El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (4 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

—¿Qué nombre has dicho?

—El juez Pazair.

—¿Qué quieres de él?

—Liberarlo.

—Bueno… ¡Es demasiado tarde!

—Explícate.

El viejo apicultor habló en voz baja.

—Se escapó, gracias a mí.

—¡Él, en pleno desierto! No resistirá ni dos días. ¿Qué camino tomó?

—El primer ued, la colina, el bosquecillo de palmeras, la fuente, la meseta rocosa y, hacia el este, en dirección al valle. Si tiene siete vidas como los gatos, lo conseguirá.

—Pazair no tiene resistencia alguna.

—Apresúrate a encontrarlo; prometió demostrar mi inocencia.

—¿No serás un ladrón?

—Muy poco, mucho menos que otros. Quiero ocuparme de mis colmenas. Que vuestro juez me devuelva a casa.

CAPÍTULO 6

M
entmosé recibió al decano del porche en la sala de armas, donde se exponían escudos, espadas y trofeos de caza. Cauteloso, con la nariz puntiaguda y la voz gangosa, el jefe de policía tenía un cráneo calvo y rojo, que le picaba a menudo. Más bien corpulento, hacía régimen para conservar cierta esbeltez. Presente en las grandes recepciones, dotado de una considerable red de amistades, prudente y hábil, Mentmosé reinaba sin discusión sobre los distintos cuerpos de policía del reino. Nadie había podido reprocharle el menor error. Velaba con el mayor cuidado sobre su reputación de dignatario intachable.

—¿Visita privada, querido decano?

—Discreta, como a vos os gustan.

—¿No es eso garantía de una carrera larga y tranquila?

—Cuando hice que incomunicaran a Pazair, puse una condición.

—Me falla la memoria.

—Teníais que descubrir el móvil del crimen.

—No olvidéis que sorprendí a Pazair en flagrante delito.

—¿Por qué iba a matar a su maestro, un sabio que debía convertirse en el sumo sacerdote de Karnak y, por lo tanto, en su mejor ayuda?

—Envidia o locura.

—No me toméis por estúpido.

—¿Qué os importa el móvil? Nos hemos librado de Pazair, eso es lo esencial.

—¿Estáis seguro de su culpabilidad?

—Os lo repito: estaba inclinado sobre el cuerpo de Branir cuando lo sorprendí. ¿Qué hubierais pensado vos en mi lugar?

—¿Y el móvil?

—Vos mismo lo admitisteis: un proceso sería del peor efecto. El país debe respetar a sus jueces y confiar en ellos. A Pazair le gusta el escándalo. Su maestro, Branir, intentó sin duda calmarle. Perdió los estribos y le golpeó. Cualquier jurado lo habría condenado a muerte. Vos y yo fuimos generosos con él, puesto que salvamos su reputación. Oficialmente, ha muerto en misión. ¿No es para él, como para nosotros, la más satisfactoria de las soluciones?

—Suti sabe la verdad.

—¿Cómo…?

—Kem ha hecho hablar al médico en jefe Nebamon. Suti sabe que Pazair está vivo, y he aceptado revelarle el lugar donde se encuentra detenido.

La cólera del jefe de policía sorprendió al decano del porche. Mentmosé tenía fama de ser un hombre ponderado.

—¡Insensato, completamente insensato! ¡Vos, el más alto magistrado de la ciudad, os inclináis ante un soldado expulsado! Ni Kem ni Suti pueden actuar.

—Olvidáis la declaración escrita de Nebamon.

—Confesiones obtenidas bajo tortura no tienen valor alguno.

—Era anterior, firmada y fechada.

—¡Destruidla!

—Kem ha solicitado al médico en jefe que redacte una copia, cuya autenticidad ha sido certificada por dos servidores de la propiedad. La inocencia de Pazair ha quedado probada. Durante las horas que precedieron al crimen, trabajaba en su despacho. Algunos testigos lo afirmarán, he podido verificarlo.

—Admitámoslo… ¿Por qué habéis revelado el lugar donde lo ocultábamos? No teníamos ninguna prisa.

—Para estar en paz conmigo mismo.

—Con vuestra experiencia, a vuestra edad…

—Precisamente, a mi edad. El juez de los muertos puede llamarme de un momento a otro. En el asunto Pazair traicioné el espíritu de la ley.

—Habéis tomado partido por Egipto sin preocuparos por los privilegios de un individuo.

—Vuestro discurso ya no me engaña, Mentmosé.

—¿Me abandonaríais?

—Si Pazair vuelve…

—Se muere muy de prisa en el penal de los ladrones.

Desde hacía mucho tiempo, Suti oía el galope de los caballos. Procedía del este, y se trataba de dos beduinos que se acercaban rápidamente mientras merodeaban en busca de una presa fácil.

Suti aguardó a que estuvieran a buena distancia, tensó el arco; con la rodilla en tierra, apuntó al de la izquierda. Herido en el hombro, el hombre cayó hacia atrás. Su compañero corrió hacia el agresor. Suti apuntó. La flecha se clavó en lo alto de la pierna. El beduino, aullando de dolor, perdió el control de su montura, cayó y perdió el sentido al golpearse con una roca. Ambos caballos daban vueltas en redondo.

