parte de él… son los principales candidatos.

—De modo que, si alguien está estudiando los neutrinos, está intentando…

—… abrir el último cofre del tesoro —dice Minsky—. Los neutrinos en los que estamos nadando en este preciso instante fueron producidos durante el big bang, en las supernovas e, incluso, durante la fusión, en el núcleo del Sol. ¿Alguna idea de qué es lo que tienen esas tres cosas en común?

—¿Enormes explosiones?

—La creación —insiste Minsky—. Por esa razón, los físicos están tratando de calcularlos, y por eso les concedieron el Premio Nobel a Davis y Koshiba hace algunos años. Libera los neutrinos y estarás liberando potencialmente la naturaleza de la materia y la evolución del universo.

Es una bonita respuesta, pero no me acerca ni un centímetro a mi verdadera pregunta. Es hora de ser directo.

—¿Podrían utilizarse los neutrinos para construir una arma?

Viv vuelve a mirar a través de la ventana; Minsky ladea ligeramente la cabeza, escogiéndome con la mirada. Es posible que esté sentado delante de un genio, pero no se necesita uno para saber que algo está pasando.

—¿Por qué iba a usar alguien los neutrinos como arma? —pregunta.

—No estoy diciendo que lo hagan… sólo queremos saber si pueden hacerlo.

Minsky deja caer el clip y apoya las palmas de las manos sobre el escritorio.

—¿Exactamente para qué tipo de proyecto es esta información, señor Defresne?

—Quizá debería dejar esa información para el congresista —digo, tratando de desactivar la tensión. Pero sólo consigo acortar la mecha.

—Tal vez lo mejor sería que usted me enseñara la propuesta concreta para el proyecto —dice Minsky.

—Me encantaría… pero en este momento es confidencial.

—¿Confidencial?

—Sí, señor.

La mecha está consumiendo las últimas hebras. Minsky no se mueve.

—Escuche, ¿puedo ser sincero con usted? —pregunto.

—Qué idea tan original.

Minsky utiliza el sarcasmo como empujón mental. Giro deliberadamente en mi sillón y simulo aceptar que es él quien controla la situación. Esquivar cuando uno está contra las cuerdas. Tal vez me saque veinte años, pero he practicado este juego con los mejores manipuladores del mundo. Minsky no es más que alguien que sacó un sobresaliente en ciencias.

—De acuerdo —comienzo—. Hace cuatro días, nuestra oficina recibió una propuesta preliminar para la construcción de unas instalaciones de última generación destinadas a la investigación con neutrinos. Fue entregada en mano al congresista en su domicilio particular.

—¿Quién presentó la propuesta? ¿El gobierno o los militares? —pregunta.

—¿Qué le hace decir eso?

—Nadie más puede permitirse un proyecto así. ¿Tiene idea de lo que cuestan este tipo de cosas? Las compañías privadas no pueden afrontar semejante carga.

Viv y yo nos miramos, volviendo a pensar en Wendell o en quienquiera que sea.

—Según ellos, es puramente con propósitos de investigación, pero cuando alguien construye un laboratorio flamante a casi tres kilómetros bajo tierra, tiende a atraer la atención de la gente. Debido a las partes implicadas en el proyecto, queremos asegurarnos de que, dentro de diez años, esto no se volverá contra nosotros. Por eso necesitamos saber, en el peor escenario posible, qué daño potencial pueden causar.

—O sea, que están utilizando una vieja mina, ¿eh? —pregunta Minsky.

No parece sorprendido.

—¿Cómo lo ha sabido? —pregunto a mi vez.

—Es la única forma de hacerlo. El laboratorio Kamioka, en Japón, está construido en una antigua mina de zinc… Sudbury, Ontario, está en una mina de cobre… ¿Sabe lo que cuesta cavar un agujero hasta esa profundidad? ¿Y comprobar después todo el soporte estructural? Si no utiliza una vieja mina, estará añadiendo entre dos y diez años al proyecto, además de miles de millones de dólares.

—¿Pero por qué tienen que estar ahí abajo, en primer lugar? —pregunta Viv.

Minsky parece desconcertado por la pregunta.

—Es la única forma de proteger los experimentos de los rayos cósmicos.

—¿Rayos cósmicos? —pregunto con escepticismo.

—Están bombardeando la Tierra continuamente.

—¿Los rayos cósmicos?

—Comprendo que todo esto puede sonar a ciencia-ficción —dice Minsky—, pero piénselo de esta manera: volar en avión de costa a costa del país es el equivalente a uno o dos rayos X en el pecho. Por ese motivo, las compañías aéreas examinan regularmente a sus azafatas, para ver si están embarazadas. En este mismo instante estamos siendo bañados por toda clase de partículas. ¿Por qué llevar a cabo su investigación científica bajo tierra? No hay ruido de fondo. Aquí, en la superficie, la manecilla de su reloj está despidiendo radio; incluso con la mejor protección de plomo, hay interferencias en todas partes. Es como tratar de realizar una operación a corazón abierto en medio de un terremoto. Debajo de la superficie terrestre, lodos los ruidos radiactivos quedan excluidos, lo cual es la razón por la que se trata de uno de los escasos lugares donde puede detectarse la presencia de neutrinos.

