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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (40 page)

–Asumiré el control de tu arnés, si no te importa –murmuró la unidad.

Gurgeh asintió.

El arnés tiró de él llevándole hacia la oscuridad que había sobre su cabeza. La ascensión no se interrumpió enseguida, tal y como había esperado, sino que siguió y siguió hasta que Gurgeh se encontró envuelto por el calor y los olores de la noche urbana. La capa aleteaba en silencio a su alrededor. La ciudad era un remolino de luces, una llanura resplandeciente que no parecía tener fin. La unidad era una sombra diminuta pegada a su hombro.

Empezaron a moverse por encima de la ciudad. Sobrevolaron carreteras, ríos y un sinfín de cúpulas y edificios, cintas, masas casi sólidas y torres de luz, áreas de vapor que se deslizaban sobre la oscuridad y el fuego, torres repletas de luces que ardían envueltas en reflejos, temblorosas extensiones de agua negra y las enormes zonas oscuras de hierba y árboles de los parques y, finalmente, empezaron a bajar.

Descendieron hacia una zona donde no había muchas luces y tomaron tierra entre dos edificios a oscuras desprovistos de ventanas. Los pies de Gurgeh entraron en contacto con la tierra apisonada de un callejón.

–Disculpa –dijo la unidad, y se metió dentro de la capucha hasta colocarse junto a la oreja izquierda de Gurgeh–. Por allí –murmuró.

Gurgeh avanzó por el callejón. Tropezó con algo blando y supo que era un cuerpo antes de volverse a mirar. Observó con más atención el montón de harapos y vio como se movía. La persona estaba enroscada bajo unas mantas maltrechas con la cabeza apoyada en un saco muy sucio. Gurgeh no logró averiguar de qué sexo era. Los harapos no ofrecían ninguna pista que permitiera adivinarlo.

Gurgeh abrió la boca, pero la unidad le hizo callar con un siseo casi inaudible.

–Es una de las personas que se niegan a trabajar de las que te habló Pequil, alguien que ha abandonado la comarca rural donde nació. Ha estado bebiendo... La pestilencia que hueles sólo contiene una parte de alcohol. El resto proviene de su cuerpo.

Las fosas nasales de Gurgeh aún no habían captado las vaharadas de hedor que brotaban del macho acostado en el suelo del callejón. El olor era tan desagradable que sintió una oleada de náuseas.

–Vámonos –dijo Flere-Imsaho.

Salieron del callejón. Gurgeh tuvo que pasar por encima de otros dos durmientes. La calle en que se encontraron estaba muy mal iluminada, y apestaba a algo que Gurgeh sospechó se suponía era comida. Unos cuantos peatones caminaban lentamente por las aceras.

–Encórvate un poco –dijo la unidad–. La capa te hará pasar por un discípulo de Minan, pero no permitas que la capucha resbale y no camines erguido.

Gurgeh hizo lo que le indicaba.

Siguió avanzando por la calle bajo la débil y parpadeante claridad granulosa de los escasos faroles monocromos y pasó junto a lo que parecía otro borracho con la espalda apoyada en una pared. Gurgeh bajó la vista y vio un charco de sangre entre las piernas del ápice y un oscuro hilillo de sangre seca que bajaba de su cabeza. Se detuvo delante de él.

–No pierdas el tiempo con ése –dijo la vocecita de Flere-Imsaho junto a su oreja–. Se está muriendo. Probablemente habrá estado metido en una pelea. La policía no viene por aquí muy a menudo, y no hay muchas probabilidades de que alguien solicite ayuda médica para él. Está claro que le han robado, así que quien llamara a una ambulancia tendría que pagar el tratamiento de su bolsillo.

Gurgeh miró a su alrededor, pero no había nadie cerca. Los párpados del ápice se movieron levemente como si estuviera intentando abrirlos.

El aleteo de los párpados se detuvo.

–Ahí –dijo Flere-Imsaho en voz baja.