Suti colocó la punta de su espada en la garganta del nómada, que se había incorporado titubeando.

—¿De dónde vienes?

—De la tribu de los areneros.

—¿Dónde acampa?

—Tras las rocas negras.

—¿Os habéis apoderado de un egipcio en estos últimos días?

—De un extraviado que pretendía ser juez.

—¿Cómo le habéis tratado?

—El jefe está interrogándolo.

Suti saltó a lomos del caballo más robusto y sujetó el segundo por las rudimentarias riendas que utilizaban los beduinos. Los dos heridos tendrían que componérselas para sobrevivir.

Los corceles tomaron un sendero flanqueado de guijarros y cada vez más abrupto; resollando por sus ollares, con el pelaje cubierto de sudor, llegaron a la cima de una colina cubierta de erráticos bloques.

El lugar era siniestro.

Entre las rocas abrasadas, negruzcas, se abrían hondonadas donde se arremolinaba la arena; evocaban las calderas del infierno donde, con la cabeza gacha, se consumían los condenados.

Al pie de la pendiente se hallaba el campamento de los nómadas. La tienda más alta y más coloreada, en el centro, debía de ser la del jefe. Caballos y cabras estaban encerrados en un redil. Dos centinelas, uno al sur y el otro al norte, vigilaban los alrededores.

Contrariamente a las leyes de la guerra, Suti aguardó a que cayera la noche; los beduinos, que se entregaban a correrías y pillajes, no merecían ninguna consideración. El egipcio se arrastró en silencio, metro tras metro, y sólo se incorporó junto al centinela del sur, al que despachó golpeándole en las vértebras cervicales. Los areneros, que no dejaban de recorrer el desierto al acecho de la mejor presa, eran poco numerosos en el campamento. Suti se deslizó hasta la tienda del jefe y penetró en ella por un agujero oval que servia de puerta. Tenso, concentrado, se sentía dispuesto a desplegar toda su violencia.

Atónito, contempló un espectáculo inesperado.

El jefe beduino, tendido entre almohadones, prestaba oídos al discurso de Pazair, sentado en la posición del escriba. El juez parecía absolutamente libre.

El beduino se incorporó. Suti saltó hacia él.

—No lo mates —recomendó Pazair—, empezábamos a entendernos.

Suti lanzó a su adversario sobre los almohadones.

—He interrogado al jefe sobre su modo de vivir —explicó Pazair— y he intentado demostrarle que estaba equivocado. Mi negativa a ser esclavo, aun a riesgo de mi vida, le ha asombrado. Quería saber cómo funciona nuestra justicia y…

—Cuando no le diviertas, te atará a la cola de un caballo y serás arrastrado por las cortantes piedras y acabarás desgarrado.

—¿Cómo me has encontrado?

—¿Cómo podía perderte?

Suti ató y amordazó al beduino.

—Salgamos pronto de aquí. Dos caballos nos aguardan en la cima de la colina.

—¿Para qué? No puedo regresar a Egipto.

—Sígueme en vez de decir tonterías.

—No tendré fuerzas.

—Las recuperarás cuando sepas que se ha demostrado tu inocencia y que Neferet está impaciente.

CAPÍTULO 7

E
l decano del porche no se atrevió a mirar al juez Pazair.

—Sois libre — declaró con voz ronca.

El decano esperaba amargos reproches, una acusación en toda regla, incluso. Pero Pazair se limitaba a mirarlo.

—Naturalmente, la base de la inculpación queda anulada. Por lo demás, os pido un poco de paciencia… Me encargaré de regularizar lo antes posible vuestra situación.

—¿Y el jefe de policía?

—Os presenta sus excusas. Él y yo fuimos engañados…

—¿Nebamon?

—El médico en jefe no es realmente culpable. Una simple negligencia administrativa… Fuisteis víctima de un desgraciado concurso de circunstancias, querido Pazair. Si deseáis poner una querella…

—Lo pensaré.

—A veces es necesario saber perdonar…

—Devolvedme en seguida mi cargo.

Los azules ojos de Neferet parecían dos piedras preciosas en el corazón de las montañas del oro, en el país de los dioses; a su garganta, la turquesa la protegía de los maleficios. Una larga túnica de lino blanco con tirantes afinaba aún más su talle.

Al acercarse, el juez Pazair respiró su perfume. Loto y jazmín embalsamaban su piel satinada. La tomó en sus brazos y permanecieron unidos largos minutos, sin poder hablar.

—¿De modo que me quieres un poco?

Ella se apartó para mirarlo.

Era orgulloso, apasionado, algo loco, riguroso, joven y viejo al mismo tiempo, sin belleza superficial, frágil pero enérgico. Quienes le creían débil se equivocaban lamentablemente. Pese a su severo rostro, su gran frente austera, su carácter exigente, le gustaba la felicidad.

—No quiero separarme más de ti.

