El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (6 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

—¿Nunca hace excepciones? —murmuró Suti.

Conmovida, la hilandera abandonó su instrumento.

—Voy a ver.

El taller era grande y estaba limpio. La inspección de trabajo lo exigía. La luz entraba por tragaluces rectangulares practicados en el techo plano y la circulación de aire se obtenía gracias a una sabia disposición de ventanas oblongas. En invierno trabajaban calientes; en verano, frescos. Los especialistas calificados, tras varios años de aprendizaje, percibían un salario elevado, sin discriminación entre hombres y mujeres.

Cuando Suti sonreía a una tejedora, la hilandera regreso.

—Seguidme.

La señora Tapeni, cuyo nombre significaba «el ratón», se hallaba en una inmensa sala donde había telares, urdimbres, bobinas de hilo, agujas, bastones de hilandera y demás instrumentos necesarios para la práctica de su arte. Pequeña, con los cabellos negros, los ojos verdes y la piel oscura, muy vivaz, reinaba sobre los obreros con mano de militar. Su aparente dulzura ocultaba un autoritarismo a menudo penoso. Pero los productos que salían de su taller eran de tal belleza que no podía hacérsele crítica alguna. Soltera a los treinta años, Tapeni pensaba sólo en su oficio. Hijos y familia le parecían obstáculos para la prosecución de una carrera.

En cuanto vio a Suti, tuvo miedo. Miedo de enamorarse estúpidamente de un hombre al que le bastaba comparecer para seducir. Su temor se transformó en seguida en otro sentimiento, muy excitante: el irresistible atractivo de la cazadora ante la pieza. Su voz se hizo acariciadora.

—¿Cómo puedo ayudaros?

—Se trata de un asunto… privado.

Tapeni despidió a sus ayudantes. El perfume del misterio aumentaba su curiosidad.

—Ahora estamos solos.

Suti dio la vuelta a la estancia y se detuvo ante una hilera de agujas de nácar dispuestas en una tabla cubierta de tejido.

—Son soberbias. ¿Quién está autorizado a manejarlas?

—¿Os interesan los secretos de mi oficio?

—Me apasionan.

—¿Inspector de palacio?

—Tranquilizaos: busco a alguien que utilizó este tipo de aguja.

—¿Una amante en fuga?

—¿Quién sabe?

—También los hombres las utilizan. Espero que no seáis…

—Alejad vuestros temores.

—¿Cómo os llamáis?

—Suti.

—¿Vuestra profesión?

—Viajo mucho.

—Comerciante y un poco espía… Sois muy guapo.

—Y vos encantadora.

—¿De verdad?

Tapeni corrió el pestillo de madera que servia de cerrojo.

—¿Pueden encontrarse estas agujas en cualquier taller?

—Sólo los mayores las poseen.

—Entonces, la lista de usuarios es limitada.

—Ciertamente.

Ella se acercó, giró a su alrededor, tocó sus hombros.

—Eres fuerte. Debes de saber combatir.

—Soy un héroe. ¿Querríais darme algunos nombres?

—Tal vez. ¿Tanta prisa tienes?

—Identificar al propietario de una aguja como ésta…

—Cállate un poco, más tarde hablaremos. Aceptaré ayudarte, a condición de que te muestres tierno, muy tierno…

Posó sus labios en los de Suti que, tras una breve vacilación, se vio obligado a responder a la invitación. La cortesía y el sentido de la reciprocidad eran valores intangibles de la civilización. No rechazar un regalo era uno de los imperativos de la moral de Suti.

La señora Tapeni untó el sexo de su amante con una pomada a base de semillas de acacia machacadas con miel; esterilizado el esperma, gozaría con total tranquilidad de aquel magnifico cuerpo de hombre, olvidando el ruido de los telares y las recriminaciones de los obreros.

«Investigar para Pazair —pensó Suti— no sólo presenta peligros.»

CAPÍTULO 9

E
l juez Pazair y su policía, el nubio Kem, se dieron un abrazo. El coloso negro iba acompañado por su babuino de mirada tan inquisidora que asustaba a los viandantes. Conmovido hasta las lágrimas, el nubio se palpó la prótesis de madera que sustituía su nariz cortada.

—Neferet me lo ha contado todo. Estoy libre gracias a vosotros dos.

—El babuino se mostró persuasivo.

—¿Noticias de Nebamon?

—Descansa en su mansión.

—Volverá al ataque.

—¿Quién lo duda? Tendréis que mostraros más prudente.

—Siempre que siga siendo juez. He escrito al visir: o se encarga de la investigación y me confirma en mis funciones o considera mi petición insolente e inaceptable.

Rubicundo, rollizo, con los brazos cargados de papiro, el escribano Iarrot entró en el despacho del juez.

—¡Esto es lo que he hecho en vuestra ausencia! ¿Debo seguir trabajando?

—Ignoro mi suerte futura, pero detesto que los expedientes esperen. Mientras no me lo prohíban, seguiré poniendo mi sello. ¿Cómo está tu hija?