Gurgeh siguió avanzando por la acera y oyó gritos procedentes de la parte superior de un edificio de fachada oscurecida por la mugre situado al otro lado de la calle.

–No es nada grave, sólo un ápice que le está dando una paliza a su mujer. ¿Sabías que durante milenios estuvieron convencidos de que las mujeres no tenían nada que ver con la herencia genética del bebé que llevaba dentro? Hace quinientos años descubrieron que juegan un papel bastante importante. Las mujeres producen un análogo viral del ADN que altera los genes del semen depositado dentro de ellas, pero la ley sigue considerando que las mujeres son posesiones. Si un ápice asesina a una mujer se le condena a un año de trabajos forzados. Una hembra que asesina a un ápice es torturada durante varios días hasta que muere. Muerte mediante sustancias químicas... Dicen que es una de las peores formas de morir. Sigue andando.

Llegaron a la intersección con otra calle bastante más concurrida. Un macho estaba de pie en la esquina gritando algo en un dialecto que Gurgeh no logró comprender.

–Vende entradas para una ejecución –dijo la unidad. Gurgeh enarcó las cejas y volvió la cabeza unos centímetros–. Sí, no te estoy tomando el pelo –dijo Flere-Imsaho.

Pero Gurgeh no pudo evitar el menear la cabeza.

Gurgeh vio a un grupo de personas bastante numeroso que ocupaba el centro de la calzada. El tráfico –sólo la mitad de los vehículos tenían motor, y la otra mitad se desplazaban mediante la tracción humana– se había visto obligado a invadir las aceras. Gurgeh fue hacia la multitud pensando que su estatura bastante superior al promedio azadiano le permitiría ver lo que estaba ocurriendo, pero descubrió que la gente le abría paso y se fue encontrando atraído hacia el centro de la aglomeración.

Unos cuantos ápices bastante jóvenes estaban atacando a un macho muy anciano caído en el suelo. Los ápices vestían lo que parecía una especie de uniforme, aunque apenas lo vio un sentido indefinible hizo que Gurgeh comprendiese que no era ningún uniforme oficial. Los ápices pateaban el cuerpo del anciano con una especie de salvajismo controlado, como si el ataque fuera un ballet del dolor en el que sólo pudiese haber un ganador y se les estuviera evaluando no solamente por el tormento y los daños físicos infligidos, sino también por la impresión artística que produjeran.

–Quizá se te haya pasado por la cabeza la idea de que esto es un montaje preparado o una farsa, pero no lo es –dijo Flere-Imsaho—. Ah, y estas personas no han pagado para disfrutar del espectáculo. Lo que tienes delante es, sencillamente, un grupo de jóvenes dándole una paliza a un anciano sólo por el puro placer de dársela y estas personas prefieren observar a hacer nada para impedirlo.

Cuando la unidad hubo terminado de pronunciar aquellas palabras Gurgeh se dio cuenta de que se encontraba en primera fila. Dos ápices se volvieron hacia él y le observaron en silencio.

Gurgeh se preguntó qué ocurriría ahora. Tenía la extraña sensación de estar presenciándolo todo desde muy lejos. Los dos ápices le gritaron algo ininteligible, se dieron la vuelta y empezaron a hablar con los demás mientras le señalaban con el dedo. El grupo estaba compuesto por seis jóvenes. Los ápices se quedaron muy quietos sin prestar ninguna atención al macho que gimoteaba débilmente en el suelo y clavaron los ojos en el rostro de Gurgeh. Uno de ellos, el más alto, se llevó la mano a sus ceñidos pantalones con adornos metálicos, manipuló un botón o una cremallera y exhibió la vagina semifláccida en su posición invertida. Sonrió, se la ofreció a Gurgeh y giró sobre sí mismo para enseñársela al resto de la multitud.

No ocurrió nada más. Sus jóvenes compañeros observaron durante unos momentos los rostros de quienes les rodeaban sin dejar de sonreír y se fueron. Antes de partir cada uno pisoteó la cabeza del viejo caído en el suelo fingiendo que aquella última agresión era un accidente.