—O sea, que el hecho de que el laboratorio se haya construido bajo tierra…

—… es básicamente una necesidad —dice Minsky—. Es el único lugar donde se puede llevar a cabo el proyecto. Sin la mina, no hay proyecto.

—Ubicación, ubicación, ubicación —musita Viv, desviando la vista hacia mí.

Por primera vez en tres días, las cosas comienzan finalmente a tener sentido. Durante todo este tiempo, ambos pensábamos que querían la mina para ocultar el proyecto pero, en realidad, la necesitan para poder llevarlo a cabo. Por eso era necesario que Matthew deslizara el tema de la mina en el proyecto de ley. Sin la mina, no tienen nada.

—Naturalmente, lo que en realidad importa es lo que están haciendo allí abajo —señala Minsky—. ¿Tiene un gráfico?

—Lo tengo… es sólo que… en este momento lo tiene el congresista —digo, oliendo la oportunidad—. Pero recuerdo la mayor parte del mismo… había una enorme esfera de metal llena de unas cosas llamadas tubos fotomultiplicadores…

—Un detector de neutrinos —dice Minsky—. Se llena el tanque con agua pesada de modo que uno pueda detener y, por tanto, detectar los neutrinos. El problema es que, como los neutrinos se desplazan e interactúan con otras partículas, de hecho cambian de una identidad a otra, fabricando diferentes «sabores» de neutrino. Es como el caso de Jekyll y Hyde. Eso es lo que hace que su detección resulte tan difícil.

—¿De modo que esos tubos sólo se utilizan con propósitos de observación?

—Piense en ello como en un gran microscopio encerrado. Es una empresa muy cara; en el mundo existen muy pocas.

—¿Qué hay del imán?

—¿Qué imán?

—Había un estrecho corredor con un enorme imán y unas largas tuberías metálicas que recorrían toda la habitación.

—¿Tenían un acelerador de partículas allí abajo? —pregunta Minsky, perplejo.

—Ni idea… la única otra cosa rara era un gran embalaje de tablas que decía «Tungsteno».

—Un bloque de tungsteno. Eso suena definitivamente a un acelerador de partículas, pero… —Minsky se interrumpe y permanece en silencio.

—¿Qué? ¿Qué sucede?

—Nada… es sólo que, si tienes un detector, habitualmente no tienes un acelerador de partículas. El ruido que produce uno… interferiría con el otro.

—¿Está seguro?

—Cuando se trata de neutrinos… es un campo tan experimental que nadie está realmente seguro de nada. Pero, hasta ahora, o bien uno estudia la existencia de neutrinos o bien estudia su movimiento.

—¿Y qué ocurre si se ponen juntos un detector y un acelerador?

—No lo sé —dice Minsky—. Nunca he oído de nadie que hiciera semejante cosa.

—Pero si lo hicieran… ¿cuál es su aplicación potencial?

—En términos intelectuales, o…

—¿Por qué lo querrían el gobierno o los militares? —pregunta Viv, yendo directamente al grano. A veces se necesita un niño para que aclare una situación absurda. Minsky no es precisamente un recién llegado a la primera división. El sabe muy bien lo que significa que el gobierno meta las narices en la ciencia.

—Existen ciertas aplicaciones potenciales en el ámbito de la defensa —comienza—. Eso no requiere un acelerador de partículas, pero si lo que quiere saber es si un país determinado posee armas nucleares, puede enviar un avión teledirigido, conseguir una muestra de aire y luego utilizar el «silencio» de la mina para medir la radiactividad que contiene esa muestra de aire.

Es una teoría muy interesante, pero si fuese tan sencillo, Wendell —o quienquiera que sea esa gente— se hubiese limitado a solicitar la mina al subcomité de Defensa. Al tratar de conseguirla de manera subrepticia a través de Matthew y el subcomité de Interior, están jugando sucio… lo que significa que han puesto sus manos sobre algo que no quieren que se haga público.

—¿Qué hay de armamento… o de hacer dinero? —pregunto.

Minsky, sumido en sus pensamientos, hace girar la punta del clip a través del borde de la barba.

—Sin duda, la cuestión del armamento es posible… pero lo que me dice de hacer dinero… ¿está hablando literalmente o de forma figurada?

—¿Puede repetirlo?

—Volvemos a la naturaleza de los neutrinos. No puede ver un neutrino como puede hacerlo con un electrón. No aparece bajo el microscopio, es como un fantasma. La única manera de verlos es observando la forma en que se comportan con otras partículas atómicas. Por ejemplo, cuando un neutrino choca contra el núcleo de un átomo, genera cierto tipo de radiación, como un estampido sónico óptico. Todo lo que alcanzamos a ver es el estampido, que nos dice que el neutrino estuvo allí.

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