—Un comienzo de sarampión y una pelea con un muchachuelo odioso que le arañó la cara. He denunciado a los padres. Afortunadamente cada vez baila mejor. Pero mi mujer… ¡qué arpía!

Gruñón, Iarrot colocó los papiros en sus casillas.

—No saldré de mi despacho antes de que el visir responda —indicó Pazair.

—Voy a dar una vuelta por casa de Nebamon —declaró el nubio.

Neferet y Pazair habían tomado la decisión de no vivir nunca en casa de Branir. Nadie debía residir en el lugar golpeado por la desgracia. Se limitarían a la pequeña morada oficial, la mitad de la cual estaba ocupada por los archivos del juez. Si los expulsaban, regresarían a la región tebana.

Neferet se levantaba antes que Pazair, al que le gustaba trabajar hasta muy tarde. Tras haberse lavado y maquillado, alimentaba al perro, al asno y a la mona verde.
Bravo
, que tenía una pequeña infección en una pata, era cuidado con limo del Nilo, cuyas virtudes desinfectantes actuaban deprisa.

La joven colocaba su estuche médico en el lomo de
Viento del Norte
; con un innato sentido de la orientación, el asno la guiaba por las callejas del barrio donde los enfermos requerían su intervención. Le pagaban llenando de alimentos variados los cestos que el asno llevaba con evidente satisfacción. Ricos y pobres no vivían en barrios separados; algunas terrazas arboladas dominaban pequeñas casas de ladrillos secos, vastas mansiones rodeadas de jardines se hallaban junto a animadas callejas por las que circulaban animales y gente. Se gritaba, se negociaba, se reía, pero Neferet no tenía tiempo de participar en discusiones y festejos. Después de tres días de incierta lucha, expulsaba por fin una fiebre maligna del cuerpo de una niña a la que habían invadido los demonios de la noche. La pequeña enferma podía tomar ya leche de nodriza, conservada en un recipiente con forma de hipopótamo. Los latidos de su corazón eran buenos, el pulso regular. Neferet adornó su garganta con un collar de flores y sus orejas con ligeros pendientes; la sonrisa de su paciente fue la más hermosa recompensa. Cuando regresó, rendida, Suti discutía con Pazair.

—Vi a la señora Tapeni, superior del principal taller de tejido de Menfis.

—¿Resultados?

—Acepta ayudarme.

—¿Alguna pista seria?

—Todavía no. Numerosas personas pudieron utilizar este tipo de aguja.

Pazair bajó la mirada.

—Dime, Suti… ¿Es hermosa la tal señora Tapeni?

—No es desagradable.

—¿Y ese primer contacto fue sólo… amistoso?

—La señora Tapeni es independiente y afectuosa.

Neferet se perfumó y les sirvió bebida.

—Esta cerveza no tiene riesgos —indicó Pazair—; lo que tal vez no suceda en tu relación con Tapeni.

—¿Piensas en Pantera? Comprenderá las necesidades de la investigación.

Suti besó a Neferet en ambas mejillas.

—No olvidéis, ni el uno ni la otra, que soy un héroe.

A Denes, rico y afamado transportista, le gustaba descansar en la sala de estar de su suntuosa mansión de Menfis. En las paredes había flores de loto; en el suelo, losas de color, evocación de los peces debatiéndose en un estanque. En una decena de cestos colocados en mesillas, granadas y uva.

Cuando regresaba de los muelles, donde controlaba la llegada y la partida de sus barcos, le gustaba degustar leche cuajada con sal y beber agua, que se mantenía fresca en una jarra de terracota. Tendido en unos almohadones, hacía que una sirvienta le diera un masaje y que le afeitara su barbero personal, igualando los pelos de su fina barba blanca. Con el rostro cuadrado, pesado, Denes dejaba de dar órdenes cuando intervenía su esposa, Nenofar; corpulenta e imponente, vestida a la última moda, poseía las tres cuartas partes de la fortuna de la pareja. Por lo tanto, en sus numerosos enfrentamientos, Denes consideraba preferible ceder.

Aquella tarde no había disputas. Denes ponía su cara de los días malos y ni siquiera escuchaba el inflamado discurso de Nenofar, que maldecía al fisco, el calor y las moscas.

Cuando un sirviente introdujo al dentista Qadash, Denes se levantó y lo besó.

—Pazair ha regresado —declaró, huraño, el facultativo.

Lagrimeante, con la frente pequeña y los pómulos salientes, se frotaba sus manos, enrojecidas a causa de la mala circulación sanguínea. En su nariz se observaban venitas violetas a punto de estallar. Con sus blancos cabellos en desorden, Qadash se agitaba.

Él y su amigo Denes habían sufrido las sospechas del juez y aguantado sus ataques, sin que consiguiera demostrar su culpabilidad.

—¿Qué ha ocurrido? ¡Un informe oficial proclamaba la muerte de Pazair!

—Tranquilizate —recomendó Denes—. Ha vuelto, pero no se atreverá a emprender acción alguna contra nosotros. Su detención le ha destrozado.