La multitud empezó a dispersarse. El viejo estaba cubierto de sangre. Un fragmento de hueso grisáceo asomaba a través de la manga del maltrecho abrigo que llevaba puesto, y había unos cuantos dientes esparcidos por el suelo junto a su cabeza. Una pierna formaba un ángulo extraño con el cuerpo: el pie estaba vuelto hacia fuera y el miembro tenía un aspecto sorprendentemente fláccido.

El viejo dejó escapar un gemido. Gurgeh dio un paso hacia adelante y empezó a inclinarse.

–¡No le toques!

La voz de la unidad hizo que Gurgeh se detuviera tan bruscamente como si hubiese chocado con un muro de ladrillos.

–Si alguna de estas personas ve tu cara o tus manos puedes considerarte muerto. Tu color, Gurgeh... Tienes el color equivocado, ¿comprendes? Escucha con atención. La estabilización genética aún no se ha conseguido del todo, y cada año siguen naciendo unos cuantos centenares de bebés que tienen la piel oscura. Se supone que deben ser estrangulados y que el Consejo de Eugenesia paga una recompensa por cada cadáver, pero hay algunas personas que les permiten seguir con vida y les van blanqueando la piel a medida que crecen aun sabiendo que cometen un crimen castigado con la pena capital. Si alguna de estas personas creyera que habías sido uno de esos bebés, y sobre todo teniendo en cuenta que llevas la capa de un discípulo... Te despellejarían vivo.

Gurgeh retrocedió con la cabeza gacha y se alejó tambaleándose calle abajo.

La unidad le enseñó a las prostitutas –casi todas hembras–, que Vendían sus favores sexuales a los ápices durante unos cuantos minutos u horas de la noche. Mientras recorrían las oscuras calles la unidad le contó que había partes de la ciudad frecuentadas por los ápices que habían perdido algún miembro y no tenían el dinero suficiente para pagarse el injerto de un brazo o una pierna amputadas a un criminal, y le dijo que esos ápices vendían sus cuerpos a los machos.

Gurgeh vio muchos lisiados. Estaban sentados en las esquinas vendiendo baratijas, tocando instrumentos que emitían notas chillonas o chirriantes, y había muchos que se limitaban a mendigar. Algunos estaban ciegos, otros no tenían brazos o habían perdido las piernas. Gurgeh contempló a todas aquellas personas destrozadas y sintió un mareo tan intenso que estuvo a punto de perder el equilibrio. La superficie de la calle que había debajo de sus pies pareció inclinarse bruscamente hacia un lado y durante un momento fue como si la ciudad, el planeta y el Imperio entero girasen locamente a su alrededor en un frenético remolino de siluetas pesadillescas; una constelación de sufrimiento y angustia, una danza infernal de agonía y mutilaciones.

Dejaron atrás comercios llenos de basura multicolor, drogas permitidas por el estado y tiendas que vendían alcohol, tenderetes repletos de estatuas religiosas, libros, artefactos y parafernalia ceremonial, quioscos que ofrecían entradas para asistir a ejecuciones, amputaciones, torturas y violaciones públicas –casi todas las víctimas habían perdido alguna apuesta en el Azad–, y pregoneros que anunciaban a voz en grito los billetes de lotería, direcciones de burdeles y drogas ilegales con que se ganaban la vida. Un vehículo terrestre lleno de policías pasó junto a ellos: la ronda de noche. Varios pregoneros corrieron a esconderse en los callejones y un par de quioscos bajaron rápidamente sus persianas metálicas en cuanto vieron acercarse al vehículo, pero volvieron a subirlas apenas se hubo alejado algunos metros.