La estrechó contra su pecho. La vida tenía un nuevo sabor, poderoso como el joven Nilo. Una vida muy próxima a la muerte, sin embargo, en esa inmensa necrópolis de Saqqara por donde Pazair y Neferet, cogidos de la mano, avanzaban con lentos pasos. Querían recogerse sin tardanza ante la tumba de Branir, su maestro asesinado. ¿Acaso no había transmitido a Neferet los secretos de la medicina y alentado a Pazair para que concretara su vocación?

Penetraron en el taller de momificación donde Djui, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared encalada, comía cerdo con lentejas, aunque aquella carne estuviera prohibida en los períodos cálidos. Sin circuncidar, el momificador no hacía caso alguno de las prescripciones religiosas; con el rostro alargado, espesas y negras cejas que se unían por encima de la nariz, los labios finos y privados de sangre, las manos interminables, las piernas frágiles, vivía al margen de los mortales.

En la mesa de embalsamamiento, descansaba la momia de un hombre de edad, cuyo flanco acababa de cortar con un cuchillo de obsidiana.

—Os conozco —dijo levantando los ojos hacia Pazair—. Sois el juez que investigáis la muerte de los veteranos.

—¿Habéis momificado a Branir?

—Es mi oficio.

—¿Nada anormal?

—Nada.

—¿Ha acudido alguien a la tumba?

—Desde la inhumación, nadie. Sólo el sacerdote encargado del servicio funerario entró en la capilla.

Pazair quedó decepcionado. Esperaba que el asesino, acuciado por los remordimientos, hubiera implorado el perdón de su víctima para evitar el castigo del más allá. Ni siquiera aquella amenaza lo asustaba.

—¿Tuvo éxito vuestra investigación?

—Lo tendrá.

El momificador, indiferente, clavó sus dientes en el pedazo de cerdo.

La pirámide escalonada dominaba el paisaje de eternidad. Muchas tumbas miraban en su dirección, con el fin de participar en la inmortalidad del faraón Coser, cuya inmensa sombra subía y bajaba cada día la gigantesca escalinata de piedra. Por lo general, escultores, grabadores de jeroglíficos y dibujantes animaban los innumerables trabajos. Aquí se excavaba una tumba; allá, se restauraba otra. Hileras de obreros tiraban de las narrias de madera cargadas de bloques de calcáreo o de granito, y los aguadores saciaban la sed de los obreros.

Aquel día festivo, en el que se veneraba a Inhotep, el maestro de obras de la pirámide escalonada, el paraje estaba desierto. Pazair y Neferet pasaron entre las hileras de tumbas que databan de las primeras dinastías, cuidadosamente conservadas por uno de los hijos de Ramsés el Grande. Cuando la mirada se posaba en los nombres de los difuntos escritos en jeroglíficos, los resucitaba, quebrando el obstáculo del tiempo. El poder del verbo superaba al de la muerte.

La sepultura de Branir, cercana a la pirámide escalonada, había sido construida con una hermosa piedra blanca procedente de las canteras de Turah. El acceso al pozo funerario, que conducía a los aposentos subterráneos donde reposaba la momia, había sido obstruido por una enorme losa, mientras que la capilla permanecía abierta a los vivos, que acudirían a celebrar banquetes en compañía de la estatua y de las representaciones del difunto, cargadas de su energía imperecedera.

El escultor había creado una magnífica efigie de Branir, inmortalizándolo con el aspecto de un hombre de edad, de rostro sereno y anchos hombros. El texto principal, en líneas horizontales superpuestas, deseaba al resucitado la bienvenida al hermoso Occidente; al final de un inmenso viaje, llegaba hasta los suyos, sus hermanos los dioses, se alimentaba de estrellas y se purificaba con el agua del océano primordial. Guiado por su corazón, caminaba por los caminos perfectos de la eternidad.

Pazair leyó en voz alta las fórmulas destinadas a los huéspedes de la tumba: «Vivos que estáis en la tierra y pasáis junto a este sepulcro, que amáis la vida y odiáis la muerte, pronunciad mi nombre para que viva, decid en mi favor la fórmula de ofrenda.»

—Identificaré al asesino —prometió Pazair.

Neferet había soñado en una felicidad apacible, lejos de los conflictos y las ambiciones; pero su amor había nacido en la tormenta, y ni Pazair ni ella misma conocerían la paz antes de haber descubierto la verdad.

Cuando las tinieblas fueron vencidas, la tierra se iluminó. Árboles y hierbas reverdecieron, los pájaros abandonaron el nido, los peces saltaron fuera del agua, los barcos bajaron y subieron por el río. Pazair y Neferet salieron de la capilla, cuyos bajorrelieves acogían las luces del alba. Habían pasado la noche junto al alma de Branir, y la habían sentido próxima, vibrante y cálida. Nunca se habrían separado de él.

Terminada la fiesta, los artesanos volvían al lugar. Algunos sacerdotes celebraban los ritos matinales, para perpetuar la memoria de los desaparecidos. Pazair y Neferet siguieron la larga calzada cubierta del rey Unas, que desembocaba, más abajo, en un templo; se sentaron bajo las palmeras, en el lindero de los cultivos. Una niña, risueña, les llevó dátiles, pan fresco y leche.

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