—¿Y tú qué sabes? —protestó Nenofar, que se maquillaba tomando ungüento con una cuchara cuyo mango representaba a un negro tendido con las manos atadas a la espalda—. El pequeño juez es empecinado. Se vengará.

—No le temo.

—Porque estás ciego, como de costumbre.

—Tu posición en la corte nos permite estar permanentemente informados de las actuaciones de Pazair.

La señora Nenofar, que dirigía con ardor un equipo de agentes comerciales encargados de vender productos egipcios en el extranjero, había obtenido los puestos de intendente de paños e inspectora del Tesoro.

—El aparato judicial no tiene relación alguna con las exigencias económicas —objetó—. ¿Y si llega hasta el visir?

—Bagey es tan rígido como intratable. No se dejará manipular por un magistrado ambicioso cuyo único objetivo es formar escándalo para aumentar su notoriedad.

La llegada del químico Chechi interrumpió la conversación. Pequeño, con el labio superior adornado por un bigote negro, encerrado hasta el punto de confiarse días enteros en el silencio, se desplazaba como una sombra.

—Me he retrasado.

—¡Pazair está en Menfis! —farfulló Qadash.

—Estoy al corriente.

—¿Qué piensa el general Asher?

—Está tan sorprendido como nosotros. Habíamos recibido con júbilo el anuncio de la muerte del juez.

—¿Quién lo ha hecho liberar?

—Asher lo ignora.

—¿Qué medidas piensa tomar?

—No he tenido derecho a sus confidencias.

—¿Y el programa de armamento? —preguntó Denes.

—Prosigue.

—¿Expedición a la vista?

—El libio Adafi ha fomentado algunos desórdenes cerca de Biblos, pero las fuerzas del orden han bastado para detener la rebelión de dos aldeas.

—Así pues, Asher mantiene la confianza del faraón.

—Mientras no se pruebe su culpabilidad, el rey no puede destituir a un héroe que él mismo condecoró y nombró jefe de sus instructores del ejército de Asia.

La señora Nenofar se puso al cuello un collar de amatistas.

—La guerra es a menudo conveniente para el comercio. Si Asher prevé una campaña contra Siria o Libia, advertídmelo sin tardanza. Cambiaré mis circuitos comerciales y sabré mostrarme generosa con vos.

Chechi se inclinó.

—¡Olvidáis a Pazair! —protestó Qadash.

—Un hombre solo contra fuerzas que lo aplastarán —ironizó Denes—. Actuemos con astucia.

—¿Y si comprende?

—Dejemos actuar a Nebamon. ¿No es nuestro brillante médico el peor afectado?

Nebamon tomaba una decena de baños calientes diarios en una gran cubeta de granito rosa en la que sus servidores vertían un líquido aromatizado. Luego se untaba los testículos con una pomada calmante que, poco a poco, apaciguaba el dolor.

El maldito babuino de Kem, el policía nubio, casi le había arrancado la virilidad. Dos días después de la agresión, una profusión de granos había afligido la delicada piel de las bolsas. Temiendo que supuraran, el médico en jefe se había aislado en la más hermosa de sus mansiones, tras haber anulado las operaciones de cirugía estética prometidas a las envejecidas bellezas de la corte.

Cuanto más odiaba a Pazair, más amaba a Neferet. Se había burlado de él, cierto, pero no le guardaba rencor alguno.

Sin aquel juez mediocre, pernicioso a fuerza de obstinación, la joven habría cedido y se habría convertido en su esposa.

Nebamon no había fracasado nunca. Sufría en sus carnes aquella insoportable afrenta. El mejor aliado de Nebamon seguía siendo Mentmosé. La posición del jefe de policía, que había destruido el mensaje con el que se había atraído a Pazair junto a su maestro y el arma del crimen, se hacía muy delicada. Una investigación seria demostraría, por lo menos, su incompetencia. Mentmosé, que había intrigado durante toda su vida para obtener su puesto, no soportaría ser revocado. Por lo tanto, no todo estaba perdido.

El general Asher dirigía personalmente el ejercicio de los soldados de élite que, en cuanto recibieran la orden, partirían hacia Asia. Pequeño, con rostro de roedor, los cabellos muy cortos, los hombros cubiertos de pelo negro e hirsuto, las piernas cortas, el pecho cruzado por una cicatriz, se complacía realmente viendo sufrir a los hombres cargados con sacos llenos de piedras, obligados a arrastrarse por la arena y el polvo y a defenderse de un agresor armado con un cuchillo. Eliminaba sin piedad a los vencidos. Los oficiales no gozaban de prerrogativa alguna; también ellos debían demostrar sus aptitudes físicas.

—¿Qué pensáis de esos futuros héroes, Mentmosé?

El jefe de policía, arrebujado en un manto de lana, no soportaba el frescor del alba.

—Felicidades, general.

—La mitad de estos imbéciles no es apta para el servicio, y la otra mitad no es mucho mejor. Nuestro ejército es demasiado rico y demasiado perezoso. Hemos perdido el gusto por la victoria.

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