Entraron en un parque minúsculo y se encontraron con un ápice junto al que había dos machos y una hembra de aspecto enfermizo con collares sujetos a unas correas muy largas. El ápice intentaba obligarlas a realizar trucos que ninguno de los tres parecía comprender. La multitud que les rodeaba reía ruidosamente. La unidad le dijo que seguramente eran un trío de locos sin ningún familiar o amigo que pudiera pagar su estancia en un hospital mental, por lo que habían sido privados de la ciudadanía y vendidos al ápice. Se unieron a la multitud durante unos minutos y vieron como aquellas criaturas patéticas cubiertas de harapos intentaban trepar a un farol o formar una pirámide hasta que Gurgeh no pudo soportarlo por más tiempo y les dio la espalda. La unidad le dijo que una de cada diez personas con las que se cruzaba mientras caminaba por la calle sería sometida a tratamiento por enfermedad mental en algún momento de su existencia. La cifra era una poco más alta para los machos que para los ápices, y el índice de enfermedades mentales en las hembras superaba con mucho al de los otros dos sexos. El suicidio estaba considerado como un delito, y los índices de suicidio por sexo eran bastante similares a los de enfermedades mentales.

Flere-Imsaho le llevó a un hospital. La unidad le dijo que la institución era bastante representativa de su especie y que tanto el hospital como la zona en que se hallaba estaban bastante más cuidadas de lo que resultaba habitual en la ciudad. El hospital era administrado por una institución benéfica, y la mayor parte del personal trabajaba sin cobrar un sueldo. La unidad le dijo que todo el mundo supondría que era un discípulo que había venido a visitar a un miembro de su congregación, y añadió que el personal estaba tan ocupado que no podía perder el tiempo interrogando a todos los visitantes que se cruzaran en su camino. Gurgeh recorrió el hospital sin creer en lo que estaba viendo.

Contempló a personas que habían perdido miembros o cuyas mutilaciones eran aún más espectaculares que las que acababa de ver en las calles, y a otras que tenían el cuerpo cubierto de cicatrices y llagas o cuya piel se había vuelto de algún color extraño. Algunas estaban muy flacas y le recordaron a palos envueltos en piel grisácea que se tensaba sobre los huesos. Otras yacían inmóviles intentando respirar o vomitaban ruidosamente ocultas detrás de un biombo, gemían, farfullaban palabras incomprensibles o gritaban. Gurgeh vio a personas cubiertas de sangre que esperaban el momento de ser atendidas, personas dobladas sobre sí mismas que escupían sangre en cuencos y a unas cuantas que yacían en catres metálicos inmovilizadas con correas de cuero. Ésas eran las peores, porque giraban locamente la cabeza golpeándosela contra los barrotes del catre y tenían los labios cubiertos de espuma.

Y había gente por todas partes, y las camas, catres y colchones se extendían formando hileras que parecían no tener fin, y los olores de la carne putrefacta, los desinfectantes y las secreciones corporales flotaban por todo el hospital.

La unidad le informó de que era una noche habitual tirando a mala. El hospital estaba un poco más lleno que de costumbre porque acababan de llegar varias naves cargadas con los heridos de las últimas y gloriosas victorias imperiales. Aparte de eso, era la noche en que los trabajadores cobraban su paga y no tenían que trabajar al día siguiente, y la tradición exigía que se emborracharan y se pelearan con cualquier pretexto. Después la máquina empezó a recitar las tasas de mortalidad infantil y la expectativa de vida para cada sexo, los tipos de enfermedades y la frecuencia con que se daban en los distintos estratos sociales, los promedios de renta, el índice de paro y los ingresos por cápita en relación al total de la población en ciertas zonas, y le habló del impuesto sobre los nacimientos y el impuesto por defunción y las penas por aborto y nacimiento ilegítimo, las leyes que regulaban los distintos tipos de relación sexual, las instituciones benéficas y las organizaciones religiosas que administraban los comedores para pobres, los asilos y las clínicas de primeros auxilios. La unidad estuvo un buen rato ametrallándole con números, estadísticas e índices, y Gurgeh apenas si entendió nada de cuanto le dijo. Se limitó a vagar por el edificio durante lo que le parecieron horas, acabó encontrando una puerta y salió del hospital.

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